Doris Lessing - Canta La Hierba

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Un asesinato es el punto de arranque de esta novela publicada en 1950, la primera de Doris Lessing, autora galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las letras. Situada en la Suráfrica segregacionista, Canta la hierba describe la historia de una mujer blanca en el seno de uña sociedad dividida por el color de la piel y en la que imperan la injusticia y la desesperación. Mary Turner, hija de unos pobres granjeros y nacida en África, se convierte en una joven urbana, trabajadora e independiente, hasta el día en que sorprende los cotilleos de sus amigas y decide que debe casarse para silenciarlos. Tras un periodo de angustiosa espera, conoce a un granjero que se enamora perdidamente de ella. Sin embargo, el matrimonio, la rutina de una granja aislada, las convenciones de la comunidad blanca y la relación con los nativos cambiarán su vida hasta límites insospechados.

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– Pero, ¿no hará demasiado calor aquí? -preguntó ella. Estaban en la colina, entre las porquerizas a medio construir. No era muy fácil trepar hasta allí a causa de las zarzas y malas hierbas que se adherían a las piernas, pinchándolas con púas afiladas como las zarpas de un felino'. Un gran euforbio extendía sus ramas hacia el cielo desde la cumbre de la colina y Dick confiaba en que ofrecería sombra y frescor suficientes. Pero ahora se hallaban a la cálida sombra de las gruesas y carnosas ramas, que tenían forma de vela, y Mary notaba que la cabeza le empezaba a doler. Las rocas no se podían tocar porque quemaban: el sol acumulado durante meses enteros parecía que estaba aprisionado en aquel granito. Miró a los dos perros de la granja, que yacían a sus pies, jadeando, y observó-: Espero que los cerdos no sientan el calor.

– Ya te he dicho que no hará demasiado -insistió él- cuando haya levantado las pantallas de madera y hierba.

– El calor parece salir de la tierra.

– Bueno, Mary, es muy fácil criticar, pero de este modo he ahorrado dinero. No podía invertir cincuenta libras en cemento y ladrillos.

– No era una crítica -se apresuró a responder ella al percatarse del tono defensivo de Dick.

Compró a Charlie Slatter seis cerdos muy caros y los instaló en las pocilgas incrustadas entre las rocas. Pero los cerdos tienen que comer y su comida resulta muy costosa si ha de comprarse en la tienda. Dick tuvo que encargar muchos sacos de maíz y decidió dar a los cerdos toda la leche que producían sus vacas con excepción de la cantidad mínima requerida para el uso doméstico. Mary tenía que ir todas las mañanas a la cocina a separar medio litro de leche para la casa y dejar que el resto se agriara en un recipiente porque Dick había leído en alguna parte que la leche agria contribuía a mejorar la calidad del tocino porque tenía sustancias de las que carecía la leche fresca. Las moscas se apiñaban sobre la blanca costra de la cuajada y toda la casa despedía un olor acre.

Y después, cuando nacieran las crías, y crecieran, sólo sería cuestión de transportarlas y venderlas… Sin embargo, estos problemas no se presentaron porque las crías murieron casi en seguida después de nacer. Dick dijo que era culpa de alguna enfermedad y también de su mala suerte, pero Mary observó secamente que en su opinión había ocurrido porque no les gustaba ser asados antes de tiempo. Dick le agradeció aquella observación macabra porque provocó su hilaridad y salvó la situación. Se rió, aliviado, rascándose la cabeza y subiéndose los pantalones; y en seguida entonó su melancólico silbido. Mary abandonó la habitación con el semblante crispado. Las mujeres que se casan con hombres como Dick aprenden tarde o temprano que sólo tienen dos alternativas: enloquecer, destruirse a fuerza de ataques de fútil rebeldía e indignación, o endurecerse y amargarse. Mary, recordando a su madre cada vez con mayor frecuencia como un sarcástico doble de sí misma, siguió el curso marcado inexorablemente por su educación. Enfurecerse contra Dick se le antojaba un insulto a su orgullo; en su rostro antes agradable, aunque sin forma, empezaron a formarse arrugas de obstinación; pero era como si llevase dos máscaras, contradictorias entre sí; sus labios se adelgazaban y apretaban, pero podían temblar de indignación; el ceño se le fruncía, pero entre las cejas había un trozo de piel sensible y vulnerable que enrojecía con violencia cuando se enfadaba con sus criados. A veces presentaba el rostro ajado de una mujer indomable que había aprendido a esperar lo peor de la vida y otras, el semblante de un histerismo indefenso. Pero todavía era capaz de salir de la habitación en silencio, sin proferir una palabra de crítica.

Pocos meses después de que vendieran los cerdos, Mary advirtió un día, con una fría sensación en el estómago, la ya conocida expresión de ensimismamiento en el rostro de Dick. Le vio de pie en la veranda con la vista perdida en los kilómetros de veld marrón que se prolongaban hasta las montañas y se preguntó qué visión se habría apoderado de él esta vez. Sin embargo, esperó en silencio a que se volviera hacia ella, puerilmente excitado por el éxito que ya conocía en su imaginación. Y ni siquiera entonces se desesperó de un modo real y definitivo. Luchando contra sus sombríos presagios, se dijo que la temporada había sido buena y que Dick estaba satisfecho; había pagado cien libras de la hipoteca y le quedaba el dinero suficiente para vivir todo un año sin recurrir a ningún préstamo. Sin darse cuenta, había adoptado la actitud negativa de Dick, juzgando una temporada por las deudas en que no había incurrido. Y cuando él observó un día, con una mirada provocativa, que había leído algo sobre pavos, hizo un esfuerzo para parecer interesada. Se dijo a sí misma que otros granjeros hacían aquellas cosas y ganaban dinero. Tarde o temprano, Dick tendría un golpe de suerte: el mercado sería tal vez favorable para él; o el clima de su granja sentaría bien a los pavos y la empresa les daría unos buenos ingresos. Entonces Dick, defendiéndose ya de las acusaciones que ella no había formulado, le recordó que, al fin y al cabo, había perdido muy poco en los cerdos (olvidándose, al parecer, de las abejas); el experimento les había salido casi gratis. Las pocilgas no habían costado nada y los jornales de los peones sólo ascendían a unos pocos chelines. La comida había sido producto de su propia granja, si no toda, en parte. Mary recordó los sacos de maíz que habían comprado y la gran preocupación que supuso encontrar dinero para pagar los jornales, pero aun así mantuvo la boca cerrada y desvió la vista, resuelta a no provocar en él más arrebatos de hostil autodefensa.

Vio más a Dick durante las pocas semanas de obsesión con los pavos que en todos los años de su matrimonio, anteriores o posteriores. Apenas bajaba a los campos, sino que pasaba el día entero supervisando la construcción de los gallineros de ladrillo y la inmensa extensión de alambrada. La alambrada de malla fina costó más de cincuenta libras. Después compró los pavos, caras incubadoras y básculas y todo lo que consideró esencial para las instalaciones; pero antes de incubar los primeros huevos, observó un día que estaba pensando en usar los corrales y gallineros, no para pavos, sino para conejos, que sólo requerían un puñado de hierba como alimento y se reproducían… bueno, como conejos. Era cierto que a la gente no le entusiasmaba el gusto de su carne (se trata de un prejuicio sudafricano), pero los gustos pueden adquirirse y si vendían los conejos a cinco chelines por cabeza, calculaba que podían ganar con toda comodidad cincuenta o sesenta libras mensuales. Después, cuando los animales ya tuvieran su mercado comprarían una raza especial de conejos de angora porque había oído decir que la libra de lana se vendía a seis chelines.

En aquel punto, incapaz de dominarse y odiándose por ello, Mary perdió la paciencia… y la perdió definitiva y destructivamente. Incluso mientras descargaba su furor contra él, se condenaba fríamente a sí misma por darle la satisfacción de verla en aquel estado. Pero era un sentimiento que él no habría comprendido. Su cólera hizo mucho daño a Dick, aunque no dejaba de repetirse que estaba equivocada y no tenía derecho a criticar sus bienintencionados esfuerzos, por infructuosos que fueran. Mary gritó, lloró y profirió maldiciones hasta que al final se sintió demasiado débil para mantenerse en pie y se sentó en un extremo del sofá, sollozando y tratando de recuperar el aliento. Y Dick no se subió los pantalones ni empezó a silbar ni la miró como un niño acorralado. La dejó sollozar durante largo rato sin pestañear y por fin dijo: «Está bien, jefa.» Aquello no gustó a Mary, no le gustó absolutamente nada; porque aquellas tres palabras sarcásticas decían más sobre su matrimonio de lo que ella se había permitido pensar jamás y era indecoroso que su desprecio hacia él quedara formulado de manera tan explícita: una condición de la existencia de su matrimonio era que ella le compadeciera con generosidad, no que le despreciara.

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