Don Delillo - Jugadores

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Por primera vez en castellano, una de las novelas más emblemáticas del maestro de la ficción norteamericana.
Pammy y Lyle Wynant son una pareja atractiva, moderna, que parece tenerlo todo. Sin embargo, tras su vida `ideal` ronda un tedio persistente y una desesperación contenida que les llevan a vivir aventuras diferentes, pero igual de letales. Insólitos en su terca normalidad, estos fríos `jugadores` se enfrentan diferentes a la violencia que los rodea y que han contribuido a crear.
El terrorismo y el lado más oscuro de la clase adinerada contemporánea y su profundo descontento, son la base sobre la que se sustenta esta ácida y curiosísima novela…

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Así, derecha e izquierda. La pierna, el dedo índice, el testículo, un pecho. Así, cruzándose por encima. El reacomodo de partes distribuidas al azar en algo hecho o improvisado por ambos. Por un tiempo parecieron los factores esenciales: la colocación, el peso, el equilibrio. El significado de la derecha y la izquierda. Las transposiciones.

Cruzado de piernas, Jack miraba. Ella se refrotó repetidas veces la camisa entre los muslos, aflojando la tensión de las rodillas con la presión y la fricción quirúrgicas. Se abrió entera hacia él, un punto paranoico, respirando cual si la meciera una corriente transversal de agotamiento y de necesidad, vacíos sus ojos de intención.

Ya había dejado de ser un acontecimiento diseñado para sorprender los placeres conocidos. Él se acercaría a ella y ella le tendería la mano a ciegas. Se pisarían el uno al otro, ella con la mano sujeta a la nuca de él. ¿Quiénes eran, tumbados de ese modo el uno sobre el otro, reencajándose, apretándose, comenzando a funcionar de nuevo? Su cuerpo de nadadora se arqueó contra el de él. El Jack de Ethan y Pam. De vez en cuando, ingrávida, pudo rasgar el velo y penetrar el otro lado, estudiar su propia implicación, prácticamente liberada de todo pánico, de la manipuladora administración de su propia sensación de lo adecuado, de lo que concuerda en la observancia de la razón. Duró sólo unos segundos. El resto fueron tinieblas, una obturación de la luz sobre temas extraños. Ella quiso darle salida en largos mecimientos, campanadas. Lo que le acometió, la indecible ordalía de ese placer, evolucionaría sin intervención ninguna, una secuencia que la transportase, consistente en quedarse atrás y en recobrar acto seguido el terreno perdido con su propio cuerpo, su transcurso preventivo, la exaltada violencia de sus sentimientos, los reabastecimientos que abruman el mortal faenar de los sentidos, empapándolos de los misterios de los músculos y la sangre. Ese segmento de terminación fue «factual», de un solo sentido, y ella lo iba a cerrar, aplastar, saciar, con un acceso de hipo.

Jack estaba sentado sobre la hierba, siguiendo con la mirada un ave de gran tamaño, un cormorán seguramente, que trazaba un arco sobre la bahía. Pammy se vistió mirando a Jack, preguntándose para sus adentros por qué estaba tan pendiente de él. ¿Era porque lo que habían hecho tuvo menor efecto en ella que en Jack? ¿Era por pensar que Jack podría irse de la lengua? ¿Era por suponer que Jack estaba molesto, que ya se estaba arrepintiendo? Tenía el cuerpo dolorido casi por todas partes. La tierra misma le había dolido. Maldito terreno. Se preguntó si llegaría a tornarse tan compleja como para que alguien le preocupase sin tener en consideración las razones posibles de ese concernirse.

– ¿Y mis zapatos?

– No traías zapatos.

– No vine con zapatos, cierto.

– Te lo digo de veras.

– No vine con zapatos -dijo él.

– Lo cual explica cómo tienes los pies.

– ¿Cómo, con cortes?

– Magullados -dijo ella.

Él se vistió y empezó a andar a la pata coja mientras se examinaba el otro pie. Pammy estaba arrodillada, atándose la segunda zapatilla. El esfuerzo de ponerse en pie se le antojaba excesivo.

– ¿Por dónde volvemos?

– No sé, pero supongo que más vale que echemos a andar.

– Supongo -dijo él.

– ¿Y qué decimos?

– Que estuvimos aquí, si es que lo pregunta.

– Dimos un paseo.

– Estamos, cómo diría, un poco alborotados.

– Mira, un crucero.

– Dimos un paseo hasta el prado.

– ¿No lo ves, con sus tres mástiles? No te apures. Dimos un paseo, eso es todo.

– Claro, tal que asi.

– Pues sí, tienes un par de arrugas en la camisa. No pasa nada, Jack.

– Qué hipo.

– ¿Por dónde?

– ¿Fuimos al prado y qué? Nos hemos pasado todo el tiempo mirando un crucero.

– No hay problema, Jack.

– No, para ti no lo hay

– Mira, estuvimos hora y media haciendo chipi-chapa. Saqueamos un cementerio. ¿Qué más da? No va a interrogarnos, te lo aseguro. Apaleamos a los cachorros de foca hasta matarlos, para quedarnos con sus pieles.

– Ethan es responsable de mí. Está deseoso de serlo. Lo acepta.

– Jack, no pasa nada.

– No tengo humor para armar ahora un jaleo con Ethan. Él lo acepta, sea lo que sea. Mi vida entera. Está deseoso de ser responsable.

Ella cayó en la cuenta de que se le había puesto una cara, fugazmente, mientras miraba el crucero, de sonrisa idiotizada. Echaron a caminar por el bosque, encontraron el camino de tierra sólo tras cierta confusión, un breve desacuerdo sobre los hitos del terreno.

Después de la lluvia, Pammy se sentó con Ethan junto a la chimenea. Desde ese ángulo, arrellanado en su sillón, parecía haberse dormido. Se alejó de la fuente de la luz y abrió una puerta lateral sólo io justo para asomarse a la noche. La fuerza contenida, el ramalazo del pino húmedo, bastó para sobresaltarla. Se veían por allí cerca algunos puntos de bioluminiscencia, gotas de luz abdominal. Le llegó un tenue olor a descomposición desde la bahía. Al deslizar la puerta corredera para cerrarla, notó en el acto el calor en la cama. La conciencia se le había caído a capas, volvió a su asiento. Ethan se levantó sólo para reavivar el fuego. El tronco siseó.

– Esta noche no sé que te pasa en el pelo. Lo tienes muy negro y reluciente. De una calidad japonesa. La luz, el modo en que te da.

– A juego con mi bocaza de alemán.

– Tendrías que hacerte un moño.

– ¿Cómo se llamaba aquel samurai?

– Tendrías que probarlo, Ethan. Un moño. Incluso en la oficina.

– ¿Acaso emito una suerte de amenaza feudal? Alargó la palabra «feudal». Jack entró entonces. Se quitó el jersey y lo echó sobre el respaldo de una silla. Se sentó en las losas cercanas a la chimenea, que ¡a rodeaban por espacio de algo más de un metro, la mirada clavada entre los pies. Habló en voz comedida, una fusión de insinuaciones de fatalismo y de cansancio estudiado. Hizo pausas para respirar hondo.

– Lo he vuelto a ver. Cerca del coche. Hay un claro entre los árboles. Estaba allí. No sé, a menos de cien metros. El mismo de la otra vez. Quizás no tan brillante. Verdoso. El mismo verde. Lo vi desde cerca del coche, justo encima de la bahía. Una luz verde azulada. Algo sólido detrás. Un objeto. La luz resplandecía, titilaba, de modo que era difícil precisar sus perfiles. Pero era sólido. Lo supe. Me lo dije mientras estaba allí de pie. Esta vez puse más empeño. El color, la forma, estuve concentrado. Dije: «No te muevas, no desaparezcas.» Ni siquiera moví la cabeza. No recuerdo haber parpadeado siquiera. Entonces se hundió un poco, se deslizó y, alejándose por la bahía, hacia el sur y el oeste, se hizo más pequeño. Los árboles no me dejaron verlo, así que fui corriendo a la orilla y aún lo vi. Sólo la luz, azul verdosa, empequeñeciéndose. Nada sólida. Pero antes sí lo era. Me dije: ahí está, indudable. Luz que emana de un objeto. Ahí hay algo.

– Un helicóptero de color turquesa -dijo Ethan.

– El modo de abordar esta cuestión -dijo Pammy- es hacer una lista de las posibilidades racionales que lo expliquen. A ver cuáles se pueden eliminar, a ver con cuáles nos quedamos.

– No hay problema. Es un helicóptero de color turquesa. El turquesa es el color del estado de Maíne.

– Era un helicóptero de la policía.

– Claro. Aclarado el misterio. Patrullaba por la bahía.

– Patrullaba por la bahía a la caza de ovnis.

– Tengo entendido que se han avistado algunos.

– Me da lo mismo-dijo Jack.

– Lo cual enlaza con el lema del Estado.

– Turquesa para siempre -dijo ella.

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