Los pimpollos a quienes van dirigidos estos ardientes juramentos suelen ser lentos a la hora de responder. Hay algo espeluznante, rotundo, en el silencio que se abre en los huecos del diálogo. A menudo, Beth teme que se les haya olvidado el guión, pero al cabo de un rato sueltan la siguiente frase, después de una pausa larguísima. Los culebrones que se emiten durante el día tienen algo que no se ve en los programas de la noche - realities de policías, series cómicas, los telediarios con sus bromitas entre los cuatro presentadores (un hombre y una mujer que hacen de locutores, el dicharachero encargado de la sección de deportes y, finalmente, el blanco de sus pullas y amables reproches, el hombre del tiempo un tanto bobalicón)-: se desarrollan en un ambiente con silencio de fondo, un silencio grueso y rebosante que ni todas las declaraciones de amor, confesiones tensas, falsas aseveraciones y rabiosas animadversiones pueden borrar, como tampoco pueden las estridentes músicas sobrenaturales ni la intervención súbita de la débil canción pop que sirve de cierre al capítulo. Un silencio aterrador es el firme que lo sujeta todo, como imanes en la puerta de una nevera: al reparto en sus habitaciones de tres tabiques con eco y a Beth en su butaca extra ancha, enfadada consigo misma porque no se ha puesto en el plato suficientes galletas de avena y el teléfono no para de sonar, así que tendrá que abandonar su La-Z-Boy, esa isla de perfecta comodidad acolchada, justo ahora que David, el cardiólogo increíblemente guapo, le dedica unas palabras de alto voltaje a Maria, la bella cirujana cerebral cuyo marido Edmund, el periodista ganador de un Pulitzer, fue asesinado en un episodio anterior que Beth, por desgracia, se perdió. Se levanta por etapas. Primero estira la palanca para bajar el reposapiés, luego, tras luchar contra la oscilación de la mecedora, apoya los pies en el suelo, se aferra al brazo izquierdo de la butaca con ambas manos para ponerse casi derecha y finalmente, con una exclamación perceptible, carga todo su peso sobre las rodillas, expectantes, que se van enderezando lenta y dolorosamente mientras Beth recupera el aliento. Al principio del proceso había cambiado de lugar el plato vacío, del reposabrazos a la mesilla auxiliar, pero se dejó el mando a distancia en el regazo y ahora se ha caído al suelo. Ahí lo ve, los botones numerados del pequeño panel rectangular junto con las manchas de café y restos de comida que con el tiempo se han ido acumulando en la moqueta verde pálido. Jack la avisó de que la suciedad se vería mucho en una moqueta así, pero los colores claros se llevaban mucho ese año, es lo que dijo el vendedor. «Le da un toque fresco, actual», había asegurado. «El espacio parecerá más amplio.» Todo el mundo sabe que las alfombras orientales disimulan mejor las manchas, pero ¿llegaría el día en que Jack y ella podrían permitirse una? Hay una tienda en Reagan Boulevard donde las venden de segunda mano y a precio de ganga, pero ni Jack ni ella van nunca juntos por esas calles, que es donde mayoritariamente compran los negros. Y en cualquier caso, estando usada sabe Dios qué habrán derramado encima los antiguos propietarios, qué seguirá escondido en las fibras. La sola idea es desagradable, como sucede con las moquetas de los hoteles. Beth no quiere ni pensar en darse la vuelta y agacharse para recoger el mando, su sentido del equilibrio ha empeorado con la edad, y debe de haber algún motivo urgente por el que la persona que está llamando no cuelga. Tuvieron contestador automático una época, pero llegaron tantas llamadas de padres cascarrabias cuyos hijos no lograban entrar en las universidades que Jack les recomendaba que hubo que desconectarlo. «Y si me encuentran en casa ya me las apañaré», dijo. «La gente no es tan maleducada cuando quien descuelga es una persona.»
Beth da otro paso, deja a la gente de la televisión cociéndose en sus propios jugos, va tambaleándose hasta la mesa que hay junto a la pared y de un manotazo levanta el auricular. Este nuevo tipo de teléfono es de los que quedan de pie en el soporte, y en una pantallita, justo debajo de los orificios a través de los que supuestamente se escucha, aparecen el nombre y el número de quien llama. Dice que es una llamada no local, de modo que o se trata de Maride o de su hermana en Washington o de algún vendedor telefónico llamando desde dondequiera que llamen, a veces lo hacen desde incluso la India.
– ¿Diga? -Los orificios del otro extremo del auricular no le llegan a la altura de la boca como con los teléfonos antiguos, los sencillos y macizos de baquelita negra que al colgarse quedaban boca abajo, y Beth tiende a alzar la voz porque no termina de fiarse.
– Beth, soy Hermione. -La voz de Herm siempre suena ostentosamente enérgica, ocupada, como para avergonzar a su indolente y consentida hermana menor-. ¿Por qué has tardado tanto? Estaba a punto de colgar.
– Bueno, pues ojalá lo hubieras hecho.
– No es un comentario muy amable.
– Yo no soy como tú, Herm. No puedo andar tan rápido.
– ¿De quién es esa voz que oigo de fondo? ¿Estás con alguien? -Sus palabras van rebotando de un tema a otro. Pero esa franqueza, que roza la grosería, no es más que un vestigio agradable de cuando eran niñas, de la forma de ser de los alemanes de Pennsylvania. A Beth le recuerda al hogar, al noroeste de Filadelfia y su follaje húmedo, sus tranvías y sus pequeñas tiendas de comida con montones de pan Meier's y Freihofer's en los estantes.
– Es la televisión. Estaba buscando el mando para apagarla -no quiere reconocer que le ha dado mucha pereza agacharse y recogerlo- y no he podido encontrar el maldito chisme.
– Bueno, pues ve y encuéntralo. No debe de estar lejos. Puedo esperar. Con tanto ruido es imposible hablar. Dime, ¿qué estabas viendo a estas horas?
Beth deja el auricular sin responder. «Es igual que nuestra madre», piensa mientras se arrastra hasta la parte de la moqueta verde claro -el vendedor lo definió como celedón- donde está caído boca arriba el mando a distancia, que a la vista y al tacto tiene un curioso parecido con el teléfono, negro mate y atestado de circuitos electrónicos: un par de hermanos que no pegan mucho. El esfuerzo va acompañado de un gemido, se agarra al brazo de la butaca con una mano y alarga trabajosamente la otra; con ese gesto vuelve a despertarse en sus poco usados músculos la sensación de un ejercicio, un arabesque penchée , aprendido en clases de ballet a los ocho o nueve años, en el estudio de Miss Dimitrova, encima de una cafetería en Broad Street; recupera el chisme y apunta con él a la pantalla del televisor, donde All My Children está llegando a su fin en el séptimo canal bajo un nubarrón de música escalofriante, siniestra. Beth divisa a Craig y Jennifer, en una charla acalorada, y se pregunta qué estarán diciéndose incluso al despedirlos con un clic. Se convierten en una estrellita que dura menos de un segundo.
En ballet había sido más ágil y prometedora que su hermana; a Hermione, solía afirmar Miss Dimitrova con su deje bielorruso, le faltaba ballon . «Ligera, ¡ligera!», gritaba mientras los ligamentos se marcaban en su cuello descarnado. «Vous avez besoin de légèreté! ¡Imaginad que sois des oiseaux! ¡Sois criaturas del aire!» Hermione, demasiado alta y desgarbada para su edad, y destinada, ya se veía, a ser una chica del montón, era entonces la lenta y patosa, y Beth la que parecía, en faisant des poin tes , un pajarillo, dando vueltas con sus escuálidos brazos extendidos.
– Estás jadeando -la acusa su hermana cuando vuelve al aparato y se desploma con un gruñido en la silla pequeña y rígida que apartaron de la mesa de la cocina cuando, al irse, Mark dejó de comer con sus padres. La silla es una copia en madera de arce del estilo de los muebles Shaker y tiene un asiento tan estrecho que Beth tiene que apuntar el culo al dejarse caer; hace unos años no atinó a sentarse bien, la silla se ladeó y ella cayó al suelo. Se habría roto la pelvis de no haber estado tan rellenita, dijo Jack. Pero en el primer momento él no lo encontró tan divertido. Corrió hacia ella horrorizado y, cuando quedó claro que su esposa no se había hecho daño, pareció decepcionado. Bruscamente, Hermione pregunta-: No estarías viendo ningún avance informativo, ¿verdad?
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