Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mi padre fue admitido en el hospital mental de la Facultad de Medicina de Sichuan, situado en los suburbios de Chengdu y rodeado de campos de arroz. Sobre sus muros de ladrillo y la verja principal de hierro oscilaban las hojas de los bambúes. Una segunda verja aislaba un patio vallado y cubierto de verde musgo que constituía la zona residencial destinada a médicos y enfermeras. Al final del patio, un pequeño tramo de escalones de arenisca conducía a uno de los costados de un edificio de dos plantas desprovisto de ventanas y flanqueado por altas y sólidas paredes. Se trataba del pabellón psiquiátrico, y las escaleras constituían el único acceso a su interior.

Los dos enfermeros que acudieron a recoger a mi padre, ataviados con un atuendo corriente, le dijeron que estaban encargados de conducirle a una nueva asamblea de denuncia. Cuando llegaron al hospital, mi padre comenzó a debatirse intentando huir. Le arrastraron hasta un cuartito vacío y cerraron la puerta tras él para evitar que mi madre y yo hubiéramos de ser testigos de cómo le colocaban la camisa de fuerza. Sentí que se me partía el corazón al verle tratado con tanta brusquedad, pero sabía que era por su propio bien.

El psiquiatra, doctor Su, era un hombre de treinta y tantos años dotado de rostro amable y aspecto competente. Dijo a mi madre que mantendría a mi padre en observación durante una semana antes de emitir su diagnóstico. Concluido el plazo, anunció la conclusión a la que había llegado: esquizofrenia. A mi padre le fueron aplicadas descargas eléctricas y se le administraron inyecciones de insulina, para todo lo cual había que atarle fuertemente a la cama. Al cabo de pocos días, comenzó a recobrar la cordura. Con lágrimas en los ojos, suplicó a mi madre que interviniera ante el doctor para que éste cambiara el tratamiento.

– Es tan doloroso… -dijo, y su voz se quebró-. Es peor que la muerte.

El doctor Su, no obstante, dijo que no existía otro camino. La siguiente vez que vi a mi padre, éste estaba sentado en la cama charlando con mi madre, Yan y Yong. Todos sonreían. Mi padre incluso se reía. Parecía hallarse bien de nuevo, y me vi obligada a fingir que tenía que acudir al lavabo para que no me viera enjugarme las lágrimas. Siguiendo las órdenes del Chengdu Rojo, mi padre recibía una alimentación especial y contaba con los servicios ininterrumpidos de una enfermera. Yan y Yong le visitaban con frecuencia acompañados por algunos miembros de su departamento que sentían compasión por él y habían sido también sometidos a asambleas de denuncia por el grupo de la señora Shau.

Mi padre sentía un gran afecto por Yan y Yong, y aunque sabía disimularlo, era consciente de que ambos jóvenes estaban enamorados y solía bromear cariñosamente con ellos al respecto, lo que divertía a ambos considerablemente. Por fin, pensé, había pasado la pesadilla; ahora que mi padre estaba bien, podíamos enfrentarnos juntos a cualquier desastre.

El tratamiento duró unos cuarenta días. A mediados de julio había recobrado la normalidad. Tras ser dado de alta, él y mi madre fueron trasladados a la Universidad de Chengdu, donde se les concedió una suite emplazada en un pequeño patio independiente. Junto a la verja se montó una guardia de estudiantes. Se le proporcionó un seudónimo y se le dijo que, por su propia seguridad, no debía salir del patio durante el día. Mi madre se encargaba de ir a buscar la comida de ambos a una cocina especial. Yan y Yong acudían a visitarle a diario, al igual que el resto de los líderes del Chengdu Rojo, todos los cuales se mostraban sumamente corteses.

Yo también los visitaba a menudo, para lo cual había de pedalear durante una hora en una bicicleta prestada. Mi padre parecía tranquilo, y no cesaba de repetir cuan agradecido se sentía hacia aquellos estudiantes que habían hecho posible su tratamiento.

Cuando oscurecía se le permitía salir, y él aprovechaba para dar largos paseos en silencio por el campus, seguido a cierta distancia por un par de guardias. Solíamos recorrer los senderos bordeados por setos de jazmín cuyas flores, del tamaño de un puño, despedían una poderosa fragancia al ser agitadas por la brisa del verano. Alejados del terror y la violencia, nos parecía vivir un sueño de serenidad. Yo era consciente de que aquello era una prisión para mi padre, pero deseaba que nunca tuviera que abandonarla.

En verano de 1967, las luchas entre las facciones Rebeldes habían aumentado hasta convertirse en una mini-guerra civil extendida por todo el país. El antagonismo entre los diversos grupos Rebeldes era notablemente más intenso que su supuesta cólera contra los seguidores del capitalismo debido a que todos ellos luchaban con uñas y dientes por obtener el poder. Kang Sheng -jefe de inteligencia de Mao- y la señora Mao encabezaban los constantes intentos de la Autoridad de la Revolución Cultural por excitar aún más los ánimos refiriéndose a las luchas entre facciones como «una extensión de la lucha entre los comunistas y el Kuomintang» sin especificar qué grupo representaba a quién. Las Autoridades de la Revolución Cultural ordenaron al Ejército que armara a los Rebeldes para permitir su autodefensa, aunque sin especificar tampoco a qué facciones debía apoyar. Así, inevitablemente, las distintas unidades militares armaron a diferentes facciones según las preferencias de cada una.

Las fuerzas armadas se encontraban ya notablemente soliviantadas, debido a que Lin Biao se encontraba ocupado en sus intentos por purgar a sus oponentes y sustituirlos por sus propios hombres. Por fin, Mao se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de una situación de inestabilidad en el seno del Ejército y frenó a Lin Biao. No obstante, su opinión parecía dividida en lo que se refería a las luchas internas entre los Rebeldes. Por una parte, quería que las distintas facciones se mantuvieran unidas con objeto de poder afianzar su estructura personal de poder. Por otra, parecía incapaz de reprimir su amor por la lucha: a medida que los sangrientos combates iban extendiéndose por toda China, dijo: «No es mala cosa que los jóvenes adquieran cierta práctica en el uso de las armas: hace demasiado tiempo que no teníamos una guerra.»

En Sichuan las batallas fueron especialmente feroces, debido en parte a que la provincia constituía el núcleo de la industria armamentística china. Ambos bandos se aprovisionaban de carros de combate, vehículos acorazados y artillería que extraían de las cadenas de producción y los almacenes. El otro motivo eran los Ting, decididos a eliminar a sus oponentes. En Yibin se produjeron feroces enfrentamientos con fusiles, granadas, morteros y ametralladoras. Tan sólo en la ciudad de Yibin murieron más de cien personas. Por fin, el Chengdu Rojo se vio obligado a abandonar la ciudad.

Muchos se trasladaron a la vecina ciudad de Luzhou, uno de los baluartes del Chengdu Rojo. Los Ting despacharon una fuerza compuesta por más de cinco mil miembros del 26 de Agosto con órdenes de atacar la ciudad y, al cabo, los asaltantes la conquistaron tras causar más de trescientos muertos y numerosos heridos.

Tales eran las circunstancias cuando el Chengdu Rojo solicitó de mi padre tres cosas: que anunciara su apoyo personal al grupo, que les dijera cuanto supiera acerca de los Ting y que se convirtiera en su asesor para luego representarles en el Comité Revolucionario de Sichuan.

Él se negó. Dijo que no podía respaldar a un grupo en contra de otro, ni tampoco suministrarles información de los Ting, ya que con ello podría agravar la situación y crear aún más animosidad. Igualmente, se negó a representar a una facción dentro del Comité Revolucionario de Sichuan. De hecho, dijo, no sentía las más mínimas ganas de pertenecer a él.

La amistosa atmósfera que reinaba entre él y el Chengdu Rojo se ensombreció. Los jefes del Chengdu Rojo estaban divididos. Algunos de ellos decían que nunca habían conocido a nadie tan increíblemente obstinado y perverso. Mi padre había sido perseguido casi hasta el borde de la muerte y, no obstante, se negaba a permitir a otros que le vengaran. Se atrevía a oponerse a los poderosos Rebeldes que le habían salvado la vida y rechazaba una oferta destinada a rehabilitarle y devolverle al poder. Furiosos y exasperados, algunos gritaban: «¡Démosle una buena paliza! ¡Rompámosle al menos un par de huesos para darle una lección!»

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