Günter Grass - El gato y el ratón

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En El gato y el ratón encontramos el mismo escenario de obras anteriores, Danzig; un periodo de tiempo que ya había tocado, 1939-1945; un grupo de personajes que ya había aparecido en otros libros suyos. Sin embargo, hay un elemento que por primera vez trata en extensión: el amor. El gato y el ratón es la crónica apasionada de unas adolescencias quebradas por la guerra, que les hace salir de su mundo juvenil para enfrentarse con la catástrofe de un entorno en conflicto y en descomposición.

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Durante todo el trayecto traté de convencerlo de que, si había decidido hacerlo así, devolviera en todo caso la orden personalmente al teniente comandante, cuya dirección no había de resultar difícil de averiguar. Creo que no me escuchaba.

Ibamos de pie y apretujados en la última plataforma del tranvía. A nuestro alrededor el apiñamiento de un mediodía de domingo. Entre parada y parada abría él la mano, entre su camisa y la mía, y ambos mirábamos hacia abajo, hacia el severo metal oscuro y la cinta, mojada todavía y ajada. A la altura de la Hacienda de Saspe, Mahlke levantó provisionalmente la orden, pero sin colgársela, hasta delante del nudo de su corbatín, y trató de servirse de los cristales de la plataforma como espejo.

Durante la parada en espera del tranvía contrario miré por encima de una de sus orejas, del cementerio en ruinas de Saspe y de los pinos encorvados de la playa, en dirección del aeródromo, y tuve suerte: un grueso trimotor Ju 52 que aterrizaba pesadamente en aquel instante vino en mi ayuda.

Es probable, sin embargo, que la multitud dominguera del tranvía tampoco tuviera tiempo para fijarse en las exhibiciones del Gran Mahlke, ya que por encima de los bancos y de los líos de ropa había que luchar a gritos con niños de pecho a los que la fatiga de la playa hacía más pesados.

Sus llantos y berridos, estallando, calmándose, subiendo, bajando y pasando gradualmente al sueño, resonaban de la plataforma delantera a la de atrás y viceversa, sin hablar de los olores, capaces de agriar cualquier leche. Bajamos en la terminal del Brunshoferweg, y Mahlke dijo por encima del hombro que se proponía ir a interrumpir la siesta del director del Instituto, Dr. Waldemar Klohse; que quería ir solo y que tampoco tenía objeto el que yo lo esperara.

Klohse vivía -como era bien sabido- en la avenida de Baumbach. Lo acompañé todavía a lo largo del túnel embaldosado bajo el terraplén, y dejé luego que el Gran Mahlke se fuera solo: no parecía tener la menor prisa y caminaba más bien en un zigzag de ángulos obtusos.

Tenía cogidos los extremos de la cinta con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y la cruz giraba en el aire y lo guiaba a manera de hélice propulsora hacia la avenida de Baumbach. ¡Funesto plan, funesto cumplimiento! Si al menos hubieras lanzado la cosa a lo alto de los tilos no habrían faltado allí, en aquel barrio residencial lleno de árboles frondosos, urracas bastantes para habérsela llevado a su escondrijo, junto a la cucharita de plata, el anillo y el broche, el montón de las baratijas.

El lunes, Mahlke no vino a la escuela. En la clase empezábase a rumorear. El profesor Brunies daba alemán. Chupaba como siempre las tabletas de Cebión que habría debido repartir entre los alumnos.

Tenía abierto ante sí a Eichendorff. Sus vetustas palabras nos llegaban desde la cátedra endulzadas y pegajosas. Primero unas páginas del Tunante, luego El rodezno, El anillito,

El juglar

– Partieron dos alegres viandantes

– Si hay un cervato al que prefieras

– Dormita un canto en cada cosa

– Viene una brisa azul y tibia.

De Mahlke, ni palabra.

Apenas el martes vino el director Klohse con su carpeta gris, se colocó al lado del profesor Erdmann -que se frotaba las manos sin saber dónde ponerlas-, y por encima de nuestras cabezas resonó Klohse con aliento mentolado: se había producido algo inaudito y, lo que era peor, en tiempos cruciales, en los que todos debemos estar unidos.

El estudiante en cuestión -así dijo Klohse, sin mencionar nombre alguno- había sido expulsado del establecimiento. Sin embargo, se había desistido de dar parte a otras autoridades, como por ejemplo la dirección regional del Partido. Se encarecía, pues, a todos los alumnos que guardaran un silencio viril y que, fieles al espíritu de la escuela, trataran de compensar con la suya una conducta indigna.

Así lo deseaba un antiguo alumno, el teniente de marina, comandante de submarino, condecorado con la etcétera, etcétera…

Así nos dejó Mahlke, que fue transferido -durante la guerra apenas se expulsó definitivamente a nadie del Instituto- a la Escuela Superior Horst Wessel, en donde tampoco se hizo mucho ruido a propósito del incidente.

IX

La Escuela Superior Horst Wessel se llamaba antes de la guerra Instituto Técnico Kronprinz Wilhelm y olía tanto a rancio como la nuestra.

El edificio, construido en 1912, creo, y que sólo exteriormente se veía más simpático que nuestra caja de ladrillo, estaba situado al sur del suburbio, al pie del bosque de Jaschkental, de modo que al reanudarse las clases en el otoño el camino de Mahlke para ir a la escuela y el mío no coincidían en ningún punto.

Pero tampoco durante las vacaciones de verano se oyó nada de él – un verano sin Mahlke-, porque, al parecer, se había inscrito en un campamento de habilitación para la defensa, en donde se le ofrecía la posibilidad de un entrenamiento premilitar como operador de radiotelegrafía.

No exhibió su piel tostada ni en Brösen ni en los baños de Glettkau. Como no tenía objeto buscarlo en la capilla de Santa María, el reverendo Gusewski hubo de quedarse durante todo el tiempo de las vacaciones sin uno de sus más asiduos monaguillos, ya que el monaguillo Pilenz se decía para sí: sin Mahlke, no hay misa.

Los que quedábamos seguíamos yendo de vez en cuando al bote, pero sin entusiasmo. Hotten Sonntag trató en vano de hallar el acceso a la cabina de radio.

También entre los de cuarto se hablaba de la bohardilla fantástica y extravagantemente equipada en el interior de las estructuras del puente.

Un tipo con los ojos muy juntos, al que los muchachos llamaban con aire sumiso Störtebeker, buceaba infatigablemente.

El primo de Tula Pokriefke, un pequeñajo de lo más esquelético, vino una o dos veces al bote, pero no buceó nunca.

De pensamiento o de palabra, traté de trabar conversación con él acerca de Tula, porque Tula me gustaba. Pero también a él lo había enredado con su lana deshilachada y su indisoluble olor a cola de carpintero, lo mismo que -¿con qué sería? -a mí. -Váyase a freír espárragos -me dijo (o habría podido decirme) el primo.

Tula no venía al bote, sino que permanecía en los baños, pero había terminado definitivamente con Hotten Sonntag. Cierto que en dos ocasiones fui con ella al cine, lo cual no me sirvió de nada, porque ella iba al cine con cualquiera. Decían que se había enamorado de aquel Störtebeker, aunque en vano, porque éste estaba enamorado a su vez de nuestro bote y buscaba obstinadamente el acceso a la bohardilla de Mahlke.

A punto de terminarse las vacaciones rumoreóse mucho que sus esfuerzos se habían visto coronados por el éxito. Lo cierto es que nadie tenía pruebas, ya que no subió ningún disco enmohecido ni pluma alguna de la blanca lechuza.

No obstante lo cual, los rumores persistieron. Y cuando cosa de dos años y medio después fue detenida aquella banda juvenil tan misteriosa que se decía capitaneada por Störtebeker, parece ser que en el curso del proceso se habló reiteradamente de nuestro bote y del escondrijo en el interior de las estructuras del puente. Pero para entonces yo estaba ya en el ejército y sólo me enteré a medias, porque hasta el final, y mientras el correo colaboró, el reverendo Gusewski no dejó de escribirme cartas, mitad de padre espiritual, mitad de amigo.

Y en una de las últimas cartas de enero del cuarenta y cinco, cuando ya las fuerzas rusas se acercaban a Elbing, decía algo acerca de un asalto escandaloso que la banda en cuestión, llamada de los Curtidores, se había permitido contra la iglesia del Sagrado Corazón, en la que oficiaba el reverendo Wiehnke.

Al muchacho Störtebeker se lo mencionaba en la carta por su verdadero apellido, y creo asimismo haber leído algo a propósito de un niño de tres años, al que la banda cuidaba a manera de talismán o de mascota. A veces dudo de si en la última o la penúltima carta de Gusewski -el bulto se me perdió juntamente con mi diario en Cottbus- se hablaba o no también de aquel bote que a principios de las vacaciones de verano del cuarenta y dos pudo celebrar su día cumbre, por más que fuera luego perdiendo brillo durante las mismas; porque hasta el presente dicho verano se me antoja insípido, ya que Mahlke no estaba (¿podía haber verano sin Mahlke?) Y no es que nos desesperáramos por el hecho de no tenerlo más.

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