Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– Kinnear, digo, ¿es alto, bajo, o qué?

Recorrieron las calles cercanas al río. Lyle describió a Kinnear hablando despacio y escuchando con atención, procurando memorizar sus propios comentarios y las apostillas de Burks. Fue como una conversación con un médico que diera cuenta de los resultados de unas pruebas importantes. Las preguntas y sus respuestas flotaban entre uno y otro. Toda una vida parecía girar sobre los goznes de la sintaxis, la inflexión, los detalles gramaticales. Creyó que Buks dijo algo sobre un registro de su voz, pero no estuvo muy seguro del contexto, ni si era o no aplicable a Kinnear. Fue también en parte parecido a sus primeras conversaciones con Rosemary Moore, fotografías de su propia boca, cuando el sentido de los comentarios que ella hizo le eludía no sólo a medida que los hacía, sino también después, en sus intentos por narrarse para sí mismo los particulares de cada uno de sus encuentros. Vio una barcaza en medio de la niebla, quizás en el centro del río, deslizándose hacia puerto. A Burke le relucían los zapatos. Era joven, seguramente más que Lyle.

– Es posible que hagan otra intentona en la Bolsa.

– Eso nos interesaría, y mucho.

– ¿Qué más?

– ¿Qué más de qué?

– ¿Hay alguna cosa que desees saber? -dijo Lyle-. Tienen un sótano lleno de armas recauchutadas. Te las puedo describir si quieres. Tengo esa molesta facilidad.

– ¿Y qué es eso?

– Hago acopio de información compulsivamente.

– Debe de ser una lata.

– Ese tono de voz… -dijo Lyle.

– Anda y que te folle un pez, listillo.

– Veamos: ¿tú eres amigo de McKechnie, sí o no?

– Tú hablaste con Frank McKechnie. Dijo que hablaría con un amigo suyo. Si prefieres creer que mi presencia aquí y ahora es resultado directo de la comunicación de McKechnie, gozas de entera libertad, Lyle. Pero hay una cuestión que me gustaría plantear.

– ¿De qué se trata?

– ¿Será que la vida es así de simple?

– Qué bonito.

– Uno hace lo que buenamente puede.

– No, de veras, muy bonito. Me gusta.

– Muy bien, Lyle.

– ¿Qué me puedes decir de Vilar?

– Puedo decirte que por mí como si te pones a comer mierda pinchada en un palo -dijo Burks.

En el fondo, otro chico de Fordham o de Marquette. Estudios de lenguas y de historia. Deportes de interior. Reverencia a los jesuítas por su sofisticación, por su habilidad analítica. Votaría por los moderados de cualquier partido. Sabe cómo estrangular a un pastor alemán con las cuentas de un rosario.

Lyle caminó a través del centro, hacia zonas más bulliciosas. Empezaba a anochecer. Se hizo a un lado para no chocar con algunas personas que bajaban de un autobús. Una de ellas tuvo un contacto momentáneo con él, y extendió el brazo para evitar la colisión, un hombre de bigote y cabello crespo, que murmuró algo indescifrable. Tenía la cabeza grande, cuadradota. Quita de en medio, tío. Lyle buscó un teléfono público sin dejar de caminar. Empezó a llover con fuerza y las calles fueron quedando desiertas poco a poco. No vayas a ponerle la mano encima a un tipo decente. Encontró un bar, pidió una copa, fue a la cabina telefónica del fondo. Contestó una de las hijas de McKechnie, le dijo que iba a buscar a su padre.

– ¿Y ese amigo tuyo?

– ¿Qué pasa con él?

– Burks -dijo Lyle-. ¿Es así como se llama?

– No.

– Vuelve a llamarle, Frank, y entérate de si sabe quién es el tal Burks.

– Ya lo llamé.

– Vamos, puedes hacerlo por mí.

– Yo ya lo llamé. Asunto zanjado.

– Llámale. Luego te vuelvo a llamar yo.

– Claro, tú vuelve a llamar.

– Te llamo en un cuarto de hora.

– Fijo, Lyle. Cuando quieras.

Volvió a la barra y se bebió la copa a sorbos. Cerca había un hombre con muletas, poco menos que un despojo, al parecer. El sitio era una porquería. Dos mujeres de edad estaban sentadas en el rincón más alejado de la barra. Compartían un cigarrillo. Lyle se terminó la copa. Era demasiado pronto para llamar de nuevo a McKechnie. Pidió otro whisky y volvió al teléfono para llamar a J. Kinnear, y comprendió, con gran sorpresa, que no disponía de ninguna forma de ponerse en contacto con Kinnear. El teléfono estaría obviamente a nombre de otro, y Lyle nunca había pensado en verificar el número del teléfono de la casa de madera, en Queens. Rematadamente idiota. Cuando volvió a la barra vio que alguien pasaba por delante de la puerta, alguien presuroso, bajo la lluvia, un hombre que se cubría la cabeza con un periódico. Sólo fue un atisbo. Mínimo atisbo del bigote del hombre. Poco después entró una mujer y saludó al hombre de las muletas, preguntándole qué había ocurrido.

– Me atropello un conductor experto.

– ¿Le has puesto pleito?

– ¿Qué pleito? -dijo-. Yo estaba junto al bordillo.

– Podrías sacarle un dinero, Mikey. Es lo que hace todo el mundo. Podrías sacar una tajadita bien guapa.

– Fue como si viese a los querubines.

O a un licenciado en Económicas, pensó. Titulado por una de las diez grandes. Cabeza cuadrada, cabello crespo. Autor de un estudio sobre las regulaciones comerciales en la Europa del Este. Hace flexiones apoyándose en los nudillos de las manos.

Lyle recorrió Nassau Street. El distrito era un sector cerrado. Bajo las sucesivas láminas de la lluvia lo vio de ese modo por vez primera. Era una zona sellada, estanca, ajena al resto de la ciudad, como si la propia ciudad obedeciera a un plan para disimular lo que se extendía a su alrededor, la tosca aceptación de la campiña de una podredumbre nada ceremoniosa. El distrito crecía reiteradamente hacia dentro, cada vez más secreto, una teología oculta del dinero, extendiéndose hacia lo más profundo, por sus propios mármoles veteados. Los directores de las unidades acumulaban e incrementaban sus reservas. Los ingenieros daban champú a las cámaras acorazadas. En la cripta más recóndita podría oírse la amplitud del pulso de la historia, un sistema y un rito que sobrepasara las evidencias halladas por medios sensoriales. Salió de un porta! y detuvo el primer taxi libre que le salió al paso, sintiéndose de nuevo inteligente.

Ya en casa tuvo noticias de Kinnear casi de inmediato. Cogió el teléfono de pie, concentrándose a fondo, decidido a entender lo que se ventilaba, las implicaciones, los matices, las sombras, cualquier leve sutileza que pudiera contenerse en la modulación de la voz de J.

– No estoy donde suelo.

– Ya.

– Estaré flotante… yo diría que indefinidamente.

– Antes de eso, una cosa que ha pasado. Hablé con Burks, por si te suena el nombre. Me preguntó por ti.

– No es de extrañar.

– ¿Tú sabes quién es?

– Quizás haya hablado con él por teléfono. Hablé con varios de ellos, no me dieron nombres. Sólo disponía de un número al que llamar. Hablamos exclusivamente por teléfono.

– Le dije todo lo que sé.

– Pues la verdad, Lyle, es que eso ha sido muy inteligente por tu parte.

– Creí que deberías estar avisado.

– Soy una de esas personas acerca de las que habrás leído más de una vez, una de esas personas a las que de continuo se describe diciendo que «desaparecen» o «reaparecen». Por ejemplo, «reapareció en Bogotá cuatro años después». Ahora mismo se impone la primera situación.

Lyle trató de imaginar a Kinnear en algún local concreto, un aeropuerto (pero no había voces de fondo, voces amplificadas) o una casa en un lugar remoto (dónde, en qué habitación), en un paisaje bien definido. Pero en todo momento era una voz, nada más, un zumbido y una vibración que llegaban desde ningún sitio en particular.

– Le pregunté por Vilar -dijo Lyle-. Se negó de plano a decirme nada.

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