Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– Será que no se terminó las verduras.

– Se ha acostado sin su pingüino de Calder.

– ¿Ella está despierta?

– Voy a buscarla -dijo Ethan.

Lyle se volvió a mirar el televisor.

– Así que eras tú -dijo ella-. Te encanta despertar a la gente. ¿Cómo estás?

– ¿Te lo pasas bien?

– Este sitio es magnífico. Claro está que, debo decírtelo… es que él está a metro y medio. Pero es magnifico, así de simple. De noche refresca un poco bastante, diría yo. Sí, un tanto fresquito. Casi como que me estoy muriendo de frío. Pero nos las apañamos. ¿Tú qué tal?

– La ciudad vive una situación de pánico incipiente.

– No me lo cuentes.

– Bueno, ¿y cómo es eso? ¿Árboles?

– Hoy hemos ido a un sitio que era una pasada. Hacían telas, con telares quiero decir, y edredones, y cerámica. Todo lo que te puedas imaginar, ¿sabes? Yo hago como que me gusta, es que él sigue a menos de metro y medio. No, en serio, ¿has visto alguna vez cómo soplan el vidrio?

– No, cuéntame.

– Vale. Es un poco aburrido. No, no lo es. Le tomo el pelo a Ethan. Oye, voy a despertar a Jack. Si es que aún está ahí. Y así hablas con él. A lo mejor ya se lo han llevado en una pequeña cápsula verde.

– Te escucho.

– Haremos todo un acontecimiento. Voy a por Jack.

Aún charlaron un rato más. Ella no fue a buscar a Jack. Cuando colgó, él se quedó viendo la televisión. Pasó el tiempo y cada vez le resultaba más difícil apagar el televisor. Sabía que una depresión inmensa se apoderaría de él entre el instante en que lo apagase y el momento en que por fin se quedara dormido. Tendría que volver a asumir demasiadas cosas. Por eso se le hacía tan difícil apagar el aparato. No podría dormirse de inmediato. Quedaría un hueco por rellenar. Apagar la televisión le causaba un desgarro tremendo. Estaba allí mismo, era parte de la implosión de la luz. La habitación que ocupaba le resultó por un momento desconocida. Tuvo que aprenderlo todo de nuevo. Pero no fue tan terrible como suponía. Sólo una depresión rutinaria, que se apaciguó en él hasta que, al cabo de una hora, se quedó dormido.

4

Rosemary estaba sentada ante su mesa clasificando el correo. Ese entorno había dejado de tener sentido. Él la había visto en camisón, en bragas, desnuda. Se plantaba en la puerta del cuarto de baño y la veía vestirse, una enumeración de verdades eróticas, hasta que ella lo notaba y se daba media vuelta, a punto de perder el equilibrio, para cerrar la puerta con el codo. Ante su mesa, pasando el rato, se maravillaba con la facilidad con que ambos encajaban en sus respectivos resquicios de decoro. La gente debe de ser espía por su propia naturaleza. La mesa, la moqueta eran el colmo del absurdo. Su abrecartas, rasgando sobres con nitidez. Su propio tono de voz.

La esperó al terminar el trabajo delante de su casa. Entraron, tomaron copas durante varias horas. Él la sujetó de la mano, a veces se llevaba las yemas de sus dedos a los labios. Se dio cuenta de que era una terneza.

En la cocina, echó otro vistazo a la fotografía en la que ella aparecía con Sedbauer y Vilar. Estudió el rostro de Vilar. Reluciente, magro, la frente alta, el mentón afilado. La oyó en el dormitorio, oyó desprenderse de su piel la ropa de Rosemary.

Le aguardó ovillada, un vacío animal, el cuerpo blanco, profunda quietud, aquello que él procuraba aferrar con ambas manos, comer. No iba a apremiarla hacia un polvo inmenso y estremecedor, ni a recordar el tacto de sus manos al final de una tarde pasiva, dentro de unos meses, el papel navegando a la vez que su alma vagase por el parqué. Ella estiró las extremidades. Él vio entonces sus pechos, su cuello y su cara, sus brazos, sus manos pequeñas, semicerradas, y la sábana arrugada entre sus muslos. Nunca había visto con tanta claridad qué distinto era del suyo el cuerpo de una mujer. De algún modo, ese hecho se le había hurtado. «Será que estoy borracho», se dijo. En posición supina, ella parecía enorme, a punto de salirse de la pequeña cama individual. Buena cosa, perfecto, profunda quietud, vacío orgánico. Su respiración producía una cadencia perceptible, el rítmico sube y baja del cuerpo, un metrónomo de la calculada lujuria que él sentía. Los pies ligeramente contrahechos. Pequeños bultos, grumos de carne, en los bordes de los pezones. Se desvistió despacio, sabedor de que ninguno de los dos alcanzaría un intervalo de esfuerzo plenamente satisfactorio, ni silbaría un poco, respirando por la nariz, ni diría un nombre, toda perspectiva quemada y arrasada de sus rostros. Ella se tocó las costillas, donde se había posado una mosca. Ese movimiento automático la puso al descubierto fugazmente. En medio de la niebla, él por fin entendió, pero ¿el qué? ¿Había entendido, por fin, el qué? La mosca se posó en el alféizar de la ventana. Él la miró tratando de rehacer su conexión con el cuerpo enorme sobre la cama, la estructura ósea y muscular de un sueño. Había pálidas venas en sus piernas, líneas dejadas por el sol, hendiduras naturales. Con las rodillas en alto, la cabeza más allá de la curva de la almohada, podría estar a medias entregándose a un amante torpe y a medias defendiéndose de él. Él reptó, reptó literalmente entre sus piernas. Luego apoyó los antebrazos sobre sus rodillas en alto y miró el modo en que se le revelaba el pulso en el cuello.

– Dime algo más de George -le dijo-. ¿Qué más hacía, aparte de hacerte reír?

Cruzó la calle hasta la tienda de ¿áramelos escondida en el 77 de Water, una marquesina roja y amarilla, una hogareña nota al pie de la masa de acero y aluminio anodizado. Había grisura por doquiera, la humedad en suspenso, un día del color del propio distrito. Compró tabaco y chicles y se quedó a la entrada de la tienda, bajo la mole del rascacielos, a la escucha de las bocinas de niebla, un sonido que relacionaba con las ciudades extranjeras y con el sexo con las esposas de otros hombres. No le llevó mucho tiempo caer en la cuenta de que alguien r lo miraba fijamente. Un hombre cerca de la entrada al vestíbulo. Chaqueta de sport, de cuadros, una corbata gruesa. Lyle tuvo la impresión de que el hombre deseaba que él echase a caminar hacia allá. Era robusto, juvenil, el mentón tallado a cuchillo, hebras de cabello rizadas sobre la frente. Lyle decidió andar en sentido contrario. A unas dos manzanas, el hombre se puso a su paso. Lyle hizo un alto, a la espera de que se pusiera verde el semáforo. El hombre lo volvió a mirar, claramente decidido a transmitir alguna información tácita, una conexión, un mensaje que contaba con que Lyle percibiera. Recorrieron otra media manzana. Ante ellos, dos mujeres levantaron los paraguas simultáneamente.

– Tú eres el amigo de McKechnie, ¿no?

– ¿Será que la vida es así de simple? -repuso el hombre.

– No hago más que esperar a que la gente me contacte. Hablé con Frank McKechnie de la situación. De lo que saben ciertas personas. Frank habló con alguien para que diera aviso. Esperaba que el contacto se produjese mucho antes. Entretanto, he decidido averiguar todo lo posible.

– Sobresaliente, Lyle.

– ¿Tú cómo te llamas?

– Burks.

– Burks, tu tono de voz no me parece muy halagüeño.

– Uno hace lo que buenamente puede.

– Tienen contactos en la Costa Oeste. Lo sé. Usan matrículas de Ohio, al menos por el momento. Sé el número, si es que lo quieres. Un Volkswagen verde, ¿o ya te lo sabes?

– ¿Qué nos puedes decir de A. J. Kinnear?

– En la actualidad es sólo J. Kinnear.

– Para nosotros, A. J.

– Ahora, sólo J.

– Sólo J. -dijo Burks.

– No sé cuántas personas están implicadas. No sé si tienen unidades o equipos o lo que sea, no te podría decir cómo se organizan. Kinnear es un individuo complejo, creo yo. Están en Queens. Sé el nombre de la calle y el número de la casa.

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