Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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De regreso en la casa, tiró el folleto sobre la mesa y fue a desempaquetar los víveres. Cuando volvió, Dick estaba absorto en el folleto y no la oyó dirigirle la palabra. Ya se había acostumbrado a aquel ensimismamiento cuando le hablaba; a veces pasaba toda una comida en silencio, sin saber qué comía, dejando el tenedor y el cuchillo antes de vaciar el plato, pensando en algún problema de la granja con el ceño fruncido. Mary había aprendido a no molestarle en tales ocasiones. Se refugiaba en los propios pensamientos o se sumía en su habitual estado de apática indiferencia. A veces pasaban días enteros sin hablarse apenas.

Después de cenar, en vez de ir a acostarse como siempre a las ocho, Dick continuó sentado bajo la lámpara, que oscilaba suavemente y olía a parafina, y empezó a hacer cálculos sobre una hoja de papel. Ella se sentó a observarle, con las manos cruzadas en la falda, su posición característica en los últimos tiempos; permanecía inmóvil hasta que algo la obligaba a moverse. Al cabo de una hora, más o menos, Dick apartó de sí los trozos de papel y se subió los pantalones con un movimiento alegre y juvenil que no le había visto nunca.

– ¿Qué opinas de las abejas, Mary?

– No sé nada de ellas. No es mala idea.

– Mañana iré a ver a Charlie. Su cuñado se dedicó a la apicultura en el Transvaal, según me contó en una ocasión. -Hablaba con una energía nueva; parecía más animado.

– Pero este libro se refiere a Inglaterra -objetó Mary, vacilante. Le parecía una base muy frágil para semejante cambio en él; frágil incluso para una afición como las abejas.

Pero al día siguiente, después del desayuno, Dick se fue a ver a Charlie Slatter. Regresó de mal talante, con el ceño fruncido pero silbando jovialmente. A Mary le impresionó aquel silbido; quizá porque le resultaba tan familiar. Era un truco suyo; hundía las manos en los bolsillos, como un niño, y silbaba con patético desafío cuando ella perdía la paciencia o le increpaba respecto a la casa o la incomodidad del sistema de conducción del agua. Siempre la irritaba sobremanera que no fuera capaz de hacerle frente y discutir cara a cara.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó.

– Ha puesto toda clase de inconvenientes, pero el hecho de que su hermano fracasara no quiere decir que a mí haya de ocurrirme lo mismo.

Se marchó a los campos, dirigiéndose instintivamente a la plantación de árboles; eran varias hectáreas de su mejor terreno, en el que había plantado árboles gomíferos dos años atrás. Se trataba de la plantación que tanto irritaba a Charlie Slatter, quizá por un inconsciente sentimiento de culpabilidad porque él nunca devolvía a la tierra lo que tomaba de ella.

Dick solía permanecer largo rato al borde de la plantación, observando cómo soplaba el viento sobre las copas de los jóvenes y brillantes árboles, que se mecían, inclinaban y agitaban sin interrupción. Los había plantado, al parecer, obedeciendo a un impulso, pero en realidad era la realización de un antiguo sueño. Varios años antes de que comprase la granja, una compañía minera había talado todos los árboles del terreno, dejando sólo la hierba y los matorrales. Los árboles ya volvían a crecer, pero en las mil y pico de hectáreas no se veía ni uno solo que no fuera el producto enano y feo de un tronco mutilado. No quedaba un solo árbol sano en la granja. No era mucho plantar cuarenta hectáreas de árboles jóvenes que llegarían a ser gigantes de troncos blancos y rectos; la retribución era escasa, pero se trataba de su rincón favorito. Cuando se sentía más deprimido de lo normal o se había peleado con Mary o quería pensar con claridad, iba a contemplar sus árboles; o paseaba por las largas hileras, entre las ramas jóvenes y gráciles cuyas hojas delicadas y brillantes relucían como monedas. Aquel día reflexionó sobre las abejas hasta que, ya muy tarde, cayó en la cuenta de que no había vigilado el trabajo de la granja y, con un suspiro, dejó la plantación y fue a reunirse con los peones.

Durante el almuerzo no dijo una sola palabra. Estaba obsesionado con las abejas. Por fin explicó a Mary que esperaba ganar más de doscientas libras al año. Aquello la sobresaltó, pues había imaginado que sólo pensaba en unas cuantas colmenas, como una afición lucrativa. Pero era inútil discutir con él; no se puede discutir con cifras y sus cálculos probaban de modo irrefutable que aquellas doscientas libras eran una ganancia segura. Además, ¿qué podía decirle? No tenía experiencia en aquel negocio; sólo desconfiaba por instinto.

Durante más de un mes Dick estuvo absorto en su hermoso ensueño de ricos panales y grandes enjambres de abejas productoras. Construyó veinte colmenas con sus propias manos y plantó media hectárea de una clase especial de hierba junto al lugar destinado a ellas.

Apartó a algunos peones de su trabajo habitual para enviarles al veld en busca de enjambres de abejas y pasó horas todas las tardes, a la dorada luz del crepúsculo, ahuyentando a los enjambres con humo para atrapar a la abeja reina. Le habían dicho que aquel método era el mejor. Sin embargo, muchas abejas murieron y no encontró a las reinas. Entonces empezó a distribuir colmenas por todo el veld cerca de los enjambres que había conseguido localizar, esperando tentarlos, pero ni una sola abeja se aproximó a sus colmenas; tal vez porque eran africanas y no les gustaban las colmenas hechas al estilo inglés. ¿Quién sabe? Desde luego, Dick no lo sabía. Por fin un enjambre se instaló en una colmena, pero no se pueden ganar doscientas libras al año con un solo enjambre. Un día picaron a Dick y por lo visto el veneno le curó de su obsesión. Mary presenció el fin de su ensimismamiento con asombro e incluso con ira, porque había malgastado semanas enteras de tiempo y un montón de dinero._Ello no obstante, su interés por las abejas desapareció de la noche a la mañana. En realidad, la alivió verle reanudar el trabajo normal en los campos; había sido una locura pasajera durante la cual se portó como una persona totalmente distinta.

Pero seis meses después ocurrió algo similar. Mary apenas podía creerlo cuando volvió a encontrarle absorto en la lectura de una revista sobre agricultura que contenía un artículo muy tentador sobre la rentabilidad de los cerdos y le oyó decir:

– Mary, voy a comprar algunos cerdos a Charlie.

– Espero que no vuelvas a las andadas -replicó ella en tono desabrido.

– ¿Qué quieres decir, a las andadas?

– Sabes muy bien lo que quiero decir. Castillos de dinero en el aire. ¿Por qué no te dedicas a tu granja?

– Los cerdos son animales de granja, ¿no? Y Charlie gana mucho dinero con ellos.

Entonces empezó a silbar. Al verle cruzar la habitación para salir a la veranda y escapar de su rostro airado y acusador, Mary pensó que no sólo tenía ante ella a un hombre alto, flaco y encorvado, sino también a un niño caprichoso que intentaba aguantar el tipo aun después de que le echaran un jarro de agua fría para frenar su entusiasmo. Veía claramente a aquel niño, moviendo las caderas y silbando, pero con un aire de derrota en las rodillas y los muslos. Escuchó el silbido atiplado y melancólico que procedía de la veranda y de repente sintió deseos de llorar. Pero, ¿por qué, por qué? Era muy posible que hiciera dinero con los cerdos. Otras personas lo nacían. De todos modos, cifraba sus esperanzas en el fin de la temporada, cuando sabrían a cuánto ascendían sus ganancias. No serían pocas, pues el año había sido bueno y las lluvias propicias para Dick.

Construyó las pocilgas detrás de la casa, entre las rocas de la colina, para ahorrar ladrillos, según dijo; las rocas suministraban parte de las paredes; e hizo servir las más grandes como marco para la estructura de hierba y madera. Explicó a Mary que con aquel método había ahorrado varias libras.

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