Günter Grass - El gato y el ratón

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En El gato y el ratón encontramos el mismo escenario de obras anteriores, Danzig; un periodo de tiempo que ya había tocado, 1939-1945; un grupo de personajes que ya había aparecido en otros libros suyos. Sin embargo, hay un elemento que por primera vez trata en extensión: el amor. El gato y el ratón es la crónica apasionada de unas adolescencias quebradas por la guerra, que les hace salir de su mundo juvenil para enfrentarse con la catástrofe de un entorno en conflicto y en descomposición.

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Durante las dos horas que como de costumbre ponían fin, los sábados, a nuestra semana escolar, nos mostró, primero a nosotros y luego a los del último curso que solían juntársenos a partir de la segunda hora, de lo que era capaz. Bajo, con abundante pelo negro en el pecho, bien proporcionado. Había pedido prestado a Mallenbrandt el tradicional calzón rojo de gimnasta y la camisa blanca con franja roja y la C negra bordada.

Mientras se cambiaba, rodeábale un grupo de alumnos. Muchas preguntas: "… ¿me permite verla más de cerca?" "¿Cuánto dura?" "¿Y si…?" "Un amigo de mi hermano que…" Contestaba con paciencia. A veces se reía sin motivo pero en forma contagiosa.

El vestidor relinchaba, y si Mahlke me llamó la atención, fue justamente porque no reía como los demás atento, exclusivamente a plegar y colgar sus prendas de vestir. El pito de Mallenbrandt nos llamó al gimnasio y bajo la barra fija. Discretamente secundado por Mallenbrandt, el teniente comandante dirigía la lección, lo que significaba que no hubimos de esforzarnos demasiado, ya que él tenía interés en hacernos una demostración, sobre todo de la doble vuelta en la barra con salto a piernas abiertas. Aparte de Hotten Sonntag, sólo Mahlke podía hacerlo, pero nadie soportaba mirarlo: tan horribles eran su vuelta y su salto con las rodillas encorvadas.

Cuando el teniente comandante empezó con nosotros una serie de ejercicios sueltos y cuidadosamente estructurados en el suelo, la nuez de Mahlke seguía agitándose locamente y como si algo la hubiera picado. En el salto de anchura sobre siete hombres, que había de terminar con una voltereta hacia adelante, aterrizó en la estera ladeado torciéndose probablemente el pie, porque se sentó aparte en una escalerilla, con el cartílago agitado todavía, y seguramente se escabulló cuando se nos juntaron los de sexto, al comenzar la segunda hora.

No se nos volvió a reunir hasta el juego de básquetbol contra aquéllos, e hizo inclusive tres o cuatro canastas, aunque de todos modos perdimos. Nuestro gimnasio neogótico conservaba su atmósfera solemne en el mismo grado en que la capilla de Santa María, en Neuschottland, nunca perdió por completo el carácter prosaico del gimnasio que fuera antes, pese a todo el yeso pintado y a toda la pompa eclesiástica regalada que el reverendo Gusewski desplegara a la luz deportiva de sus anchos ventanales.

Y si aquí todos los misterios tenían lugar a la luz del día, nosotros, en cambio, practicábamos nuestros ejercicios en una penumbra misteriosa. Nuestro gimnasio tenía ventanas ojivales, y los adornos de ladrillo dividían los vidrios coloreados de las rosetas.

En tanto que en la capilla de Santa María el ofertorio, la consagración y la comunión constituían a manera de procesos mecánicos en plena luz y sin magia alguna -lo mismo se hubieran podido distribuir allí, en vez de hostias, herrajes de puerta, herramientas o bien, como en otro tiempo, aparatos gimnásticos o palos de relevo-, en la luz mística de nuestro gimnasio, en cambio, el mero sorteo de los dos equipos de básquetbol, cuyo animado juego de diez minutos ponía fin a la clase de cultura física, adquiría el carácter solemne e impresionante de una ordenación o una confirmación, y el alejarse de los elegidos hacia el fondo semioscuro de la sala tenía lugar con esa humildad de los que efectúan algún rito sagrado.

Cuando la luz del sol caía diagonalmente y algunos rayos matutinos lograban filtrarse hasta el interior a través del follaje de los castaños del patio de recreo y de las ventanas ojivales, llegábase a efectos impresionantes con las figuras de los gimnastas en los anillos o en el trapecio. Si cierro los ojos, veo todavía al pequeño teniente comandante ejecutando ágiles y fluidos ejercicios en el trapecio lanzado al vuelo, con su calzón rojo de gimnasta que recordaba el rojo de los monaguillos; veo surgir sus pies impecablemente tendidos -practicaba descalzo- en uno de los dorados rayos oblicuos del sol; veo tenderse sus manos -porque de repente se colgaba del trapecio sujetándose con las corvas- hacia alguno de aquellos haces de luz hechos de un polvo finísimo de oro.

Sí, nuestro gimnasio era maravillosamente anticuado. También el vestuario recibía luz lateral, y de ahí que lo llamáramos la Sacristía. Mallenbrandt tocó el pito, y terminado así el partido de básquetbol, los de los años quinto y sexto hubimos de formar y de cantar para el teniente comandante "Vamos al monte en el rocío matutino tralalá", a continuación de lo cual rompimos filas y nos dirigimos a los vestidores.

Inmediatamente volvió a producirse la aglomeración alrededor del teniente comandante. Sólo los de sexto mostraban un poco más de reserva. Después de haberse lavado cuidadosamente las manos y los sobacos en la única fuente existente -no había duchas- y mientras se ponía rápidamente la ropa interior y se quitaba el calzón prestado -sin que lográramos ver nada-, el teniente comandante seguía contestando las preguntas de los escolares, lo que hacía de buena gana, riendo y con un tolerable grado de condescendencia.

De pronto, entre pregunta y pregunta, se calló y empezó a buscar, disimuladamente primero y con mano insegura, pero abiertamente después, e incluso debajo del banco.

– Un momento, muchachos, vuelvo en seguida a cubierta.

Y con su pantalón azul marino, su camisa blanca, descalzo, pero con los calcetines puestos, el teniente comandante se abrió paso entre los estudiantes, las hileras de bancos y el olor de parque zoológico: Pequeño Pabellón de Fieras.

El cuello de la camisa, abierto y levantado, listo para recibir la corbata y la cinta con la cruz que no quiero mencionar. De la puerta del despacho de Mallenbrandt colgaba el horario semanal de las clases de gimnasia. Llamó y entró al propio tiempo.

¿A quién no se le ocurrió, como a mí, pensar en Mahlke? No estoy seguro de que se me ocurriera inmediatamente, aunque hubiera debido ocurrírseme, pero de lo que sí estoy seguro es de no haber exclamado en voz alta: "¿Dónde demonios estará Mahlke?" Tampoco Schilling gritó nada, ni Hotten Sonntag, ni Winter Kupka Esch.

Ninguno dijo nada; antes bien, nos pusimos tácitamente de acuerdo en que había sido aquel cretino de Buschmann, un mocoso al que no se le podía borrar de la cara la estúpida risita con que había venido al mundo ni con una docena de bofetones. Cuando Mallenbrandt, con su albornoz de toalla peluda y acompañado del teniente comandante a medio vestir, llegó hasta nosotros y rugió su "¿Quién fue? ¡Que se presente enseguida!" empujamos hacia adelante a Buschmann. También yo grité Buschmann, y estuve inclusive en condiciones de pensar para mí y sin el menor esfuerzo: claro, sólo pudo haber sido Buschmann, porque ¿quién, sino Buschmann?

Pero sólo cuando Buschmann se vio acosado a preguntas por todas partes, también por parte del teniente comandante y del auxiliar de sexto año, empezó a hormiguearme algo, muy superficialmente primero, en el cogote. Y el hormigueo se afirmó al recibir Buschmann su primer bofetón, porque la risita no se le quitaba de la cara ni aun bajo el interrogatorio.

Y mientras con la vista y el oído esperaba yo todavía una confesión categórica de Buschmann, me fue subiendo, del cogote para arriba, la certeza: ¡Hombre! ¿Y no habrá sido Ya sabes quién? Ya mi acecho de una palabrita reveladora del sonriente Buschmann se iba desvaneciendo, sobre todo por cuanto la cantidad de los bofetones que le administraba Mallenbrandt revelaba inseguridad en sí mismo.

No hablaba ya del objeto desaparecido, sino que entre golpe y golpe rugía:

– ¡Deja de reírte! ¡No te rías, te digo! ¡Ya haré yo que se pasen las ganas de reír!

Dicho sea de paso, no lo logró. No sé si existe hoy todavía un Buschmann; pero si hay algún Buschmann dentista, veterinario o médico -ya que Heini Buschmann quería estudiar medicina-, con seguridad que será un sonriente Dr. Buschmann, porque una risita como la suya no se pierde así como así, sino que persiste y sobrevive a las guerras y a las reformas monetarias, como entonces lo demostró, sobreponiéndose a los bofetones del profesor Mallenbrandt, cuando el teniente comandante con el cuello disponible esperaba todavía el resultado del interrogatorio.

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