Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Regresé a Chengdu a comienzos de septiembre. Para entonces comenzaba ya a remitir el miedo colectivo producido por los seísmos. El 9 de septiembre de 1976 por la tarde, me encontraba yo en clase de inglés. A eso de las tres menos veinte se nos dijo que a las tres de la tarde se emitiría un importante comunicado y que deberíamos reunimos todos en el patio para escucharlo. Ya en otras ocasiones se habían producido convocatorias parecidas, y salí al patio sumida en un estado de irritación. Era un nuboso día de otoño típico de Chengdu. Podía oírse el rumor de las hojas de los bambúes al rozar contra los muros. Poco antes de las tres, mientras el altavoz aún emitía los habituales chasquidos que indicaban que estaba siendo sintonizado, la secretaria del Partido de nuestro departamento se situó frente a los que nos hallábamos allí congregados. Contemplándonos con expresión apesadumbrada, comenzó a titubear con dificultad las siguientes palabras: «Nuestro Gran Líder el presidente Mao, Su Reverencia Venerable (ta-lao-ren-jia), ha…»

De repente, comprendí que Mao había muerto.

28. Luchando por emprender el vuelo

(1976-1978)

La noticia me inundó de una euforia tal que durante unos instantes permanecí paralizada. Mi autocensura, tan profundamente enraizada, se puso en marcha de inmediato: advertí el hecho de que a mi alrededor se había desencadenado una orgía de sollozos a la que debía contribuir con una actuación apropiada. No parecía haber otro lugar en el que ocultar mi incapacidad para experimentar las debidas emociones que el hombro de la mujer situada ante mí, una funcionaría estudiantil aparentemente desconsolada. Rápidamente, hundí la cabeza en él y comencé a sacudir los hombros tal y como exigía la ocasión. Como tan a menudo sucede en China, aquel tímido ritual bastó para salvar la ocasión. Gimiendo desgarradoramente, realizó un movimiento como si pretendiera darse la vuelta y abrazarme. Yo descargué todo mi peso sobre su espalda para impedir que cambiara de postura, en la confianza de que obtuviera la impresión de que me encontraba en un estado de incontenible desconsuelo.

Durante los días que siguieron a la muerte de Mao me entregué a intensas reflexiones. Sabía que se le consideraba un filósofo, e intenté imaginar en qué consistía realmente su «filosofía». Me daba la sensación de que su principio básico consistía en la necesidad -¿o el deseo?- de mantener un conflicto perpetuo. El núcleo de dicho pensamiento parecía estribar en la idea de que el esfuerzo humano constituía la fuerza motivadora de la historia, y en que para hacer historia se precisaba una creación continua y en masa de «enemigos de clase». Me pregunté si habrían existido otros filósofos cuyas teorías hubieran dado lugar al sufrimiento y muerte de tanta gente. Pensé en el terror y la miseria a que había sido sometida la población de China. ¿Para qué?

Las teorías de Mao, sin embargo, podían no ser sino una prolongación de su personalidad. En mi opinión, había sido por naturaleza un luchador incansable y competente. Había comprendido la índole de instintos humanos tales como la envidia y el rencor, y había sabido cómo explotarlos para conseguir sus propios fines. Su poder se había sustentado en despertar el odio entre las personas y, al hacerlo, había llevado a muchos chinos corrientes a desempeñar numerosas tareas encomendadas en otras dictaduras a las élites profesionales. Mao se las había arreglado para convertir al pueblo en el instrumento definitivo de una dictadura. A ello se debía que bajo su régimen no hubiera existido un equivalente real de la KGB soviética. No había habido necesidad de ello. Al nutrir y sacar al exterior los peores sentimientos de las personas, Mao había creado un desierto moral y una tierra de odios. Sin embargo, me resultaba imposible determinar el grado de responsabilidad moral que cabía atribuir en todo ello al ciudadano ordinario.

La otra característica fundamental del maoísmo, pensé, había sido la instauración del imperio de la ignorancia. Animado a la vez por su conjetura de que las clases cultivadas constituían el blanco evidente de una población en gran parte analfabeta, por su propia y profunda antipatía hacia la educación y quienes de ella gozaban, por su megalomanía -la cual le había llevado a despreciar las grandes figuras de la cultura china- y por el desdén que le inspiraban aquellos aspectos de la civilización china que no comprendía (tales como la arquitectura, el arte y la música), Mao había destruido gran parte del legado cultural del país. Tras él había dejado no sólo una nación asolada sino también un territorio deforme cuyos habitantes apenas sabían admirar las escasas glorias que de él quedaban.

Los chinos parecían estar llorando a Mao con sincera amargura. No obstante, me pregunté cuántas de aquellas lágrimas serían auténticas. La gente había aprendido a fingir con tal maestría que muchos llegaban a confundir sus parodias con sus sentimientos reales. Quizá, llorar a Mao no constituía sino un nuevo acto programado de sus igualmente programadas vidas.

Pese a todo ello, el estado de ánimo de la nación reflejaba un rechazo inconfundible a seguir adelante con la política de Mao. El 6 de octubre, menos de un mes después de su muerte, la señora Mao fue detenida junto con el resto de los miembros de la Banda de los Cuatro. No contaban con el apoyo de ningún sector: ni del Ejército, ni de la policía… ni siquiera de sus propios guardias. Tan sólo habían contado con Mao. En realidad, la Banda de los Cuatro se había mantenido en el poder debido a que se trataba de una Banda de Cinco.

Cuando advertí la facilidad con que los Cuatro habían sido depuestos, me sentí invadida por una oleada de tristeza. ¿Cómo era posible que aquel diminuto grupo de tiranos baratos hubiera podido atrepellar a novecientos millones de personas durante tanto tiempo? Sin embargo, mi emoción principal era un sentimiento de alborozo. Por fin, habían desaparecido los últimos tiranos de la Revolución Cultural. Mi júbilo era compartido por doquier. Al igual que muchos de mis compatriotas, salí a proveerme de los mejores licores con objeto de celebrar el acontecimiento con mis familiares y amigos, pero descubrí que todas las existencias se habían agotado en las tiendas: había demasiada gente deseosa de manifestar espontáneamente su alegría.

También se celebraron conmemoraciones oficiales, pero me enfureció comprobar que se trataba exactamente de las mismas concentraciones habitualmente convocadas durante la Revolución Cultural. Me irritó especialmente el hecho de que en mi departamento fueron los supervisores políticos y los funcionarios estudiantiles quienes, con imperturbable fariseísmo, se encargaron de la organización de aquellas pantomimas.

El nuevo liderazgo aparecía encabezado por el sucesor elegido por Mao, Hua Guofeng, cuyo único mérito, creo, residía en su propia mediocridad. Uno de sus primeros actos consistió en anunciar la construcción de un enorme mausoleo para Mao en la plaza de Tiananmen. Al enterarme, me sentí escandalizada: como resultado del terremoto de Tangshan, cientos de miles de personas continuaban aún sin hogar y obligadas a vivir en cobertizos temporales construidos sobre las aceras.

Con su larga experiencia, mi madre advirtió inmediatamente que se anunciaba el comienzo de una nueva era. Al día siguiente de morir Mao, se presentó a trabajar en su departamento. Había permanecido en casa durante cinco años, y anhelaba volver a emplear su energía para alguna finalidad de provecho. Se le adjudicó el puesto de Séptima Directora Adjunta del departamento que había dirigido antes de la Revolución Cultural, pero no le importó.

Para mí, más impaciente que ella, las cosas parecían continuar igual que antes. En enero de 1977 concluyó mi estancia en la universidad. No se nos examinó, ni tampoco se nos concedió título alguno. A pesar de la desaparición de Mao y de la Banda de los Cuatro, aún permanecía en vigor la norma de Mao según la cual todos debíamos regresar a nuestros orígenes. Para mí, ello significaba volver a trabajar en la fábrica. El concepto de que una educación universitaria tuviera que influir en la posición de cada uno había sido condenada por el líder como una «formación de aristócratas espirituales».

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