Elfriede Jelinek - Deseo

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PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2004
ESTA NOVELA, QUE PROVOCÓ UN NOTABLE ESCÁNDALO EN SU PAÍS EN EL MOMENTO DE SU PUBLICACIÓN, SUPONE UN PRODIGIOSO EJERCICIO NARRATIVO TANTO DESDE EL PUNTO DE VISTA DEL ESTILO COMO DEL ESTRUCTURAL. EL LENGUAJE CRUDO Y PRECISO Y EL ELEVADO TONO ERÓTICO DE DESEO, ROMPE CON TODAS LAS CONVENCIONES DE LO QUE SE HA VENIDO LLAMANDO LA LITERATURA FEMENINA. EL DIRECTOR DE UNA FÁBRICA DE PAPEL, ATEMORIZADO POR LOS PELIGROS DEL SIDA, SE FIJA DE NUEVO EN SU ESPOSA PARA HACER USO DE ELLA COMO DE LAS PROSTITUTAS QUE HABÍA FRECUENTADO HASTA ENTONCES. EN LA CONFORTABLE RESIDENCIA DEL MATRIMONIO SE SUCEDEN UNAS ESCENAS DE EXTRAÑA OBSCENIDAD Y DE VIOLENCIA INUSITADA, BAJO LA MIRADA DE SU PROPIO HIJO, COMO UNA CRÓNICA DE LOS DIFERENTES MECANISMOS POSIBLES DE DOMINACIÓN EN EL SENO DE LA PAREJA. LA MUJER, DESESPERADA, ENCONTRARÁ OTRO AMANTE MÁS JOVEN QUE, A LA POSTRE, LE CONVERTIRÁ EN SU NUEVO VERDUGO.

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Esta mujer se compró la semana pasada un traje pantalón en la boutique. Sonríe como si tuviera algo que ocultar, aunque sólo tiene el mudo reino de su cuerpo. Oculta en el armario tres jerséis nuevos, para no dar ocasión al equívoco de que con su surco sangriento quiere prepararse un nuevo mes de goces. Pero ella sólo recoge la benévola fruta del dinero del árbol de su esposo. Ninguna hojarasca acolcha ya los árboles. El hombre controla su cuenta, y ya miles de árboles que bramaban al viento han caído víctimas de su hacha. ¡A la mujer se le da el dinero para la casa y más! Él no cree en realidad que deba pagar por el cómodo columpio en el que él, un muchacho satisfecho, deja descansar su tallo y se puede estirar. Ella está bajo la protección del sagrado nombre de su familia, y bajo el paraguas de sus cuentas, de las que él le informa regularmente. Ella debe saber lo que tiene. Y viceversa él sabe de su jardín que, siempre abierto, es magníficamente adecuado para hozar y gruñir como un cerdo. Lo que es de uno hay que utilizarlo, ¿para qué lo tenemos si no?

Apenas la mujer se queda sola, se viste su séquito de dinero, valores e inflación y se va a pasear un rato con sus garantías bien atornilladas. Como una sombra se desliza por el mar la multitud que produce el papel sobre el que baila el barquito de su vida. ¡Sí, el mar, que gusta de enterrarnos también en vida! Porque detrás espera la multitud de los estúpidos parados, a la espera de su oportunidad, de que alguien siga por fin su rastro. ¿Y nosotros? ¿Queremos seguir volando? Para eso tenemos que ascender, nueve veces astutos, y dejarnos caer, porque: ¡Al

que madruga Dios le ayuda! La mujer se pone la mano, el vestido multiuso ante los ojos. Pronto el hombre y el niño tendrán que ser nuevamente cubiertos de alimentos. ¿Qué pasará esta noche, cuando el hombre salga de la cadena de montaje, compacto, recargado y nuevo, en vez de parar? Él se ha criado en su botella de vida, cuidadosa, como una madre. Y por la noche quiere salir. Burbujea. Esta noche, casi lo habíamos olvidado, es el momento previsto por la Ley, y la mujer espera con su paño absorbente para recoger todo lo que el hombre ha producido a lo largo del día. Y los otros hombres desaparecen en la sombra, y entierran vivas sus esperanzas.

Este paisaje es bastante grande, hay que decirlo, una cadena floja en torno a nuestro destino nebuloso. Dos muchachos se persiguen en motocicletas, pero la nieve pone rápidamente fin a su carrera. Tropiezan y caen. La mujer ríe con dureza. Por lo menos una vez le gustaría avanzar decididamente. Hoy su marido ha triunfado en su cuerpo como si hubiera venido con alguien. ¡Espere un poco hasta la noche, hasta entrar en el circuito! Ahora el hombre ha llevado a su despacho un contrapeso de acero, más o menos del tamaño de un teléfono. Escupiendo a su paso lava volcánica, camina hasta el sillón de su escritorio, desde el que administra los destinos, ante una pantalla en la que se organiza una competición de esquí. También ama el deporte, el niño lo ha aprendido de él. La gente se mecería pacientemente en sus camas si el movimiento no viniera de la pantalla, y a veces incluso de sus propios pies y corazones. Al hombre se le pegan a la piel hasta los cabellos más finos cuando acelera por la carretera general. Va rapidísimo. Su voz retumba, como es costumbre en el país, cuando llama a alguien. El coro tendrá que actuar pronto.

El domingo van a la iglesia, como muestra de la vida social que reina en el ejército. Después se llenan de sus estanterías empotradas, en las que coexisten alegre, libremente, libros y recuerdos de su esclavitud. Tampoco el médico y el farmacéutico dejan de ir a visitar al Papa y a la madre de Dios. A nadie envidian su trabajo; entran al mesón, salidos de escuelas inferiores, cuidadosos y bien cuidados. Allí se quedan un rato, y se animan mutuamente. El médico envidia al farmacéutico la farmacia, que él con gusto rentabilizaría. El farmacéutico ve a la gente recién salida del médico y mal de la tensión. Libérrimo, reparte sus preparados entre los desempleados de la comarca, para que recuperen la alegría y jueguen complacidos ante sus casas con los dedos de los pies. Sus mujeres se han encargado de la comida y se ofrecen siempre en abundancia. No se dejan tachar de la carta. Para que a los hombres no les falte de nada y no puedan ser echados en falta por los capataces de la Nada. Algunos emigran cuando apenas se habían acostumbrado a nosotros.

La mujer del director pone varias veces al día -en eso recuerda la pulsión de la empleada de banca (cada día un vestido nuevo)- unos visillos recién lavados, unos estores, entre ella y las cabezas ansiosas de las mujeres del pueblo, en el que vive más segura que en su propio salón. El director habla con su hijo, que da saltitos indignado para que le dejen ir después a casa de un amigo. ¡Este niño no está autorizado para elegir sus amigos a satisfacción, porque los padres de sus amigos comen SU pan! Este niño vaga por el mundo y dirige a los otros como a sus coches de juguete. La madre acompaña al piano todo lo que encuentra, y fuera se bajan al pecho cabezas desalentadas. Se han comprado lo que han visto con ojos mayores que su apetito, y ahora el pueblo disfruta con las subastas de los edificios surgidos con demasiada ligereza sobre el suelo llano. Envueltos en delicada estima, lavados como delicada lana, están ante los mostradores del banco, tras los cuales beatíficos niños juegan con sus blusas blancas y con dinero ajeno, y vacían su destino y el de sus viviendas del sobre de la nómina al ancho caudal de los intereses. El director del banco mira hacia abajo, y le da vértigo ver cómo a la gente le dan vértigo sus ingresos, con los que no tendrían que entregar las casitas que se han construido. Lo que antaño habían amado, él tiene que quitárselo, tan cerca de la meta. Él, que no es un monstruo, ve en espíritu todo su padecimiento cuando se asoma a su ventana. En este helado lugar, los pobres se pelean. Retumban los aparatos de matanza y las escopetas de caza (con agua en los siseantes cañones). Las sogas se enredan en torno al juego de la vida. Se jalean, contentos como peces, los bancos Raiffeisen, que administran y ven administrar el dinero de los habitantes del pueblo. Se trata de una eterna fiesta campesina para las cooperativas agrícolas, que no quieren conocer al individuo concreto al que ahogan en productos lácteos pasados de fecha y queso envenenado. Hasta al más pequeño de sus miembros le sacan las niñas de los ojos y el negro de debajo de las uñas. Hasta que uno se sale de sus casillas y, como asesino, revolotea chillando en torno al nido con la familia muerta. ¿Cómo quería él, un recipiente tan pequeño, abarcar todo eso? Sólo un periódico de pequeño formato osa, por un par de chelines de nuestra raquítica bolsa, ocuparse de la intensa vida de aquellos a quienes ha ocurrido algo terrible.

Lo que se ve por la ventana es con frecuencia hermoso, esta doncella naturaleza. El hombre, funcionario hasta en el goce, cede a una necesidad humana, ¡no confundir con la desagradable necesidad de un ser humano! El director yace como un paisaje, pero animado por el espíritu de la inquietud. Ha untado de manera uniforme su queso fundido, y, ¿qué ve en el rostro de su esposa? ¿El rostro humano de su dictadura? La mujer parece como borrada dentro de la ropa excitante recién comprada, con la que se mueve, obediente a sus deseos, como en un nuevo orden espacial. El dinero juega con las personas. A veces, en un momento de lucidez, los remordimientos atrapan al director, y esconde su gran rostro en el regazo de la mujer. Enseguida vuelve a golpearle la cabeza contra el sucio borde de la bañera y mira si el camino recién despejado llega hasta su oscura puertecilla, tras de la cual ella misma se sienta en su regazo y se mece, una mujer viciada en la que se puede hojear tranquilamente hasta el final feliz. ¿Cómo iban a vivir los parados en el mundo si no tuvieran de modelo semejantes novelas baratas?

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