Günter Grass - El gato y el ratón

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En El gato y el ratón encontramos el mismo escenario de obras anteriores, Danzig; un periodo de tiempo que ya había tocado, 1939-1945; un grupo de personajes que ya había aparecido en otros libros suyos. Sin embargo, hay un elemento que por primera vez trata en extensión: el amor. El gato y el ratón es la crónica apasionada de unas adolescencias quebradas por la guerra, que les hace salir de su mundo juvenil para enfrentarse con la catástrofe de un entorno en conflicto y en descomposición.

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Schilling y Kupka gritaban que pusiera algo más animado, pero de eso sí no tenía. Y sólo cuando puso allá abajo a Zarah consiguió el mayor efecto. En efecto, su voz subacuática nos tumbó de bruces sobre la herrumbre y los excrementos abollados de las gaviotas. Ya no recuerdo lo que cantó. Era siempre el mismo estilo.

Pero cantó también algo de una ópera que ya conocíamos de la película Patria querida. Cantaba: "Ay la he perdido"; bramaba: "El viento me ha cantado una canción"; profetizaba: "Sé que un día se hará el milagro". Sabía resonar como un órgano y conjurar elementos, pero cultivaba también toda clase imaginable de musas tiernas. Y Winter tragaba saliva y podía apenas contener el llanto, aunque también a los otros nos escocían los párpados.

Y, además, las gaviotas. Locas de por sí, se comportaban -ahora que Zarah daba vueltas allá abajo en el disco- como totalmente endemoniadas.

Lanzaban sus chillidos penetrantes, emanados probablemente de las almas de tenores muertos, sobre el bajo retumbante, profundo como un calabozo, imitable pero hasta el presente inimitado, de una estrella de cine dotada de una voz que movía a lágrimas y que en aquellos años de guerra gozaba, en la retaguardia y en el frente, de enorme popularidad.

Mahlke nos ofreció este concierto varias veces, hasta que los discos acabaron gastándose y no salían de la caja más que unas gárgaras y un rascar atormentados. Hasta el presente, nunca me ha proporcionado la música un placer mayor que aquél, y eso que apenas me pierdo un solo concierto en la Sala Robert Schumann y que así que dispongo de fondos me compro toda clase de discos long-play, desde Monteverdi hasta Bártok. Silenciosos e insaciables, estábamos todos en montón arriba del gramófono, al que llamábamos el "ventrílocuo".

Ya no se nos ocurrían más alabanzas. Sin duda, admirábamos a Mahlke; pero luego, de repente, en medio de todo aquel fragor, nuestra admiración se trocaba en su contrario, y lo encontrábamos repulsivo al grado de no atrevernos a mirarlo. Entonces, mientras un barco cargado hasta los topes iba entrando pesadamente en el puerto, lo compadecíamos moderadamente. Pero por otra parte también le temíamos, porque era un déspota. Y yo me avergonzaba de que me vieran en la calle con él. Y me sentía orgulloso cuando la hermana de Hotten Sonntag o la pequeña Pokriefke me encontraban a tu lado frente al cine o en el Heeresanger.

Porque tú eras nuestro tema constante: "¿Qué estará haciendo ahora? Me juego lo que quieras a que ya vuelve a tener dolores de garganta, Te apuesto cualquier cosa a que acabará algún día por ahorcarse, o por ser algo muy grande, o por inventar algo fantástico".. Y Schilling le decía a Hotten Sonntag: "Tú dime honradamente, si tu hermana fuera con Mahlke, al cine y lo demás, honradamente, ¿qué harías?"

VII

La aparición en el aula de nuestro Instituto del teniente de navío y comandante de submarino profusamente condecorado puso fin a los conciertos en interior del antiguo dragaminas polaco Rybitwa.

Claro que, aunque no hubiera venido, el gramófono y los discos no hubieran dado más que para otros tres o cuatro días; pero es el caso que vino, paró la música subacuática sin necesidad de trasladarse a nuestro bote y dio a las conversaciones sobre Mahlke un nuevo sesgo, aunque no fundamentalmente nuevo. El teniente de navío pasaría su bachillerato en el año treinta y cuatro. Decíase de él que antes de alistarse voluntariamente en la Marina había estudiado algo de teología y de filología germánica. No puedo menos que decir que su mirada era fogosa. El pelo espeso, rígidamente crespo acaso, daba a su cabeza un aire de antiguo romano. No llevaba la barba típica de los comandantes de submarino, pero las cejas le sobresalían a manera de tejado.

Su frente, mitad de pensador y mitad de soñador, carecía de arrugas transversales, pero ostentaba, en cambio, dos rectas verticales que le arrancaban de la base de la nariz, en constante búsqueda de Dios. Reflejos luminosos en el punto extremo de una bóveda audaz. Fina y aguda la nariz. La boca, que abrió para nosotros, tenía esa curva delicada típica del orador.

El aula, llena a rebosar, y un sol matinal espléndido. Estábamos sentados en los huecos de las ventanas. ¿De quién había sido la idea de invitar a la conferencia del orador de boca delicadamente curvada a las dos clases superiores de la Escuela Gudrún?

Las muchachas estaban sentadas en las primeras hileras de bancos. Hubieran debido llevar sostenes, pero no los llevaban. Primero, cuando el bedel anunció la conferencia, Mahlke no quería ir. Sintiendo que lograría imponerme, lo tomé del brazo. Sentado junto a mí en el nicho de la ventana -detrás de nosotros y de los cristales teníamos los castaños inmóviles del patio de recreo-, Mahlke empezó a temblar aun antes de que el teniente comandante abriera la boca.

Se metió las manos bajo las corvas, pero el temblor seguía. El cuerpo de profesores, comprendidas dos profesoras de la Escuela Gudrún, llenaba un semicírculo de sillas de roble, de alto respaldo y cojines de piel, que el bedel había dispuesto esmeradamente.

El profesor Moeller dio unas palmadas y consiguió que poco a poco se fuera haciendo silencio para escuchar al director Klohse. Detrás de las trenzas dobles y las colas de caballo estaban sentados los alumnos de segundo año con sus cortaplumas: algunas muchachas se llevaron las trenzas hacia adelante.

A los de segundo sólo les quedaron las colas de caballo. Esta vez hubo una introducción. Klohse habló de todos los que estaban en el frente, de los de tierra, mar y aire; habló profusamente, y con poca inflexión de la voz, de sí mismo y de los estudiantes en Langenmark, y en la Isla de Oesel cayó Walter Flex, cita:

Madurar permaneciendo limpios: las virtudes varoniles. Acto seguido, Fichte o Arndt, cita; De ti solo y de tus obras. Recuerdo de una excelente composición que el teniente comandante había escrito en quinto año sobre Arndt o Fitche: "Uno de los nuestros, surgido de nuestro medio y del espíritu de nuestro Instituto, y en este sentido vamos a…" ¿Necesito decir con qué celo, durante el preámbulo de Klohse, circulaban papelitos entre nosotros, los de los nichos de las ventanas, y las muchachas de quinto año?

Por supuesto, los de segundo borronearon en ellos sus porquerías acostumbradas. Yo envié una notita con ya no sé qué a Vera Plötz o a Hildita Matull, pero ni me la devolvieron ni recibí respuesta alguna. Las corvas de Mahlke seguían aprisionando las manos de Mahlke.

El temblor se fue calmando. El teniente comandante estaba sentado en la tarima, ligeramente apachurrado, entre el antiguo profesor Brunies, que como de costumbre chupaba tranquilamente sus caramelos, y el doctor Stachnitz, nuestro profesor de latín.

Mientras la introducción tocaba a su fin, mientras nuestros papelitos iban y venían, mientras los de segundo con sus cortaplumas, mientras la mirada del retrato del Führer se encontraba con la mirada del Barón de Conradi y mientras el sol matutino se iba deslizando fuera del aula, el teniente comandante humedecíase constantemente los labios delicadamente curvados de orador, miraba al auditorio con cara de pocos amigos y se esforzaba por no ver a las alumnas de las clases superiores.

La gorra correctamente sobre las rodillas paralelas. Los guantes bajo la gorra. Uniforme de gala. La baratija del cuello muy visible sobre una pechera extraordinariamente blanca.

Un movimiento repentino de cabeza, seguido a medias por la condecoración, hacia las ventanas laterales del aula:

Mahlke se estremeció, sintiéndose identificado, aunque en realidad no fue así. A través de la ventana en cuyo nicho estábamos sentados, el comandante de submarino miraba hacia los inmóviles castaños polvorientos; y yo pensaba, o pienso ahora: ¿en qué pensará, en qué pensará Mahlke, o Klohse, mientras habla, o el profesor Brunies mientras chupa, o Vera Plotz mientras tu papelito, o Hildita Matull; en qué piensa él él él, Mahlke o el de la boca de orador?

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