Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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A pesar de que continuaba tomando grandes dosis de tranquilizantes, casi no durmió durante los días y noches que siguieron. La tarde del 9 de abril anunció que se iba a echar una siesta.

Cuando mi madre terminó de hacer la cena en nuestra pequeña cocina de la planta baja, decidió dejarle dormir un poco más. Por fin, subió al dormitorio, y al descubrir que no lograba despertarle comprendió que había sufrido un ataque al corazón. No teníamos teléfono, por lo que salió corriendo hacia la clínica del Gobierno provincial, situada a una manzana de distancia y pidió ayuda a su director, el doctor Jen.

El doctor Jen era un médico sumamente competente, y antes de la Revolución Cultural había tenido a su cargo a los pacientes de mayor rango del complejo. A menudo había visitado nuestro apartamento para interesarse solícitamente por nuestro estado de salud. Sin embargo, cuando comenzó la Revolución Cultural y caímos en desgracia se tornó frío y desdeñoso hacia nosotros. Ya en numerosas ocasiones había sido testigo de comportamientos como el suyo, y nunca dejaron de sorprenderme.

Cuando mi madre llegó, el doctor Jen se mostró claramente irritado y le dijo que acudiría cuando hubiera terminado lo que estaba haciendo. Ella le dijo que un ataque al corazón no podía esperar, pero él la miró como diciéndole que con su impaciencia no arreglaría nada. Transcurrió una hora hasta que se dignó venir a casa acompañado por una enfermera y sin su equipo de primeros auxilios. La enfermera hubo de regresar al hospital a buscarlo. El doctor Jen hizo girar unas cuantas veces a mi padre en el lecho y a continuación se sentó a esperar. Así, pasó otra media hora, al término de la cual mi padre había muerto.

Aquella noche yo estaba en mi dormitorio de la universidad, trabajando a la luz de una vela como consecuencia de uno de los frecuentes apagones, cuando llegaron algunos miembros del departamento de mi padre, me introdujeron en un coche y me llevaron a casa sin darme explicaciones.

Mi padre se encontraba tendido sobre un costado, y su rostro mostraba una expresión insólitamente apacible, como si se encontrara sumido en un sueño tranquilo. Había perdido su aspecto senil, y parecía incluso más joven de lo que podría esperarse de sus cincuenta y cuatro años de edad. Al verle, sentí como si se me desgarrara el corazón y rompí en sollozos incontrolables.

Durante varios días lloré en silencio. Pensé en la vida de mi padre, en su malgastada abnegación y en sus sueños destrozados. No tenía que haber muerto y, sin embargo, su muerte parecía inevitable. Para él no había lugar en la China de Mao porque había intentado ser un hombre honrado. Se había visto traicionado por algo a lo que había dedicado toda su vida, y aquella traición le había destruido.

Mi madre exigió que el doctor Jen fuera castigado. De no haber sido por su negligencia, acaso mi padre hubiera sobrevivido. Sin embargo, su solicitud fue rechazada y calificada de «emotividades de viuda». Ella decidió no insistir, ya que prefería concentrarse en una batalla más importante: conseguir un discurso fúnebre digno para mi padre.

Se trataba de una cuestión extremadamente importante, ya que todo el mundo lo interpretaría como la valoración definitiva del Partido con respecto a mi padre. Su contenido sería incluido en su expediente personal y continuaría determinando el futuro de sus hijos aun después de muerto. Tales discursos se atenían a modelos predeterminados y a fórmulas establecidas de antemano, y cualquier desviación de las expresiones habitualmente utilizadas para un funcionario rehabilitado se interpretarían como una reserva o una condena del difunto por parte del Partido. Se redactó un borrador que fue presentado previamente a mi madre. Su contenido era un cúmulo de distorsiones condenatorias. Mi madre sabía que con aquel discurso de despedida nuestra familia jamás lograría verse libre de sospechas. En el mejor de los casos, tendríamos que vivir en un estado de inseguridad permanente, aunque lo más probable es que nos viéramos discriminados generación tras generación. Rechazó numerosos borradores.

Aunque todo parecía en su contra, sabía que existía un fuerte sentimiento de simpatía hacia mi padre. Para una familia china como la nuestra, había llegado el momento de recurrir a un cierto grado de chantaje emocional. Tras la muerte de mi padre, mi madre había sufrido un colapso, lo que no la impidió batallar desde su lecho con infatigable voluntad. Amenazó con denunciar a las autoridades durante el funeral si no obtenía un discurso aceptable. Convocó a los amigos y colegas de mi padre y les dijo que depositaba en sus manos el futuro de sus hijos. Todos ellos prometieron apoyar a mi padre y, por fin, las autoridades cedieron. Aunque nadie se atrevía aún a referirse a él como un personaje rehabilitado, la declaración se modificó hasta adoptar una forma relativamente inocua.

El funeral se celebró el 21 de abril. De acuerdo con el procedimiento habitual, fue organizado por un comité funerario compuesto por antiguos colegas de mi padre en el que se incluían algunas de las personas que habían participado en su persecución (entre ellas Zuo). El acontecimiento fue cuidadosamente planificado hasta el último detalle, y a él asistieron las aproximadamente quinientas personas de rigor. Todas ellas habían sido seleccionadas de modo proporcional entre las docenas de departamentos y secciones del Gobierno provincial, así como entre las oficinas que dependían del departamento de mi padre. Incluso la odiosa señora Shau se encontraba presente. Se requirió de cada organización que enviara una corona de flores de papel, especificando en todos los casos el tamaño de la misma. En cierto modo, mi familia se alegró de que se tratara de un acto oficial. En el caso de una persona de la posición de mi padre, una ceremonia privada hubiera resultado algo inusitado, y se habría interpretado como la prueba de que había sido repudiado por el Partido. Yo no alcancé a reconocer a todos los presentes, pero al acto acudieron todos aquellos de mis amigos a cuyos oídos había llegado la noticia, entre ellos Llenita, Nana y los electricistas de mi antigua fábrica. Comparecieron igualmente mis compañeros de clase de la universidad, incluido el funcionario estudiantil Ming. Mi viejo amigo Bing -a quien me había negado a ver tras el fallecimiento de mi abuela- también se presentó, y nuestra amistad se reanudó desde aquel mismo instante en el mismo punto en el que se había interrumpido.

El ritual prescribía que un representante de la familia del fallecido debía tomar la palabra, papel que me correspondió a mí. Recordé ante los congregados el carácter de mi padre, sus principios morales, su fe en el Partido y su apasionada consagración al pueblo. En aquel momento, confiaba que su trágica muerte dejara a los asistentes con mucho en qué pensar.

Al final, cuando todos desfilaron para estrecharnos la mano, pude ver lágrimas en los rostros de muchos antiguos Rebeldes. Incluso la señora Shau mostraba un aspecto lúgubre. Evidentemente, contaban con la máscara apropiada para cada ocasión. Algunos de los Rebeldes susurraron a mi oído: «Lamentamos mucho cuánto tuvo que sufrir tu padre.» Acaso fuera cierto, pero, ¿qué diferencia tenía? Mi padre ya no vivía… y todos ellos eran en gran medida responsables de su muerte. Me pregunté si someterían a otros al mismo padecimiento en la próxima campaña.

Una joven a la que no conocía apoyó la cabeza sobre mi hombro y rompió en violentos sollozos. Sentí cómo me introducía una nota en la mano. Más tarde la leí. En ella aparecían garabateadas las siguientes palabras: «Siempre me he sentido profundamente impresionada por el carácter de tu padre. Debemos aprender de él y aspirar a ser sus dignos sucesores para la causa que ha dejado atrás: la gran causa revolucionaria del proletariado.» ¿Acaso era realmente aquello el único resultado de mi discurso?, pensé. Tenía la sensación de que no existía modo de evitar la apropiación por parte de los comunistas de cualquier principio moral o sentimiento de nobleza.

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