John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Finalizada esta tarea, se preguntó qué debería hacer a continuación. Puesto que el pequeño Otto estaba sentado en la cama, prácticamente aprisionado por las almohadas protectoras amontonadas a su alrededor, el inexperto padre buscó en la canastilla infantil, y reunió los objetos siguientes: un paquete de preparado para biberón, un biberón limpio, dos mudas de pañales, una camisa, por si hacía fresco en el exterior, un par de zapatos y otro de calcetines, por si al pequeño le divertía más brincar en el parque infantil.

El parque infantil estaba en la cabaña principal, y allá fue Wallingford con el pequeño. Se dijo, y con ello revelaba el instinto de precaución de un buen padre, que los zapatos y los calcetines protegerían los minúsculos dedos del bebé y evitarían que se clavara astillas en los suaves piececillos. Como una ocurrencia de última hora, poco antes de abandonar el piso en el cobertizo de los botes con Otto y la canastilla infantil, Wallingford metió en ésta el gorro del pequeño y el ejemplar de El paciente inglés perteneciente a la señora Clausen. Su única mano había tocado ligeramente la ropa interior de Doris al tomar el libro.

La temperatura era más baja en la cabaña principal, por lo que Patrick le puso la camisa a Otto y, por el puro gusto de aceptar el desafío, también le puso los calcetines y lo calzó. Intentó meterlo en el parque infantil, pero el niño se echó a llorar. Entonces lo sentó en la sillita alta, una posición que pareció gustar más a Otto. (Sólo momentáneamente, pues no había nada que comer.)

Patrick tomó una cucharilla del escurridor de platos, preparó un puré de plátano y se lo dio. Otto se divirtió escupiendo parte del plátano y restregándose la cara con el puré antes de limpiarse las manos en la camisa.

Wallingford se preguntó qué más podría darle al niño. El hervidor sobre el fogón de la cocina aún estaba caliente. Disolvió la leche en polvo en un cuarto de litro, más o menos, de agua caliente y mezcló parte del preparado con un poco de cereal para bebés, pero Otto prefería el plátano. Patrick trató de mezclar el cereal con una cucharadita de melocotón escurrido que extrajo de uno de los tarros de alimento infantil. Otto lo probó con cautela y pareció gustarle, pero no tardó en decorarse el cabello con varios glóbulos de puré de plátano y parte de la mezcla de melocotón y cereal.

Era evidente que, más que alimentar al pequeño Otto, lo estaba ensuciando con la comida. Humedeció con agua caliente una servilleta de papel y lo limpió en la medida de lo posible. Entonces sacó a Otto de la sillita alta y lo dejó en el parque infantil. El niño dio brincos durante un par de minutos antes de vomitar la mitad del desayuno.

Wallingford lo alzó del parque infantil y se sentó en la mecedora, con el pequeño en el regazo. Intentó darle el biberón, pero Otto, con las señales del estropicio en el pelo y la ropa, tan sólo bebió un poco antes de escupir en el regazo de su padre. Éste sólo llevaba puestos los calzoncillos, por lo que no importaba.

Probó a pasear de un lado a otro con Otto en el brazo izquierdo y El paciente inglés abierto, como un himnario, en la mano derecha. Pero la falta de la mano izquierda hacía que Otto resultara demasiado pesado para sostenerlo así demasiado tiempo, y Patrick regresó a la mecedora. Sentó al niño en un muslo, apoyado contra su cuerpo; la nuca de Otto descansaba sobre el pecho y el hombro izquierdo de Wallingford, que le rodeaba con el brazo izquierdo. Se mecieron durante diez minutos o más, hasta que Otto se durmió.

Patrick se mecía más lentamente, con el niño dormido en el regazo mientras intentaba leer la novela. Sostener el libro con su única mano no era tan difícil como pasar las páginas, algo que requería una considerable destreza manual, tan arduo para Wallingford como algunos de sus esfuerzos con las prótesis, pero el esfuerzo parecía armonizar con las primeras descripciones del paciente quemado, que parece no recordar quién es.

Leyó unas pocas páginas y se detuvo en una frase que la señora Clausen había subrayado en rojo, la descripción de la manera en que el epónimo paciente inglés ya se sume en la inconsciencia, ya se despierta mientras la enfermera le lee.

«Así pues, tanto si el inglés escuchaba atentamente como si no, los libros tenían para él lagunas en el argumento que eran como tramos de una carretera erosionados por las tormentas, ausencias de incidentes como si las langostas hubieran consumido una parte del tapiz, como si el yeso aflojado a causa del bombardeo se hubiera desprendido de un mural por la noche.»

No era sólo un pasaje para ser releído y admirado, sino que también hacía honor a la lectora que lo había subrayado. Wallingford cerró el libro y lo depositó suavemente en el suelo. Entonces cerró los ojos y se concentró en el movimiento relajante de la mecedora. Si retenía el aliento podía oír la respiración de su hijo, un momento sagrado para muchos padres primerizos. Y mientras se mecía, Patrick trazó un plan. Regresaría a Nueva York y leería El paciente inglés, subrayando los pasajes que más le gustasen. Entonces él y la señora Clausen podrían hacer comparaciones y discutir sus respectivas preferencias. Incluso podría persuadirla para alquilar el vídeo de la película y verla juntos.

Mientras se amodorraba en la mecedora, sujetando al niño ya dormido, se preguntó si ese tema no sería más prometedor para ellos que los viajes de un ratón o el ardor imaginativo de una araña condenada.

La señora Clausen los encontró dormidos en la mecedora. Como era una buena madre, examinó de cerca las pruebas de que Otto había desayunado, incluido lo que quedaba del biberón, la camisa asombrosamente manchada de su hijo, el pelo con melocotón pegado y los zapatos y calcetines con restos de plátano, así como la inequívoca indicación de que había vomitado en los calzoncillos de Patrick. Debió de encontrar todo esto de su agrado, sobre todo la estampa de los dos dormidos en la mecedora, porque los fotografió dos veces con su cámara.

Cuando Wallingford se despertó, Doris ya había preparado café y estaba friendo beicon. (El recordó haberle dicho que le gustaba desayunar con beicon.) Llevaba puesto el bañador violáceo, y Patrick imaginó su propio bañador solitario en el tendedero, una lastimosa señal del probable rechazo de su proposición por parte de la señora Clausen.

Pasaron el día juntos, sumidos en la pereza, aunque no relajados por completo. La tensión subyacente entre ellos se debía a que Doris no mencionó para nada la proposición de Patrick.

Se turnaron para bañarse alrededor del embarcadero y vigilar a Otto. Una vez más, Wallingford vadeó con el bebé en brazos las aguas someras en la playa arenosa. Juntos dieron una vuelta en barca. Patrick se sentó a proa, con el pequeño Otto en el regazo, mientras la señora Clausen pilotaba el fueraborda, porque lo dominaba mejor. El fueraborda no alcanzaba tanta velocidad como la lancha rápida, pero en caso de percance, un rasguño en el casco o un golpe, a los Clausen no les habría importado.

Cargaron las bolsas de basura en la embarcación y las transportaron al vertedero situado en la otra orilla del lago. Todos los habitantes de las casas de campo vecinas llevaban allí la basura. Todo lo que no depositaran en el vertedero, botellas, latas, papeles, sobras de comida, pañales sucios, tendrían que llevárselo en el hidroavión.

En el fueraborda, con el motor en marcha, no podían oírse el uno al otro, pero Wallingford miró a la señora Clausen y movió los labios para formar las palabras: «Te quiero». El supo que le había leído los labios, pero no entendió la respuesta de ella. Era una frase más larga que «te quiero,», y él se dio cuenta de que le estaba diciendo algo serio.

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