Pero ¿dónde se ha metido el mando a distancia? Lo recogió y apagó la tele, y ya no se acuerda de qué pasó después. La asusta lo a menudo que se queda en blanco. Mira en ambos reposabrazos y con un esfuerzo busca más allá, en la moqueta celedón que le vendió aquel tipo, y piensa por segunda vez en Miss Dimitrova y sus ejercicios de estiramiento. Debe de haberse quedado en equilibrio en el brazo de la butaca y luego se ha deslizado entre las hendiduras del cojín cuando le ha dado por desplomarse en ella en lugar de subir las escaleras para vestirse. Con los dedos de la mano derecha explora la ceñida grieta, el vinilo imitación del cuero de los viejos tiempos del Oeste americano, que, seguramente, si te tocó vivirlos, no eran tan maravillosos; y a continuación con los dedos de la mano izquierda en el lado contrario, da con él: la forma alargada mate y fría del aparato que cambia de canal. Sería mucho más fácil si su cuerpo no se interpusiera en el camino, con el cojín tan apretado contra el reposabrazos de la butaca que ha de andarse con cuidado de no engancharse una uña en una costura o en cualquier cosa metálica. Las horquillas y las monedas, incluso los alfileres y los imperdibles, suelen acumularse en estas ranuras. Para aprovechar la luz que entraba en la casa, su madre siempre estaba cosiendo o remendando algo en la vieja butaca a cuadros y con faldones al lado de la ventana, junto al amplio alféizar de madera con sus cortinas de organdí suizo bordado de topos y sus macetas con geranios y sus vistas a una vegetación tan exuberante que mantenía húmedas, hasta mediodía, las partes donde no tocaba el sol. Apunta con el mando al aparato y pone el segundo canal, la CBS, y los electrones convocados se van reuniendo lentamente, produciendo sonidos y una imagen. La música de fondo de As the World Turns tiene un aire más sutilmente orquestal, menos tenue y pop, que la de All My Children: los instrumentos de viento de madera y los graves de los de cuerda se mezclan con sonidos más espectrales, golpeteos como de cascos de caballo perdiéndose en la distancia. Beth deduce por la música exaltada y las expresiones faciales del joven actor y la actriz que acaban de hablar -muecas de enfado, con el ceño fruncido, incluso de miedo- que lo que se han dicho hace un momento era trascendente, fundamental, acaban de acordar una separación o un asesinato. Se lo ha perdido, se ha perdido cómo giraba el mundo. Casi para echarse a llorar.
Pero la vida tiene sus cosas, es raro cómo a veces sale al rescate. Carmela , surgida de la nada, llega y salta sobre su regazo. «¿Dónde ha estado mi bebé?», pregunta Beth en voz alta y eufórica. «¡Mami te ha echado de menos!» Al minuto, no obstante, se quita impacientemente de encima a la gata, que tras acomodarse en la vasta superficie de carne caliente había empezado a ronronear, y forcejea para levantarse de nuevo de la butaca La-Z-Boy. De repente hay mucho que hacer.
Dos semanas después del día de graduación en el Central High, Ahmad aprobó el examen de conducción de vehículos comerciales en las instalaciones de tráfico de Wayne. Su madre, que le había permitido educarse a sí mismo en tantos aspectos, lo llevó con su abollada furgoneta, una Subaru granate que usa para ir al hospital y para entregar los cuadros en la tienda de regalos de Ridgewood y en cualquier otro lugar donde se los expongan, incluidas varias muestras de arte amateur en iglesias y salas de actos de escuelas. La sal del invierno ha corroído las partes bajas del chasis, del mismo modo que en los laterales y los guardabarros han hecho mella su manera de conducir despistada y los golpes producidos por las puertas de otros coches, abiertas sin cuidado en aparcamientos y garajes con rampas en espiral. El de la parte delantera a la derecha, víctima de un malentendido en una señal de stop que había en una intersección de cuatro direcciones, lo recompuso con masilla de relleno uno de sus novios, un tipo bastante más joven que ella que dedicaba sus ratos libres a hacer esculturas con desechos y que se mudó a Tubac, Arizona, antes de que el parche pudiera pulirse y pintarse. De modo que ha quedado de un crudo color masilla, y en otros lugares, sobre todo en el capó y el techo, la pintura, que ha pasado mucho tiempo a la intemperie, a merced de los elementos, se ha desteñido hasta quedarse en un tono melocotón. A Ahmad le parece que su madre alardea de pobreza, de su incapacidad cotidiana para entrar en la clase media, como si fuera un rasgo intrínseco de la vida artística y de la libertad personal tan apreciada por los infieles de América. Con su bohemia profusión de brazaletes y ropa rara, como los vaqueros estampados y el chaleco de piel teñida de púrpura que se puso aquel día, logra avergonzarlo allá dondequiera que aparezcan juntos.
Ese día, en Wayne, coqueteó con el viejo, un secuaz miserable del Estado, que controlaba el examen. Dijo: «No sé por qué cree que quiere conducir camiones. Se ve que se le ocurrió a su imán. A su imán, no a su mamá. Mi querido chico dice que es musulmán».
El hombre del mostrador del centro regional de la Comisión de Vehículos a Motor se mostró perplejo ante ese chorro de confianza materna. «Sin duda supondrá unos ingresos fijos», replicó tras pensar unos segundos.
Ahmad notó que al funcionario le costaba hilvanar las palabras, que con ello gastaba unos recursos interiores que intuyó escasos y demasiado valiosos. Su cara, que percibió de escorzo por estar cabizbajo en el mostrador, bajo los parpadeantes tubos fluorescentes, estaba levemente deformada, como si alguna vez se hubiera contraído por una fuerte emoción y se hubiera quedado petrificada. Aquélla era la clase de criatura perdida con que su madre se complacía en flirtear, a costa de la dignidad de su hijo. El tipo estaba tan entumecido en su telaraña de reglamentaciones que fue incapaz de ver cómo Ahmad, pese a tener la edad para poder examinarse del permiso C, no era lo bastante hombre para repudiar a su madre. Consciente de la falta de decoro de la mujer y de la posible burla, le quitó al aspirante el impreso del examen físico debidamente rellenado e hizo que Ahmad metiera la cara en un aparato para leer, cada vez con un ojo distinto, letras de diversos colores, distinguiendo el rojo del verde y a éstos del ámbar. La máquina medía su capacidad para la conducción de otra máquina, y el responsable de la prueba estaba anquilosado por una especie de ira porque el hacer ese trabajo día tras día lo había transformado en otra máquina, un elemento de fácil recambio en los engranajes del Occidente despiadado y materialista. Fue el islam, es algo que le gusta explicar al sheij Rachid, el que conservó la ciencia y los mecanismos simples legados por los griegos cuando toda la Europa cristiana, sumida en la barbarie, los había olvidado. En el mundo actual, los héroes de la resistencia islámica frente al Gran Satán habían sido antes doctores e ingenieros, expertos en el uso de máquinas como ordenadores, aviones y bombas colocadas en los márgenes de las carreteras. El islam, a diferencia del cristianismo, no teme a la verdad científica. Alá había dado forma al mundo físico, y todos sus aparatos eran sagrados si se ponían al servicio de lo sagrado. De esta manera consiguió Ahmad, entre tales reflexiones, su carnet de camionero. Para la categoría C no hacía falta un examen práctico.
El sheij Rachid está satisfecho. Le dice a Ahmad:
– Las apariencias engañan. Aunque sé que nuestra mezquita parece, a los ojos de un joven, descuidada y frágil en su ornamentación, está tejida con firmes mimbres y construida sobre verdades que han anclado en el corazón de los hombres. La mezquita tiene amigos, amigos tan poderosos como piadosos. El cabeza de la familia Chehab me contó el otro día que su próspero negocio precisa de un joven conductor de camiones, alguien de costumbres puras y fe firme.
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