No sabía si la mujer lo quería para ella, para una amiga o si conocía a alguien que se lo compraría.
A cierta distancia del puesto de seguridad, Wallingford se volvió y miró a la india. Ésta había vuelto al trabajo (para los demás era sólo una guardia de seguridad), pero cuando miró en dirección a Patrick, le saludó agitando la mano, con una cálida sonrisa. También alzó la minúscula mano. Wallingford estaba demasiado lejos para ver los dedos cruzados, pero el adorno destellaba bajo la brillante luz del aeropuerto. El platino volvía a relucir como el oro.
Patrick recordó las alianzas matrimoniales de Doris y Otto Clausen brillando bajo el haz de la linterna entre el agua oscura y la parte inferior del embarcadero en el cobertizo de los botes. ¿Cuántas veces desde que dejara allí los anillos, colgados de un clavo, había nadado bajo el embarcadero para mirarlos, pedaleando en el agua con la linterna en la mano?
¿O tal vez nunca lo había hecho? ¿Sólo los veía, como Wallingford lo hacía ahora, en sueños o en la imaginación, donde el oro era siempre más brillante y el reflejo de los anillos en el lago más duradero?
Si tenía una oportunidad con la señora Clausen, desde luego no dependía de que se corroborase si Mary Shanahan estaba embarazada o no. Más importante era la fuerza con que aquellas alianzas matrimoniales brillaban todavía bajo el embarcadero en los sueños y en la imaginación de Doris Clausen. Cuando el avión despegó rumbo a Cincinatti todo estaba en el aire (y en aquellos momentos en sentido literal), tanto su proyecto de vida en común con Doris Clausen como lo que ésta pensaba de él. Tendría que esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Era lunes, 26 de julio de 1999. Wallingford recordaría esa fecha durante largo tiempo, pues no volvería a ver a la señora Clausen hasta que transcurrieran tres meses y ocho días.
Tendría tiempo para recuperarse. El moratón en la espinilla (causado al golpearse con la mesa de vidrio en el piso de Mary) primero se volvió amarillo y luego marrón claro, hasta que un día desapareció. De la misma manera la quemadura (debida al grifo del agua caliente en la ducha de Mary) no tardó en esfumarse. De repente, en la zona arañada de la espalda (las uñas de Angie) desaparecieron las pruebas del fatigoso encuentro con la maquilladora de Queens. Incluso la ampolla de sangre, de tamaño considerable, en el hombro izquierdo (un mordisco pasional de Angie) se había ido. En el lugar donde hubo un hematoma violáceo (de nuevo el mordisco pasional), no había más que la nueva piel de Wallingford, con un aspecto tan inocente como el hombro del pequeño Otto, tan liso y sin ninguna marca.
Patrick recordaba los momentos en que había untado con crema antisolar la suave piel del niño, cuando le tocaba y sostenía en brazos, y los echaba de menos. También añoraba a la señora Clausen, pero era lo bastante prudente para no insistir en que le diera una respuesta.
También sabía que era demasiado pronto para preguntarle a Mary Shanahan si estaba embarazada. Lo único que le dijo, en cuanto regresó de Green Bay, fue que había pensado a fondo en la sugerencia que ella le hizo de renegociar su contrato y quería hacerlo. Como Mary había señalado, el contrato actual finalizaría al cabo de año y medio. ¿No había sido idea de ella que pidiera tres años e incluso cinco?
Sí, era cierto. («Pide tres años, no, que sean cinco», le había dicho ella.) Pero Mary no parecía recordar aquella conversación.
– Creo que tres años sería pedir demasiado, Pat -le dijo.
– Comprendo -replicó Wallingford-. Entonces supongo que no hay ningún inconveniente en que siga como presentador.
– Pero ¿estás seguro de que quieres el empleo, Pat?
Él creía que Mary no se mostraba cauta sólo porque Wharton y Sabina estaban presentes en su despacho. (El director ejecutivo carirredondo y la resentida Sabina les escuchaban con aparente indiferencia, sin decir palabra.) Wallingford entendía que Mary no sabía realmente lo que quería, y esto la ponía nerviosa.
– Depende -respondió Patrick-. Me cuesta imaginar el trueque de un puesto de presentador por tareas informativas sobre el terreno, aunque pueda elegirlas. Si ya eres fraile no puedes ser de nuevo cocinero. Es difícil mirar adelante para ir hacia atrás. Creo que deberías hacerme una oferta para tener una idea más precisa de lo que te propones.
Mary le miró con una ancha sonrisa.
Wharton, tan insulso e inmóvil que no tardaría en confundirse con el mobiliario si no decía algo o por lo menos se movía antes de medio minuto, tosió un poco, con la palma ahuecada sobre la boca. Su increíble inexpresividad recordaba la vacuidad de la máscara de un verdugo; hasta su tos era inexpresiva. Sabina, con quien Wallingford apenas recordaba haberse acostado (ahora que lo pensaba, gemía en sueños como una perra que tuviera sueños), se aclaró la garganta como si se hubiera tragado un pelo de vello púbico.
– Lo he pasado muy bien en Wisconsin.
Wallingford habló con tanta neutralidad como le fue posible, pero Mary hizo la deducción correcta de que nada estaba decidido entre él y Doris Clausen, pues de lo contrario se habría apresurado a decirle que él y la señora Clausen tenían una relación de pareja, de la misma manera que, de haber estado embarazada, Mary no habría esperado a comunicárselo.
Y ambos sabían que había sido necesario representar el punto muerto en que se encontraban en presencia de Wharton y Sabina, quienes también lo sabían. Dadas las circunstancias, no habría sido aconsejable que Patrick Wallingford y Mary Shanahan se hubieran quedado a solas.
– ¡Chico, qué frialdad hay siempre por aquí! -comentó Angie cuando él estuvo sentado en el sillón de maquillaje.
– Tienes razón, siempre es así -admitió Patrick.
Se alegraba de ver a la bondadosa muchacha, que le había dejado el apartamento más limpio de lo que había estado jamás desde que se instaló en él.
– Bueno… ¿vas a hablarme de Wisconsin o qué? -le preguntó Angie.
– Es demasiado pronto para decirlo -le confesó Wallingford-. Tengo los dedos cruzados -añadió, una frase desafortunada, porque le recordó el amuleto para la fertilidad de la señora Clausen.
– Yo también tengo los dedos cruzados -le dijo Angie. Había dejado de coquetear con él, pero no era menos sincera ni menos amistosa.
Wallingford tiraría su despertador y lo sustituiría por uno nuevo, porque cada vez que lo miraba recordaba el chicle de Angie allí pegado… así como los movimientos rotatorios que, casi al borde de la muerte, habían hecho que expectorase el chicle con tanta fuerza. No quería acostarse en la cama pensando en Angie a menos que Doris Clausen le rechazara.
De momento Doris se mostraba vaga. Wallingford debía reconocer que era difícil interpretar su intención al enviarle las fotografías tomadas en Wisconsin, aunque los comentarios que las acompañaban, si no crípticos, a él le parecían más maliciosos que románticos.
No le había enviado copias de todas las fotos del carrete: faltaban dos que él había tomado, la del bañador violáceo de Doris al lado del suyo, en el tendedero. Había hecho dos fotografías por si ella quería quedarse con una, pero se había quedado con las dos.
Las dos primeras fotos que la señora Clausen le envió no le sorprendieron. La primera era una de Wallingford vadeando en el agua somera cerca de la orilla del lago con el pequeño Otto desnudo en brazos. La segunda era la que Patrick hizo a Doris y al niño en la terraza de la cabaña principal. Fue la primera noche que Wallingford pasaba en la casa del lago, y aún no había sucedido nada entre él y la señora Clausen. Como si ella ni siquiera estuviera pensando en que podría suceder algo entre ellos, su expresión era del todo relajada y libre de cualquier expectativa.
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