– ¿Y Ethan?
– En Stonington, de compras.
– Yo acabo de hacer la compra.
– Él quería pescado.
– No le vi pasar. Supongo que estaba en el mercado.
– ¿Qué te apetece hacer?
– ¿Vamos al prado? -dijo ella.
– No hay nada que hacer.
Caminaron por la playa. Jack iba descalzo, a paso ligero entre las rocas, aguantando unos leves dolores furtivos, la cabeza agachada, las manos bien separadas de los costados. Era un poco más bajo que Pam, la fuerza de su cintura escapular y de sus piernas fácil de discernir por la camiseta y los téjanos cortos que llevaba. Ella lo siguió para rodear una gran roca que sobresalía, tratando de juzgar hasta qué punto eran resbaladizas las piedras mientras avanzaba a saltos, con cuidado, de una a otra, rozando las olas. Caminaron otro centenar de metros hasta unas escaleras de madera que ascendían a un prado anchuroso, en algunos trechos la hierba alta hasta la cintura. Había un cartel: propiedad privada. Era un cuadrado de pasto, cercado de árboles por tres lados, la bahía al oeste. Pammy se tumbó y se desabrochó la camisa. A esa hora, el sol alcanzaba prácticamente todos los rincones del prado.
– Ya no estoy abatida.
– La hierba pincha. No es como la de las películas.
– Se nos ha olvidado el queso, la fruta, el pollo, el pan y los dos tipos de vino.
– Yo antes pensaba en la hierba e imaginaba un picnic -dijo él.
– He estado abatida en secreto. Ahora lo puedo contar. Quería ligar un bronceado agresivo. Vine aquí en busca de eso, ni más ni menos. Un intenso bronceado. Las señoras de mediana edad a veces lo consiguen. Es como si se te pusiera la piel tan apergaminada y tan bronceada que casi rozase el negro. Ese aspecto de cocción que se tiene a veces. Como si te sintieras inmensamente sana, fenomenal, pero te parecieras más bien a un ser, cómo explicarlo, quién es ese desenterrado con esas arrugas tan raras. Yo quería hacerlo una vez en la vida, pero como soy idiota no me di cuenta de que éste no sería el sitio adecuado. Por eso me voy a relajar y voy a superar mi abatimiento, y conseguir lo que se pueda, un tenue tinte rosado.
– Buena suerte.
– Túmbate en la hierba.
– Es que está llena de cosas.
– Vamos, Laws, tiéndete, sé uno, fúndete.
– Me dices que me una a la hierba.
– A la tierra, al terreno.
– A la tierra, al ser, al tacto.
– Fúndete -dijo ella.
– El aire, los árboles.
– Siente el viento.
– Las aves, volar, mira.
– Ala, pico.
– El sonido que emiten, las llamadas.
– Allá en el cielo.
– Son sonidos, charlas.
– Gaviota blanca, mucho aire para batir las alas.
– Anda, vuela sobre el agua ancha y llega a la tierra de Mamu, el oso.
Se incorporó un instante para quitarse las playeras, se desabrochó los téjanos, se los quitó con la ropa interior dentro, se los deslizó hasta los pies, un rechazo ejecutado a pedir de boca, para sacar el cuerpo al final de la camisa, que dispuso bajo ella antes de tumbarse de nuevo con los brazos pegados a los costados. Jack se puso en pie para desvestirse. A ella le gustó verlo recortado contra el cíelo, definido de ese modo, nítido, sin estorbos, los tonos de la carne una perfecta compensación, una gradación sardónica y rebajada, de ese azul tan extravagante. Un tópico, pensó ella. El cuerpo musculoso contra el cielo. Imágenes fascistas de porno blando, habría dicho Ethan. Pero qué caramba, tiene gracia mitificar las cosas.
– Desvestirse.
– ¿No te encanta?
– ¿Qué tendrá el desvestirse, aparte de salirse de ia ropa que uno lleva?
– Lo sé -dijo ella.
Levantó una pierna, procurando rozar el testículo izquierdo de jack con el dedo gordo del pie. Él se cubrió fingiendo con ironía estar espeluznado, y soltó un chillido. Brisa ligera.
Yacieron uno junto al otro, comenzaron a sudar un poco, de manera satisfactoria, a medida que el día alcanzaba su momento de máximo calor. Ella se incorporó apoyada en un codo, mirándolo. La hierba era todo un problema. Picaba, se clavaba en la piel.
Había de ser un acontecimiento sereno, sexo placentero, llevadero, facilísimo, entre amigos. La tensión que existiera quedaría blandamente rebajada en un mutuo apaciguamiento, un endulzamiento, clemente hasta sobrepasar el filo de la extrañeza, las incoherencias aparentes. El niño que Jack en el fondo era, eso iba a buscar ella, el inocente estrellado, desviado, desarraigado, dado a las visiones. Tenía que ser un acontecimiento preñado de simpatía.
Ella le rozó la barriga con el dorso de la mano. Jack la miró con cuidado, sondeando sus intenciones, como una pregunta que se formulase a las almas de ambos, la armadura, el meollo del respaldo, de su libre discreción respectiva. Le puso la mano en el hombro y la bajó a lo largo del brazo, hasta que se encontró con su mano. No es que la guiase, sino que más bien la acompañó.
Durante un rato fueron un conjunto de humores con ganas de jugar. Garabatearon cada uno en el cuerpo del otro. Se tocaron con respeto reverencial. Investigaron la meticulosidad con que las personas tratan de zafarse de años de privación emocional y sensorial. Por fin, los dos parecían decirlo al unísono: se nos permite resolver este misterio. Eso formaba parte del principio de infantilismo que ella quiso establecer como nivel de percepción reconocido por ambos. Con una curiosidad ligeramente piadosa, los dos manejaban, planeaban. Era la elaboración de una idea común, del amante de las fantasías. Eran los dos lentos y concienzudos, tratando de ponerse a la par del tempo de sus invenciones respectivas, puramente mentales, las manos que buscaban una plástica consistencia.
Ese intervalo no tardaría en pasar, esas abstracciones a media tarde, el manso amor al tacto, la superficie misma de contacto.
Jack se sentó de costado, apoyado en el brazo izquierdo, la pierna izquierda extendida y la derecha flexionada. Pammy se arrodilló apoyada en su cadera, en el hueco hondo formado por la cadera misma y el muslo curvo, una mano en su regazo, agazapada, inmóvil, la otra acariciándole la cabeza, la nuca, el mechón, la blanca señal de algo, el secreto tribal de Jack, su sentido, lo que tan prístino lo hacía ser. Con una pose casi clásica sobre la hierba, mantuvo la cara alejada de ella. Extraña la blancura antinatural, el tono puro de tiza, parecía, molida y mezclada con agua, la suerte de defecto transformador que hace que algo (por decirlo con tosquedad, pensó ella) suba de precio. Repasó la zona con el pulgar, pocos centímetros cuadrados, sintiendo cómo el cabello volvía a su sitio a su paso. Lo tenía bien cortado y mejor peinado, de una textura inequívoca.
Él se puso en pie y se plantó sobre ella, Jack con su polla enhiesta, trozos de hierba y de tierra pegados a la parte inferior del cuerpo.
De espaldas, llevó los pulgares a sus pezones. Tenía la cara colorada y húmeda, y parecía hallarse en un estado intermedio, parecía preguntarse, maravillado, o parecía haber olvidado algo.
Tras él, de costado los dos, ella se adelantó y elevó la pierna de él por encima de las suyas. Hubo un mínimo colapso en el formato y ella se acomodó bajo él, apoderándose de todo, tratando de abrirse camino, de cancelar toda diferenciación entre las superficies.
Se puso de nuevo a horcajadas sobre el pecho de él, las rodillas hincadas en sus sobacos. Le obligó a pegar más los brazos a su cuerpo y se encajó, empujó con las rodillas, desequilibrada, llenándose, adentrándose, tensándose, entrelazándose.
El aspecto y carácter de las zonas corporales, los nombres, la líquida fricción. Tenuemente ella buscó frases que designaran tales configuraciones.
Boca abajo sobre su propia camisa, notó las manos de él presionarle las nalgas, redistribuir la masa, abrírselas para deslizar la polla sobre ambos bordes de la mella. Ahí, a saber cómo, el objeto que desprendía energía era su camisa. Logró levantar la pelvis a duras penas, contrapesando la presión gravitatoria de su cuerpo, y metió la mano bajo la camisa, bajando entonces el cuerpo encima, despacio, el brazo izquierdo a modo de palanca, la mano derecha aferrada a la camisa, metiéndose un puñado entero en la entrepierna. Jack se fue cuando ella cerró las piernas sobre la camisa y rodó de costado, con las rodillas levantadas, la camisa colgada de la hendidura en la que se habían unido sus muslos.
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