John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Cuando volvían de tirar la basura, el pequeño Otto se durmió. Wallingford llevó al niño dormido a su cuarto, escaleras arriba, y lo acostó en la cuna. Doris le dijo que solía dormir dos veces durante el día, y el movimiento de la embarcación era la causa de que se hubiera dormido tan profundamente. La señora Clausen supuso que tendría que despertarle para darle de comer.

Caía la tarde y el sol había empezado a ponerse.

– No le despiertes todavía -dijo Wallingford-. Ven al embarcadero conmigo, por favor.

Ambos llevaban bañador, y Patrick se hizo con un par de toallas.

– ¿Qué vamos a hacer? -le preguntó Doris.

– Vamos a mojarnos otra vez -respondió él-. Luego nos sentaremos un rato en el embarcadero.

La señora Clausen temía no oír a Otto si se despertaba y comenzaba a llorar, ni siquiera con las ventanas del dormitorio abiertas. Las ventanas daban al lago, no al embarcadero que se internaba en el agua, y si pasaba una motora, como sucedía de vez en cuando, el estrépito les impediría oír cualquier sonido procedente de la casa. Patrick le prometió que él oiría al bebé.

Se lanzaron al agua desde el embarcadero y subieron enseguida por la escala. La llegada de la oscuridad fue casi inmediata. El sol se había puesto bajo las copas de los árboles en su orilla del lago, pero la orilla oriental estaba todavía iluminada. Se sentaron en las toallas sobre las tablas del embarcadero y Wallingford habló a la señora Clausen de las píldoras contra el dolor que tomó en la India y que, en el sueño inducido por la cápsula azul, había notado el calor del sol en la madera del embarcadero, a pesar de la oscuridad.

– Igual que ahora -comentó.

Ella no reaccionó. Temblaba un poco bajo el bañador mojado.

Patrick insistió en contarle que, en el sueño, oía la voz de la mujer, pero no la veía en ningún momento; tenía la voz más sensual del mundo, y le dijo: «Tengo frío con el bañador mojado. Me lo voy a quitar. ¿No quieres quitarte el tuyo también?». La señora Clausen no dejaba de mirarle, y seguía temblando.

– Dilo, por favor -le pidió Wallingford.

– No tengo ganas de hacerlo -replicó Doris.

Le contó el resto del sueño inducido por la cápsula azul cobalto. Había respondido afirmativamente a la pregunta de ella, y el agua goteaba de sus bañadores mojados y caía entre las tablas del embarcadero, de regreso al lago. Le dijo que él y la mujer a la que no veía se desnudaron y que los hombros de ella olían a piel tostada por el sol, y que, al seguir con la lengua el contorno de la oreja femenina, había saboreado el agua del lago.

– ¿En el sueño hiciste el amor con ella? -le preguntó la señora Clausen.

– Sí.

– No puedo hacerlo -dijo ella-. Éste no es el lugar ni tampoco el momento. Además, hay una casa nueva en la otra orilla del lago. Los Clausen me han advertido de que el inquilino tiene un telescopio y espía a la gente.

Patrick miró hacia el lugar al que ella se refería. La cabaña al otro lado del lago tenía un color crudo; la madera nueva destacaba en el entorno azul y verde.

– Creía que el sueño se iba a convertir en realidad -se limitó a decirle él. (Quería decirle que casi se había convertido en realidad.)

La señora Clausen se levantó, llevándose la toalla consigo. Se quitó el bañador mojado y, al mismo tiempo, se cubrió con la toalla. Colgó el bañador del tendedero y se ciñó mejor la toalla.

– Voy a despertar a Otto -le dijo a Patrick.

Él se quitó el bañador y lo colgó de la cuerda, junto al de Doris. Como ella ya había ido al cobertizo, no se molestó en cubrirse con la toalla. Incluso permaneció un momento en pie ante el lago, sólo para obligar al gilipollas del telescopio a echarle un buen vistazo. Entonces se puso la toalla a la cintura y subió la escalera hasta su dormitorio. Se puso un bañador seco y una camisa polo. Cuando entró en el otro dormitorio, la señora Clausen también se había cambiado y llevaba una vieja camiseta de tirantes y unos pantalones cortos de nailon. Eran prendas que podría llevar un muchacho en un gimnasio, pero le sentaban de maravilla.

– Mira -le dijo a Patrick, sin mirarle-. Los sueños no han de tener un parecido exacto con la vida real para que se hagan realidad.

– No sé si tengo alguna posibilidad contigo -replicó Patrick

Con paso decidido y Otto en brazos, Doris le precedió hacia la cabaña principal.

– Todavía estoy pensando en ello -le dijo, dándole la espalda.

Wallingford supuso lo que ella había dicho, tras contar las sílabas de sus palabras. Pensó que eso mismo era lo que le había dicho en el fueraborda, cuando él no podía oírla. («Todavía estoy pensando en ello.») Así pues, tenía alguna posibilidad con ella, aunque probablemente era mínima.

Protegidos por la mosquitera, cenaron tranquilamente en el porche de la cabaña principal, que daba al lago cada vez más oscuro. Llegaron los mosquitos y su zumbido se convirtió en una música de fondo. Tomaron la segunda botella de vino tinto mientras Wallingford hablaba de sus esfuerzos iniciales para lograr que 1e despidieran. Esta vez fue lo bastante avispado para no mencionar a Mary Shanahan, y no le dijo a Doris que esa idea partía de algo que le oyó decir a Mary ni que ésta había elaborado un plan con los pasos que debía dar para que le despidieran.

También le dijo que había pensado irse de Nueva York, pero la señora Clausen pareció impacientarse con todo aquello.

– No quisiera que dejaras tu empleo por mí -le dijo-. Si puedo vivir contigo, puedo hacerlo en cualquier parte. El lugar donde vives o lo que haces es secundario.

Patrick iba de un lado a otro con el pequeño en brazos mientras Doris fregaba los platos.

– Preferiría que Mary no tuviera un hijo tuyo -manifestó finalmente la señora Clausen, cuando regresaban al cobertizo de los botes, sacudiendo los brazos para ahuyentar a los mosquitos.

Él no podía verle la cara, pues una vez más Doris iba por delante de él, con la linterna y la canastilla infantil, mientras él llevaba al niño en brazos.

– No puedo culparla… por ese deseo de tener un hijo tuyo -añadió Doris, en las escaleras que conducían al piso en el cobertizo de los botes-. Sólo confío en que no lo tenga. Aunque ahora ni puedes ni debes hacer nada al respecto.

Wallingford se daba cuenta de algo que le caracterizaba, la existencia de un elemento esencial de su destino que él activaba sin proponérselo pero sobre el que carecía de control: que Mary Shanahan estuviera embarazada o no dependía del azar.

Antes de abandonar la cabaña principal, después de usar el bañador y cepillarse los dientes, sacó un preservativo del estuche para el afeitado y lo llevó al cobertizo. Cuando él depositó a Otto en la cama sobre la que le cambiaba, la señora Clausen vio que Wallingford tenía algo en el interior del puño cerrado.

– ¿Qué tienes en la mano? -le preguntó ella.

Él le mostró el preservativo. Doris estaba inclinada sobre el pequeño Otto, al que cambiaba el pañal.

– Será mejor que vayas a buscar otro -le dijo-. Vas a necesitar por lo menos dos.

Patrick tomó una linterna, se expuso de nuevo a los mosquitos y regresó al dormitorio sobre el cobertizo de los botes con otro preservativo y una cerveza fría. Encendió la lámpara de gas en su habitación, una tarea sencilla para quienes tienen ambas manos, pero ardua para él. Encendió la cerilla de madera y se puso el palito entre los dientes mientras encendía el gas. Cuando se quitó el fósforo de la boca y lo aplicó a la lámpara, ésta produjo una ligera detonación y surgió una llama brillante. Bajó el volumen de propano, pero la luz en el dormitorio sólo se redujo un poco. Diciéndose que aquel exceso lumínico no era muy romántico, se desvistió y se metió desnudo en la cama.

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