Pero, ¿por qué decir que me esforzaba, si lo cierto es que iba a su lado y al de sus atributos cambiantes del modo más natural y sin el menor esfuerzo? Si Mahlke me hubiera dicho en alguna ocasión: "Haz esto o aquello", no cabe duda de que lo hubiera hecho y aun más. Pero lo cierto es que Mahlke nunca dijo nada y aceptaba simplemente, sin palabra o signo alguno, que yo lo siguiera y fuera a buscarlo a la Osterzeile, no obstante el rodeo que eso representaba para mí, por el solo privilegio de poder ir a la escuela a su lado.
Y cuando él introdujo la moda de las borlas, yo fui el primero en seguirla y en ponérmelas en el cuello. Lo mismo que también llevé por algún tiempo, aunque sólo dentro de casa, un destornillador colgando de una cordonera.
Y si seguí luego prestando mis servicios de monaguillo al reverendo Gusewski, pese a que a partir del tercer año la fe y los demás supuestos ya se me hubieran ido, no fue sino para poder contemplar durante la comunión la garganta de Mahlke.
Y cuando después de las vacaciones de Pascua del cuarenta y dos -en el Mar de Coral tenían lugar en aquel entonces batallas navales con portaaviones- el Gran Mahlke se afeitó por primera vez, yo empecé también, dos días después, a raparme la barbilla, por más que no me asomara a la cara el menor vello.
Y si después de la conferencia del comandante de submarino, Mahlke me hubiera dicho: "Pilenz, ve y escamotéale aquello con la cinta", yo habría cogido del gancho la medalla y la cinta rojo-blanco-negra y te la hubiera guardado. Pero Mahlke cuidaba de sus asuntos por sí mismo, estaba acurrucado sobre el puente a la sombra y escuchaba los restos torturados de su música subacuática: Cavalleria rusticana -arriba gaviotas; el mar ora liso, ora rizado, ora agitado por breves olas; dos gruesos barcos en la rada; sombras de nubes; hacia Putzig una formación de botes ligeros: seis estelas, y entre ellas algunos barcos pesqueros- ya el bote hace gárgaras, nado lentamente de pecho, miro a otra parte, miro adelante, miro más allá, entre los restos de los ventiladores -¿cuántos eran exactamente?-, y antes de que mis manos se agarren a la herrumbre, te veo a ti, tal como te he estado viendo por espacio de quince años por lo menos: ¡a ti!; nado, me agarro de la herrumbre, y te veo a ti: el Gran Mahlke está acurrucado inmóvil a la sombra, el disco del sótano se atasca y va repitiendo el mismo pasaje, del que se ha enamorado, hasta que se le acaba la cuerda; las gaviotas se alejan, y tú llevas colgando del cuello el objeto con la cinta.
Se veía cómico, porque aparte de ello no llevaba puesto nada más. Estaba acurrucado, desnudo, en los huesos, bien tostado del sol, en la sombra. Sólo tenía iluminadas las rodillas. Su largo miembro semidespierto y los testículos aplanados sobre la herrumbre.
Las corvas le apretaban las manos. Su pelo, en mechones sobre las orejas, aunque partido siempre por el centro, no obstante el buceo. La cara; una expresión de redentor; y debajo, por toda prenda, la gran golosina, la enorme golosina, inmóvil, tres dedos abajo de la clavícula.
Por vez primera, la nuez, que según sigo suponiendo -y no obstante que él tuviera motores de repuesto- era al propio tiempo motor y freno de Mahlke, había hallado su contrapeso exacto. Dormía tranquilamente bajo la piel, y por cierto tiempo no tuvo necesidad de agitarse, porque aquello que la calmaba y la cruzaba armoniosamente tenía su historia, habiendo sido dibujado en 1813, época en que se cambiaba oro por hierro, por el buen viejo Schinkel, que sabía cómo atraer el ojo con un sentido clásico de la forma; pequeñas modificaciones de 1870 a 1871, pequeños retoques de 1914 a 1918, y ahora también.
Sin embargo, no tenía nada que ver con aquel Pour le mérite derivado de la Cruz de Malta, pese a que el engendro de Schinkel pasara por vez primera del pecho al cuello y preconizara la simetría como credo.
– ¡Hola, Pilenz! ¿Qué te parece? Buena pieza, ¿no?
– ¡Fantástica! Deja que la toque.
– Bien ganada, ¿eh?
– En seguida pensé que eras tú quien la había escamoteádo.
– ¿Cómo que escamoteado? Si me fue conferida ayer mismo porque del convoy de la ruta de Murmansk hundí cinco barrigudos y además un crucero de la clase Southampton…
Nos entregamos a aquel juego de sandeces, esforzándonos por hacer mutuamente gala de buen humor; bramamos todas las estrofas de la canción "Vamos contra Inglaterra" e inventamos otras nuevas, conforme a cuya letra, sin embargo, no eran buques tanques ni transportes de tropas lo que en ellas resultaba perforado por el centro, sino determinadas muchachas y maestras de la Escuela Superior Gudrún; sirviéndonos del hueco de las manos como altavoz, gangueamos comunicados oficiales con cifras de hundimientos en parte fantásticas y en parte obscenas, y con los puños y los talones golpeábamos a manera de tambor la cubierta del puente.
Y el bote retumbaba, traqueteaba, saltaban excrementos secos, volvían las gaviotas, botes ligeros entraban, deslizábanse en el cielo sobre nuestras cabezas bellas nubes blancas, ligeras como penachos de humo en el horizonte; un ir y venir, felicidad, centelleo; ni un solo pez fuera del agua, el tiempo propicio; y había que verlo saltar; pero no por lo de la garganta, sino porque se sentía lleno de vida y, por vez primera, un poco alocado, sin cara de redentor; se quitó la cosa del cuello, se sujetó los extremos de la cinta en los huesos de la cadera, mientras con las piernas y los hombros y la cabeza ladeada imitaba en forma asaz cómica, haciendo remilgos y no sin gracia, a una muchacha, aunque a ninguna en particular, dejó que la gran golosina metálica le bamboleara delante de los testículos y del miembro, atributos que, sin embargo, la orden apenas alcanzaba a ocultar en un tercio.
De paso -y mientras tu número de circo empezaba ya a atacarme los nervios- le pregunté si se proponía quedarse con la cosa, insinuando que lo mejor sería sin duda estibarla en su bodega, bajo el puente, entre la blanca lechuza, el gramófono y Pilsudski.
Pero el Gran Mahlke tenía otros planes, y los llevó adelante. Porque si Mahlke hubiera estibado la cosa bajo cubierta, o mejor, si yo no hubiera sido amigo de Mahlke, o mejor todavía, si las dos cosas a la vez, esto es: aquella cosa segura en la cabina de radio y yo sólo ligado a Mahlke superficialmente, por curiosidad o porque íbamos a la misma clase, yo no tendría ahora que escribir ni que decirle al Padre Albán: "¿Fue culpa mía que después Mahlke…?" Pero es el caso que escribo porque tengo que descargar mi conciencia.
Resulta agradable, sin duda, efectuar ejercicios sobre el blanco papel; pero, ¿de qué me sirven las nubes blancas, la brisa, los botes ligeros entrando puntualmente y una bandada de gaviotas actuando a manera de coro griego? ¿De qué me sirve toda la magia con la gramática? Aunque lo escribiera todo con minúsculas y sin puntuación, no tendría más remedio que decir: Mahlke no estibó aquella cosa en la cabina de radio del antiguo dragaminas polaco Rybitwa, no colgó el aparato entre el Mariscal Pilsudski y la Virgen Morena, ni arriba del gramófono moribundo y de la blanca lechuza en descomposición, sino que, con la golosina colgándole del cuello y mientras yo contaba las gaviotas, se limitó a hacer otra breve visita abajo de apenas media hora, se regodeó con la elegante orden ante su Virgen -de eso estoy seguro-, la volvió a subir a la luz a través de la escotilla de proa, se metió provisto de su collar en el taparrabo, nadó conmigo a un ritmo moderado de regreso al establecimiento de baños y, con el pedazo de hierro en la mano cerrada, se lo llevó, ocultándolo a los ojos de Schilling, Hotten Sonntag, Tula Pokriefke y los de tercero, a su caseta de la sección para caballeros.
Sólo a medias y de mala gana informé a Tula y a su séquito; desaparecí luego a mi vez en la caseta, me vestí rápidamente, y alcancé todavía a Mahlke en la parada de la línea 9.
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