Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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– La botella es la diana -dijo Lyle-. Me lo repito como recordatorio. Además, me sosiega.

– Pronto hablaremos.

– Voy a bajar, ¿es eso?

– Sí.

– Y a caminar.

– Primero un paso, luego otro.

– A lo mejor podrías dejarme en Canal Street, si vas en aquella dirección, o en cualquier punto cercano a la parte baja de Broadway.

– Es mejor aquí mismo.

– O en Chinatown -dijo él-. A lo mejor hace tiempo que no vas por allí. Es una parte interesante de la ciudad.

Cuando llegó a casa, vació el contenido de sus bolsillos sobre la cómoda. La cartera, las llaves, el bolígrafo, el cuaderno de notas. Las fichas de transporte a la derecha de la cómoda, los centavos a la izquierda. Se comió un bocadillo y salió con una copa al terrado. En una de las mesas estaban sentadas cuatro personas de avanzada edad. Lyle se acercó al pretil. El ruido de las calles llegaba incierto, asordinado, una densidad subacuática. Los aparatos de aire acondicionado, los autobuses, los taxis. Más allá de eso, algo indiscernible: el tono sin connotaciones que parecía emanar de las calles mismas, que estaba presente incluso aunque no hubiese tráfico, en los amaneceres más callados. Era una perturbación innata, de baja frecuencia, en la materia misma de la ciudad física, un rugido espectral. Sostuvo la copa más allá del murete. Los demás habían guardado silencio desde que llegó. Dejó caer la copa con la mano derecha para cazarla con la izquierda. Hubo una fracción de segundo en la que ninguna de las dos manos rozó siquiera el cristal. Resolvió hacerlo cinco veces más, extendiendo la distancia entre las manos un poco más a cada vez, antes de bajar a su piso.

Estaba en la cama cuando llamó Kinnear.

– Tendrá que ser breve, Lyle.

– Estoy despierto, pero por los pelos.

– ¿En qué situación estás?

– Marina está más o menos decidida a localizarte. No creo que por ahora tenga ni idea de dónde puedes estar, al menos que yo sepa. Sigue con ganas de hacer lo de la Bolsa.

– ¿En qué situación estás, en dólares y centavos?

– ¿Andas necesitado?

– Me anticipo.

– ¿Cuánto necesitas?

– No lo sé con certeza. Hay diversas variables. Sólo quería precisar si estarías dispuesto a ayudarme y secundarme.

– ¿Te parece oportuno que retire una cantidad y que espere a saber de ti?

– Retira mil quinientos ahora, buena idea, en caso de que todo esto se materialice durante el fin de semana, lo cual podría entrañar problemas para conseguir fondos.

– ¿En dólares americanos?

– Buena pregunta.

– Hay una oficina de cambio cerca de mi banco.

– No, que sea en dólares americanos.

– ¿Podrás cambiarlos con facilidad?

– En dólares americanos está bien, Lyle.

– ¿Y dices que tienes mucha prisa?

– Fíjate cuánta. Adiós.

Al día siguiente, a Lyle lo llamaron por megafonía cuando estaba en el parqué y le hicieron entrega de un telegrama enviado desde la localidad, con tres palabras -nueve uno cinco- y el nombre del remitente, DESINFO.

Al día siguiente al día en que recibió el telegrama experimentó lo que en principio se le antojó una especie de variante del deja vu. Se terminó el almuerzo y se plantó en la puerta de un restaurante que hacía esquina, desde donde atinaba a ver, en ángulo agudo, al hombre ya viejo y flaco que a menudo aparecía delante de! Federal Hall con un cartel escrito a mano, de contenido político, sujeto encima de la cabeza, para regocijo de quienes se hubieran congregado en las escaleras. Lyle se estaba limpiando las uñas subrepticiamente, con un palillo que había tomado de un vaso situado junto a la caja registradora del restaurante. La paradoja de la materia que refluía hacia sí misma. En este caso no había ninguna ilusión implicada. Había estado en ese mismo punto no hacía todavía mucho, a la misma hora del día, haciendo exactamente lo mismo que ahora, la mirada fija en el viejo, cuyo cuerpo se alineaba a la perfección con el filo de una sombra en la fachada del edificio frontero, el cartelón sostenido en el mismo ángulo, el suceso convertido en una réplica sin vida por medio de la impregnación estructural, el mineral que suple la materia anterior. Lyle decidió esparcir el contenido dirigiéndose hacia el hombre en vez de volver a la Bolsa, tal como sin duda hizo ¡a vez anterior. Primero leyó la parte posterior del cartel, la que daba a la calle, y recordó su tenor. Luego se sentó en las escaleras con "otra media docena de personas, y buscó el tabaco en los bolsillos. Burks estaba en la otra acera, cerca de la entrada de la Banca Morgan. La gente volvía a sus trabajos poco a poco. Lyle fumó durante unos momentos, se levantó y se acercó al de la pancarta. Las láminas de madera que afianzaban los bordes del cartel se extendían casi veinte centímetros, con lo que el hombre tenía sendos asideros. Burks parecía entristecido, con los brazos cruzados.

– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto -preguntó Lyle-, sujetando el cartel?

El hombre se volvió para ver quién lo interpelaba.

– Dieciocho años.

Le corría el sudor por las sienes, por el pálido perfil de su piel sonrojada. Gastaba traje, pero sin corbata. La vida que hubiera en su mirada se había disuelto. Se había adueñado de su propio espacio, un mundo en el que las personas eran bajorrelieves labrados en la roca. Le tembló un poco la mano derecha. Le hacía falta un buen corte de pelo.

– ¿Dónde, aquí mismo?

– No, antes no estaba aquí.

– ¿Dónde estaba antes?

– En la Casa Blanca.

– ¿En Washington?

– Me obligaron a largarme.

– ¿Quiénes le obligaron?

– Haldeman y Ehrlichman.

– No le permitían plantarse ante la verja.

– Los bancos dieron aviso.

Lyle no estuvo seguro de por qué hizo esa pausa, por qué se paró a hablar con el hombre. A lo lejos percibía una estrategia. Tai vez quisiera fastidiar a Burks, quien obviamente esperaba para conversar con él. Desdeñar a Burks para conversar con un teórico enemigo del Estado fue algo que le agradó. Entró en su campo visual otro hombre, un tipo de mediana edad, fornido, con el traje algo grande, unas gafas incongruentes, modernas, como de diseño. Lyle se volvió y se fijó en que Burks ya no estaba.

– ¿Por qué sostiene el cartel sobre la cabeza?

– La gente de hoy en día.

– Quieren quedarse perplejos.

– Justamente.

Lyle no sabía qué hacer a continuación. Mejor esperar a que uno de los otros diera el primer paso. Retrocedió para estudiar la parte delantera del cartel, que nunca se había parado a leer hasta ese instante.

Historia reciente de los obreros del mundo

1850-1920, aprox. Amputación de las manos a los obreros de las plantaciones de caucho del Congo por no cumplir con ¡as asignaciones de trabajo. Fotos en la caja fuerte del Banco de Inglaterra. Surge el capitalismo.

la edad industrialTrabajo infantil, accidentes, muertes.

Crueldad = beneficios. Barrios obreros en Glasgow, Nueva York, Londres. Pobreza, enfermedades, desmembración de las familias. Huelgas, boicoteos, etc. – tropas, policía, órdenes judiciales. Amarga cosecha de la Rev. Ind.

mayo de 1886Revuelta de Haymarket, en Chicago. Los antidisturbios asesinan obreros, 10 muertos, 50 heridos, explosiones de bombas, fuego a discreción.

septiembre DE 1920Estallido en Wall Street, autor o autores desconocidos, 40 muertos, 300 heridos, quedan huellas en el muro del edificio de J. P. Morgan. Triste recordatorio.

febrero de 1934Fuego de artillería en las calles de Viena, bombardeo de las casas de los obreros, un millar de muertos, entre ellos 9 líderes socialistas ahorcados. Alzamiento de los nazis. Víspera de la Segunda guerra mundial, etc.

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