Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– Se equivoca.

– Creo que está incluso preparado para que sea algo más o menos permanente, aunque se me escapa, te lo aseguro, cómo se propone resolverlo en términos financieros.

– ¿Qué es lo que miras mientras te hablo? No me lo puedo creer, Pam. Te estoy contando mi vida y tú te enfrascas en los prismáticos, estás en otra parte, no me haces ni caso.

– Era una foca, pero me parece que se ha ido.

– ¿Ha vuelto la foca?

– Ha vuelto la foca, sí, pero está otra vez, me parece, a la vuelta de aquel saliente.

– Sólo que no es una foca -dijo él-. Es un hombre rana que nos espía.

Pammy se tendió en la cama, temblando, ovillada, alejándose de la fuente de la luz. Procuró convencerse de que se iba a dormir en cuestión de segundos. Desfilaban por su cabeza los momentos, los episodios.

Más tarde despertó y oyó a Ethan en la cocina. Tosía ruidosamente, con flemas que esputaba después. La cama estaba inundada de luz solar. Apartó las mantas, desparramó el cuerpo para despertarlo sobre una sola sábana, relajándose ante el calor absorbente.

Había pasado años oyendo decir a gente de todo tipo y condición, aquí y allá, una misma cosa: «Tú haz lo que te dé la gana mientras no hagas daño a nadie.» Decían: «SÍ las dos partes dan su consentimiento, hazlo, da igual qué sea.» Decían: «Todo lo que te pueda gustar, mientras los dos queráis hacerlo y nadie se haga daño de ninguna clase, se puede hacer sin problema. Da igual qué, da igual con quién.» «Todo lo que te pueda gustar», decían. Decían: «Sigue el dictado de tus instintos, sé tú misma, haz realidad tus fantasías.»

6

Lyle no había estado allí desde hacía bastantes años, en el Lower East Side, ese pantecnicón de etnias, calles, personas, la historia de un sufrimiento impecable. El coche estaba aparcado en una bocacalle, cerca del puente de Manhattan. Marina puso los brazos sobre el volante y se inclinó, apoyando la cabeza, los ojos vueltos a la derecha, mirando a Lyle. Casi había anochecido. Cinco botellas, arrojadas desde un tejado cercano, se estrellaron contra la acera en intervalos de diez segundos. Los ojos de Marina revelaban un leve divertimento.

– Con un poco de gasolina, habría sido un acto político.

– Tal como ha sido, ¿qué es?

– Mero desorden público -dijo ella.

– Me pregunto contra qué blanco tiran.

– La botella es el blanco. Se trata de romper la botella.

– Eso es puro zen -dijo él.

– Si funciona, lo probamos.

– La botella es el blanco, maestro.

– Pues sí, zen, ¿por qué no?

Marina tendría unos siete años más que él, calculó Lyle, y ese día, por primera vez, daba muestras de cierta propensión a sentirse a sus anchas, no tan rigurosa en sus convicciones, o menos dispuesta, en todo caso, a localizar cualquier transformación dentro de una estructura absoluta.

– ¿Adonde irá J.?

– No demasiado lejos -dijo ella-. No es fácil eso de desaparecer cuando tus lugares y rutas seguras se te han cerrado en las narices. J. no tiene dinero. No puede tener amigos, o no muchos, y, en cualquier caso, ¿quién tendría ganas de echarle una mano?

– ¿Qué sucede entonces? ¿Disciplina terrorista?

Ella continuó mirándole sin decir nada. Lo cual decepcionó a Lyle. Había tratado de hacerle hablar sobre ciertos aspectos de la situación de Kinnear, del pasado y del presente. El experimento, como j. lo denominaba, no era obviamente un caso de infiltración en el sentido convencional del término. Con todo, Lyle creía que existía un elemento de premeditación. El propio J. lo había introducido; se había infiltrado, a un nivel consciente, mucho antes de que decidiera contactar con Burks o con la agencia a la que Burks representase. Su revelación «selectiva» de información meramente venía a confirmar la existencia material del espacio que había querido ocupar, la geografía compleja, puntos de confluencia y de peligro. Todas esas especulaciones a Lyle le parecían absorbentes, por eso tenía la esperanza de que Marina aportase datos concretos que dieran más consistencia a sus conceptos. Se trataba de encajar las piezas humanas en los huecos del tablero. Era una actividad apasionante. Era posible que Kinnear hubiera sido un agente, de espíritu, durante una veintena de años. Funcionaba simultáneamente a dos niveles. Contrapeso. Su vida se basaba en líneas de fuerza tendentes a generar el equilibrio. Todo tenía un efecto retardado. No podía actuar, siquiera dar un paso, sin sopesar conjuntos enteros de implicaciones. Todo eso había terminado. Desmoronamiento interior. Era posible que hubiera presionado en exceso, que lo hubiera hecho con toda la intención.

– ¿J. es homosexual?

Ella no lo sabía.

– ¿Cabe la posibilidad de que se entregue, de que estampe su firma en la línea de puntos?

Gesto de indiferencia.

– ¿Lo pueden matar? En caso afirmativo, ¿cuándo?

– Olvida todas tus dudas.

– Sí, lo van a matar.

– No es una cuestión de urgencia -dijo ella-. Tenemos otras cosas de qué ocuparnos.

Se apartó del volante y se acercó a Lyle con torpeza, dejando la pierna derecha en medio e impidiendo así el efecto que buscaba, una intimidad forzada, el intercambio de compromisos intensos. Por último le tocó la cara con ambas manos. Fue tal el contacto que sembró un cruce de canales, un camino de reciprocidad inmediata. Tenía la mirada fija, un punto enloquecida, de nuevo un efecto indeseado. Era interesante, siempre lo era, que le tocase una mujer, la primera vez, cuya mente uno sabe que circula por líneas distintas de las propias, que vive de acuerdo con otro mapa radicalmente distinto.

– ¿Estamos cerca de algo?

– A punto de llegar -dijo ella.

– ¿Tenemos a un Vilar en esto?

– Tendremos a alguien más que dispuesto.

– ¿Es posible que reciba instrucciones de tu hermano?

– Querrás decir que se haya preparado.

– Es que me sentaría fatal que algo detonase antes de lo previsto.

– Vilar está confinado por completo, privado de toda comunicación con el exterior. Ha intentado suicidarse varias veces. Lo tienen sujeto a vigilancia las veinticuatro horas del día. Antes que seguir en la cárcel, Vi-lar se quitará la vida. Es cuestión de tiempo, nada más. Es el acto que lleva toda la vida ensayando. Antes morir que la justicia del cerdo. Ése es el destino de nuestra clase.

Volvió a ocupar su sitio en el asiento y miró por la ventanilla los desechos en la calle. Otras tres botellas se estrellaron contra la acera a media manzana de allí, de nuevo en intervalos de diez segundos.

– Pero tienes a alguien.

– Por descontado.

– ¿Fabrica bombas?

– Falsifica pasaportes -dijo ella.

Era de noche. Un grupo de hombres y de jóvenes apareció en la esquina opuesta, riendo. Tres se separaron del grupo y se dirigieron al coche, meros adolescentes, uno con una botella entre las piernas, caminando como un pato.

– Así que espero.

– Será pronto, Lyle.

– Lo hacemos de la misma manera, ¿no? Yo le abro el paso a tu hombre, le franqueo la entrada en el parqué, será mi invitado. Deja lo que tenga que dejar. En plena noche, estalla.

– Hablaréis.

– ¿Quién es?

– Todavía no -dijo ella.

– ¿Soñaste alguna vez que encontrarías a otro George con tanta facilidad?

– Es propio de los americanos.

– ¿El qué?

– Es igual que los ingleses, que nunca dejarán de ser unos chiquillos. Los americanos están condenados a realizar actos heroicos.

– Qué comentario tan irónico, señaló él -dijo Lyle.

– Decide tú mismo cuál de las dos enfermedades es peor.

Le sonreía. Los tres chicos pasaron por delante del coche, mirando al interior, y se fueron por el solar vacío. Ella parecía esperar a que Lyle bajara del coche. Un hombre con unos pantalones demasiado grandes y una camiseta llena de agujeros se acercó al coche por el lado del conductor. Marina dijo algo en español. Luego miró a Lyle. El hombre había vomitado poco antes. Sin apartar los ojos de Lyle, dijo algo más y el hombre se largó.

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