Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– ¿Pinta algo Luis Ramírez en todo este planteamiento?

– No entra, no. Pero no por eso diría yo que no exista.

– ¿Marina está casada con él?

– Podría ser que sí, no lo sé.

– ¿Tiene ella relación con Vilar?

– De ninguna manera.

– En este planteamiento, claro.

– Si no -dijo Kinnear-, Vilar se arrebata por su fervor revolucionario y decide que ha llegado la hora de hacer un gesto definitivo. Dará la vida por la causa. Es perfectamente acorde con su modo de ser. Vilar siempre ha tenido ciertas tendencias. Los derechistas matan a su propio líder, los izquierdistas se quitan la vida. Se lleva por delante a toda la gente que quepa en una zona determinada. En este caso, un golpe soberbio de sadomasoquismo. Se lleva por delante a la mitad de la Bolsa. En sus aspectos superficiales, es el mismo planteamiento que el número uno, aunque sin temporizados George aborta la intentona, etcétera.

– Creo que tiene que haber una razón aparte del fervor revolucionario. Una razón por la que se haya suicidado.

– Eso pregúntaselo a Marina.

– ¿La bomba que le encontraron encima a Vilar tenía un temporizador?

– Ni idea -dijo Kinnear.

– Los periódicos lo habrían dicho. Pero yo no lo recuerdo.

– A mí no me lo preguntes, Lyle. Tú estabas allí.

– Allí estaba yo, correcto.

– Con tu traje bien planchado.

Marina lo llevó esta vez a un tren distinto. Llevaba ropa abolsada, sucia de pintura y barniz. Él la observó sacar un cigarrillo medio doblado de un paquete que llevaba en el bolsillo del pantalón, inclinándose mucho de costado a la vez que conducía con un tráfico intenso. La venganza, pensó. Ella sería del tipo de las que se dedican a extraer satisfacciones a cambio de alguna maldad. Trabajaría a niveles puramente personales, a pesar de las abrumadoras referencias a los movimientos y los sistemas. Era algo que probablemente estaba en el centro de su vida misma, la voluntad de zanjar cuentas pendientes y deshacer entuertos, sin más. Las pasiones coercitivas a veces contaban con un elemento estabilizador en el medio. Vengarse, en cierto modo, era sencillamente igualar, buscar un equilibrio requerido de antemano. Entrañaba algo de previsión, precisión en la escala. Lyle la vio acercar una cerilla encendida al cigarrillo medio doblado. Nunca se había sentido tan inteligente con anterioridad. Su implicación empezaba a suscitar una respuesta agudizada. No tenían una organización, un liderazgo visible. No obedecían a un plan visible. Llegaban de ninguna parte, podrían largarse mañana mismo. Lyle creía que eran esas corrientes libres de toda forma y constricción lo que le resultaba mentalmente tan estimulante. No daban indicio de pertenencia, de ser miembros de nada. En realidad, tampoco tenían una nacionalidad.

Aparcó cerca de la estación.

– ¿Qué te ha dicho J.?

– Que ha habido una infiltración.

– Eso creemos.

– Sí, dijo que era una sensación.

– ¿Tú sabes de que color tiene el pelo?

– Me encanta.

– Es uno de esos pelos que cambian gradualmente de color, un poco cada día. Hasta que te enteras.

– Se lo tiñe según se peina.

– Antes era orientador -dijo ella-. ¿Sabes algo de eso?

– Nada.

– Era orientador en un grupo en las montañas, no sé muy bien dónde, por el oeste. Sesiones de grupo.

– Encuentro.

– Encuentro -dijo ella-. Eso era, exacto. Él dirigía las sesiones. Allí todos encontraban a Dios, etcétera.

– Es allí donde vive Él, ¿sabes?, en las montañas.

– ¿Que más puedes aportar?

– Nada -dijo él.

– ¿Nada, siquiera sobre un secuestro? ¿Sobre su implicación con un grupo de Nueva Orleans?

– No.

– Pero él te comentó lo que habíamos hablado.

– La desinformación.

– Si recibes una llamada telefónica y oyes mi voz, y notas que farfullo y tartamudeo, y te digo que creo que me he equivocado de número, y si entonces te digo el número que quería marcar, anótalo y memoriza la primera, tercera, cuarta, quinta y séptima cifra. Las volverás a oír a su debido tiempo.

– Primera, tercera, cuarta, quinta y séptima.

– El resto es pan comido -dijo ella.

Más tarde fue a Centre Street. En el juzgado de guardia había policías de uniforme y de paisano, que ocupaban las primeras filas de la sala, y unos sesenta familiares, amigos o conocidos del acusado y de las víctimas, repartidos por todas partes. No había un juez en esos momentos. Lyle contempló a una asesora legal, una joven con una sudadera en cuyo frente aparecía el nombre de J. Edgar Hoover. Hablaba con las personas sentadas por toda la sala, con otras apiñadas en los pasillos, abogados kafkianos, carroñeros. Entró un juez y cada cual adoptó la actitud que más le conviniera. A medida que se daba audiencia a cada caso, mediaba una sensación general de hombres y mujeres esforzándose por entender lo que se ventilaba, qué tuerzas eran exactamente las causantes de esa crueldad, de esa ruina. Un policía se volvió en su asiento bostezando. Pasaba con mucho de la hora fijada por Kinnear. Lyle miró a la mujer, que departía con tres negros en una de las esquinas más alejadas de la sala. Tendrían veintipocos años, uno de ellos ocupaba una silla de ruedas. Lyle aguardó aún media hora, las voces a su alrededor resonaban como si las generase una máquina, juiregulador de destinos truncados.

Ya en casa se bebió dos vasos de agua con hielo. Se puso a llamar a McKechnie a pesar de la hora que era, y sólo entonces recordó que la mujer de Frank estaba enferma, que su hijo mayor se comportaba de una manera extraña, que tenía problemas, problemas. Cerró todas la ventanas y encendió el aparato de aire acondicionado y el televisor del dormitorio. Todas las luces estaban apagadas. Fumó, vio un documental sobre el soplado de vidrio, con música desenfadada. Intentó imaginar qué estaría haciendo Kinnear en esos precisos momentos, qué haría al día siguiente, a quién llamaría, adonde iría, cómo llegaría allí. Costaba trabajo hacer encajar a Kinnear en un contexto imaginario. Lyle no lograba recolocarlo, inventar el tipo de individuos que pudieran acompañarlo, ni siquiera precisar su verdadero color de pelo.

Ocupaba un espacio que se plegaba sobre sí mismo, un especial nivel de conclusión. Más allá de lo que Lyle había visto y oído, Kinnear se evadía a todo patrón de existencia.

Lyle cambió de canal, una película sobre un hombre sospechoso de malversación de fondos. La esposa del hombre, un personaje secundario, llevaba blusas con escote generoso. Tenía los labios pintados de un tono intenso, sacaba los cigarrillos de una pitillera de plata y los golpeaba contra la tapa, totalmente aburrida por el delito de su esposo. Ese punto sexy y pasado de moda a Lyle le parecía atractivo. Siguió viendo la película, a la espera de los momentos en que apareciera la mujer con sus blusas escotadas. Cuando terminó la película comenzó a cambiar de canal a cada diez o quince segundos, bebiéndose un whisky a la vez. A las tres de la mañana llamó a Pammy a la Isla del Ciervo.

– Ethan, soy Lyle.

– Dios del cielo, tío.

– No me digas que te he despertado. No te he podido despertar.

– No, qué va, estaba leyendo.

– Te llamo desde Nueva York.

– Junto a la chimenea -dijo-. Fingía leer junto a la chimenea.

– Reina en la ciudad una situación de pánico incipiente. Invasión de extraños seres. Mientras te hablo hay objetos voladores en el aire.

– No sabes qué poca gracia tiene todo eso.

– La verdad es que creo que sí.

– Jack dice que esta noche vio un ovni. Como es natural, nos mostramos un tanto escépticos. Jack está molesto. Nadie se lo ha creído.

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