Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Un día, algunas semanas antes de su muerte, me había sentado con mi padre en la estación de Chengdu, adonde habíamos acudido a esperar la llegada de un amigo suyo. Nos encontrábamos en la misma zona semidescubierta en la que mi madre y yo habíamos aguardado casi diez años antes cuando ésta viajó a Pekín para interceder por él. El recinto de espera no había cambiado mucho; si acaso, parecía aún más deteriorado y mucho más concurrido que entonces. Más y más viajeros abarrotaban la gran plaza que se abría ante la estación. Algunos dormían; otros, sencillamente, aguardaban sentados; algunas mujeres daban el pecho a sus hijos; unos cuantos pedían limosna. Se trataba de campesinos del Norte que huían del hambre que imperaba en sus tierras como consecuencia en parte del mal tiempo y en parte del sabotaje de la cuadrilla de la señora Mao. Habían viajado hacinados sobre los techos de los vagones, y circulaban numerosas historias de personas que habían caído de los trenes o habían resultado decapitadas al atravesar los túneles.

De camino a la estación, había preguntado a mi padre si podríamos viajar al Sur para pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. «La prioridad de mi vida -dije- es pasarlo bien.» Él había sacudido la cabeza con desaprobación: «Cuando se es joven, la prioridad debe residir en el estudio y el trabajo.»

Volví a sacar el tema a colación en la zona de espera. Una empleada barría el suelo. Al llegar a cierto punto, su camino se vio parcialmente interrumpido por una campesina del Norte que aguardaba sentada en el suelo junto a un fardo raído y dos niños de corta edad cubiertos de harapos. Sin mostrar la menor turbación se había descubierto el pecho, negro de suciedad, y amamantaba a un tercero. La empleada siguió barriendo y arrojó todo el polvo sobre ellos, como si no se encontraran allí, pero la campesina no movió un músculo.

Mi padre se volvió hacia mí y dijo: «Viendo el modo en que vive toda esta gente a tu alrededor, ¿cómo puedes pensar en divertirte?» Yo guardé silencio. No me decidí a decirle: «Pero, ¿qué puedo hacer yo, un simple individuo más? ¿Acaso debo vivir a disgusto para nada?» Aquello hubiera sonado espantosamente egoísta. Había sido educada según la tradición de «contemplar el interés de toda la nación como mi propio deber» (yi tian-xia wei ji-ren).

Ahora, en el vacío que se abría ante mí tras la muerte de mi padre, comencé a cuestionar todos aquellos preceptos. No quería enfrentarme a misiones grandiosas, ni a «causas»; tan sólo deseaba vivir mi propia vida, ya fuera tranquila o frivola. Le dije a mi madre que quería ir a pasar las vacaciones de verano en el Yangtzé. Ella me animó a ir, y lo mismo hizo mi hermana quien, junto con Lentes, se había instalado con nosotros nada más regresar a Chengdu. La fábrica de Lentes -en teoría responsable de su alojamiento- no había vuelto a construir nuevos apartamentos desde el comienzo de la Revolución Cultural. Por entonces, muchos de sus empleados -incluido el propio Lentes- eran solteros, y habían optado por alojarse en dormitorios de ocho personas. Ahora, diez años después, la mayoría se habían casado y tenían hijos. No tenían lugar donde vivir, por lo que se veían obligados a instalarse con sus padres o sus suegros. Resultaba habitual ver a tres generaciones sucesivas viviendo en la misma habitación.

Mi hermana no había podido obtener un empleo, ya que el hecho de que se hubiera casado antes de contar con un trabajo en la ciudad la excluía de ese derecho. Ahora, sin embargo, se le había concedido un puesto en la administración de la Escuela de Medicina China de Chengdu gracias a una norma que decía que a la muerte de un empleado estatal un miembro de su descendencia podría ocupar su lugar.

Partí en el mes de julio en compañía de Jin-ming, quien a la sazón estaba estudiando en Wuhan, una gran ciudad situada junto al Yangtzé. Nuestra primera escala fue la cercana montaña de Lushan, dotada de una exuberante vegetación y un clima excelente. Allí se habían celebrado importantes conferencias del Partido -entre ellas la que en 1959 había servido para denunciar al mariscal Peng Dehuai- y el lugar se hallaba considerado de interés especial «para aquellos que deseaban obtener una educación revolucionaria». Cuando sugerí que fuéramos a visitarla, Jin-ming dijo con tono incrédulo: «¿Acaso no quieres descansar de tanta “educación revolucionaria”?»

Tomamos numerosas fotografías, y al final habíamos agotado un rollo entero de película con excepción de una foto. Durante el camino de descenso pasamos junto a una villa de dos pisos semioculta por un bosquecillo de pinos de sombrilla, magnolios y pinos comunes. Su aspecto era casi el de un montón de piedras dispuestas al azar frente a las rocas. Se me antojó como un lugar particularmente encantador, por lo que aproveché para sacar la última fotografía. De repente, un individuo surgió de no sé dónde y me ordenó con voz baja -pero imperiosa- que le entregara la cámara. No vestía uniforme, pero advertí que portaba una pistola. Abrió la cámara y veló todo el contenido del carrete, tras lo cual desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunos turistas próximos a mí me susurraron que aquélla era una de las residencias veraniegas de Mao, y yo experimenté una nueva punzada de repulsión hacia el líder, si bien no tanto por sus privilegios como por la hipocresía de permitirse una vida de lujos y al mismo tiempo decir a sus subditos que incluso las simples comodidades eran perjudiciales para ellos. Ya fuera del alcance del oído del guardián, yo me lamentaba por la pérdida de mis treinta y seis fotografías cuando Jin-ming me dijo con una sonrisa: «¡Eso te pasa por curiosear en lugares sagrados!»

Partimos de Lushan en autocar. Como todos los de China, circulaba abarrotado de viajeros, y teníamos que estirar el cuello desesperadamente para poder respirar. Prácticamente no se habían vuelto a construir autocares nuevos desde el comienzo de la Revolución Cultural, época durante la cual la población urbana había aumentado en varias decenas de millones de personas. Al cabo de unos minutos de trayecto, nos detuvimos repentinamente. La puerta delantera se abrió y un hombre de aspecto autoritario y vestido de paisano logró abrirse paso hasta el interior. «¡Agachaos! ¡Agachaos! -ladró-. ¡Se aproximan unos visitantes norteamericanos y es malo para el prestigio de nuestra patria que vean vuestras cabezas desaliñadas!» Intentamos agacharnos, pero el autocar estaba demasiado atestado. El hombre gritó: «¡Es deber de todos salvaguardar el honor de nuestra patria! ¡Debemos mostrar un aspecto digno y pulcro! ¡Agachaos! ¡Doblad las rodillas!»

Súbitamente, oí el vozarrón de Jin-ming: «¿Acaso no nos ha instruido el presidente Mao para que jamás nos arrodillemos ante los imperialistas norteamericanos?» Aquello equivalía a buscar problemas, ya que el sentido del humor no era una cualidad apreciada. El hombre dirigió una severa mirada en nuestra dirección, pero no dijo nada. Paseó la vista rápidamente por el interior del autocar y partió apresuradamente. No quería que los «visitantes norteamericanos» fueran testigos de una escena. Ante los extranjeros había que ocultar cualquier forma de discordia.

Por doquiera que viajábamos en nuestro recorrido a lo largo del Yangtzé veíamos las secuelas de la Revolución Cultural: templos destrozados, estatuas derribadas y antiguos poblados destruidos. Apenas quedaban testimonios de la antigua civilización china. El daño, sin embargo, no quedaba ahí. China no sólo había destruido la mayor parte de sus más hermosos tesoros sino también su capacidad para apreciarlos, y ahora era incapaz de reponerlos. Con excepción de sus paisajes -cubiertos de cicatrices pero aún arrebatadores- China se había convertido en un país feo.

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