Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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Pero no se habló más de pavos o conejos. Mary vendió los pavos y llenó los corrales de gallinas, para ganar un poco de dinero y poder comprarse algún vestido, explicó. ¿O acaso esperaba que fuese harapienta como una cafre? Al parecer él no esperaba nada, porque ni siquiera reaccionó a su desafío. Volvía a estar preocupado. No había ni rastro de compunción ni rencor en su actitud cuando la informó de que pensaba abrir una tienda en su granja. Se limitó a enunciar el hecho, sin mirarla, de forma concluyente, como si dijera: «Lo tomas o lo dejas.» Todo el mundo sabía que las tiendas eran un gran negocio, añadió. Incluso Charlie Slatter tenía una en su granja; muchos agricultores la tenían. Eran una mina de oro. Mary dio un respingo al oír «mina de oro» porque un día había encontrado una serie de trincheras apuntaladas con maderos en la parte posterior de la casa y él le había dicho que las había excavado hacía años en un esfuerzo para descubrir el Eldorado que sin duda se ocultaba bajo el terreno de su granja. Dijo con voz ecuánime:

– Si hay una tienda en la granja de Slatter, sólo a siete kilómetros, ¿para qué abrir otra aquí?

– En mis tierras trabajan siempre un centenar de nativos.

– Si ganan quince chelines al mes, no vas a convertirte en un Rockefeller con lo que gasten.

– Es un lugar de paso para los nativos -insistió tercamente Dick.

Solicitó un permiso comercial, que obtuvo sin dificultad, y en seguida edificó la tienda. Mary consideró algo terrible, un aviso y un mal presagio que la tienda, la antiestética y amenazadora tienda de su infancia, la siguiera incluso hasta allí, hasta su hogar.

Pero fue construida a varios centenares de metros de la casa, y consistió en una pequeña habitación dividida por un mostrador y una habitación de mayor tamaño habilitada para almacén. El género inicial cabía en las estanterías de la tienda en sí, pero a medida que el negocio prosperara, necesitarían la habitación de atrás.

Mary ayudó a Dick en la colocación de los artículos, profundamente deprimida y odiando las telas baratas que olían a productos químicos y las mantas ásperas y grasientas al tacto aun antes de su utilización. Colgaron la llamativa bisutería de cristal, latón y cobre, que Mary hizo oscilar y tintinear con una apretada sonrisa, recordando su infancia, cuando su mayor distracción era contemplar el balanceo y el brillo de los collares de cuentas multicolores. Pensaba que aquellas dos habitaciones, de ser añadidas a la casa, habrían hecho su vida cómoda; el dinero gastado en la tienda, los gallineros, las pocilgas y las colmenas habría podido servir para revestir el tejado y ahuyentar él terror que siempre le inspiraba la llegada de la estación calurosa. Pero, ¿de qué servía decirlo? Estuvo a punto de estallar en lágrimas de frustración y desesperanza, pero no pronunció una palabra y siguió ayudando a Dick hasta terminar el trabajo.

Cuando todo estuvo listo y la tienda repleta de género, Dick se entusiasmó tanto que fue a la estación y compró veinte bicicletas baratas. Era un paso ambicioso, porque la goma se pudre, pero dijo que los nativos siempre le pedían anticipos para comprar bicicletas; ahora podrían comprárselas a él. Entonces surgió la cuestión de quién llevaría la tienda. «Cuando esté en marcha – dijo Dick-, pondremos un dependiente.» Mary cerró los ojos y suspiró. Aun antes de empezar, cuando parecía que habría de pasar una eternidad hasta que hubieran amortizado el capital, ya hablaba de un empleado, que costaría por lo menos treinta libras al mes. ¿Por qué no poner a un nativo?, preguntó. En asuntos de dinero, los nativos no son de fiar, contestó él, y añadió que siempre había dado por sentado que ella se encargaría de la tienda; al fin y al cabo, no tenía nada que hacer. El tono de esta última observación fue el mismo con que se dirigía últimamente a ella: brusco v resentido.

Mary replicó que prefería morir antes que poner un pie en la tienda. Nada la induciría a ello, nada en absoluto.

– Pues no te haría ningún daño -respondió Dick-. ¿De modo que te consideras demasiado distinguida para estar detrás de un mostrador?

– Vendiendo malolientes artículos a un puñado de malolientes cafres -puntualizó ella.

Pero no era aquello lo que sentía; por lo menos no entonces, antes de iniciar el trabajo. No podía explicar a Dick que el olor de la tienda le recordaba las ocasiones de su niñez en que había contemplado con temor las hileras de botellas de las estanterías, preguntándose cuál de ellas vaciaría su padre aquella noche; en que había visto a su madre sacar monedas de sus bolsillos mientras él dormía en una silla, roncando con la boca abierta y las piernas separadas; en que al día siguiente la enviaba a la tienda a comprar comida que no aparecía en las cuentas de fin de mes. No podía explicarlo a Dick por la sencilla razón de que ahora ya le aso.-ciaba en su mente con la mediocridad y la angustia de su infancia y habría sido como discutir con el propio destino. Al final accedió a atender la tienda; no tenía otro remedio.

Ahora, mientras se dedicaba a sus quehaceres, miraba por la puerta trasera y veía el nuevo y brillante tejado entre los árboles; y de vez en cuando caminaba por el sendero el trecho suficiente para ver si alguien esperaba ante la tienda. Hacia las diez de la mañana media docena de mujeres nativas estaban sentadas con sus retoños bajo los árboles. Si a Mary le disgustaban los hombres indígenas, aborrecía a las mujeres. Detestaba la exhibición de sus carnes, sus cuerpos suaves y marrones, sus rostros suaves y tímidos, que también eran inquisitivos e insolentes, y sus voces gritonas, de tono ampuloso y descarado. No soportaba verlas allí sentadas sobre la hierba, con las piernas dobladas bajo el trasero en aquella postura eterna y tradicional, serenas e indiferentes como si no les importara que la tienda se abriera o permaneciera cerrada, obligándolas a volver al día siguiente. Y odiaba de manera especial su modo de amamantar a los niños, con los pechos colgantes a la vista de todo el mundo; en su tranquila y satisfecha maternidad había algo que la soliviantaba. «Con los niños aferrados a ellas como sanguijuelas», se decía, estremeciéndose, porque la idea de amamantar a un niño la llenaba de horror. Pensar en los labios de un niño chupando los pechos la ponía enferma; se cubría involuntariamente los suyos con las manos como protegiéndolos de una violación. Y como muchas mujeres blancas son como ella y utilizan, aliviadas, el biberón, no le faltaba compañía y no se consideraba extraña; las extrañas eran las negras, aquellas criaturas salvajes y primitivas de repugnantes deseos que no soportaba siquiera imaginar.

Cuando veía a unas diez o doce, un grupo polícromo entre la hierba y los árboles verdes, con su carne color de chocolate, tocados multicolores y pendientes de metal, cogía las llaves del armario de la ropa (las guardaba allí para que el criado no las viera y no pudiera ir a la tienda a robar cuando ella no se daba cuenta) y, protegiéndose los ojos con la mano, enfilaba el sendero para despachar aquel enojoso asunto. Abría la puerta con estruendo, dejándola chocar contra la pared de ladrillo, y entraba en la penumbra del local, con la nariz arrugada por el ofensivo tufo. Entonces las mujeres la seguían sin prisas, tocaban los artículos y se probaban los brillantes collares sobre la piel oscura con pequeñas exclamaciones de placer, o de horror, cuando oían los precios. Los niños iban colgados a la espalda de sus madres (corno monos, pensaba Mary) o se agarraban a sus faldas, mirando con fijeza la piel blanca de Mary, con racimos de moscas en los lagrimales. Mary permanecía allí de pie durante una media hora, manteniéndose distante, tecleando el mostrador con los dedos y contestando con monosílabos a las preguntas sobre precios y calidad. No permitía a las mujeres el placer de regatear. Al cabo de un rato sentía que ya no podía permanecer más tiempo encerrada en la sofocante tienda con aquel tropel de mujeres malolientes y charlatanes. Entonces exclamaba en fanagalo: «¡Vamos, deprisa!» Y una tras otra se marchaban todas, frenada su alegría y locuacidad por la sensación de que no eran bien recibidas.

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