John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Ciertamente, si alguna mujer podía simpatizar con otra mujer que quería tener un hijo de Patrick Wallingford, ¿no era razonable pensar que Doris Clausen sería esa mujer? ¡No, no era razonable! ¿Y cómo iba a simpatizar ella, dada la manera inconexa e incompleta en que Wallingford contaba lo ocurrido? Se había precipitado. Era desmañado en grado superlativo, zafio y falto de tino. Empezó por decirle algo que equivalía a una confesión:

– Mira, no creo que esto pudiera servir para ilustrar por qué me resulta difícil mantener una relación monógama, pero es un poco preocupante.

¡Vaya manera de comenzar una proposición matrimonial! ¿Era de extrañar que Doris retirase la mano de la suya y se volviera a mirarle? Wallingford, a quien este descaminado prólogo hizo percibir que comenzaba a tener problemas, no pudo mirarla mientras le hablaba. Miraba sin cesar a su hijo dormido, como si la inocencia del pequeño Otto pudiera servir para proteger a la señora Clausen de todo lo que era incorregible en el aspecto sexual y reprensible en el moral en su relación con Mary Shanahan.

La señora Clausen estaba consternada. Por una vez, ni siquiera miraba a su hijo; no podía apartar la vista del apuesto perfil de Wallingford, mientras éste le contaba los detalles de su vergonzosa conducta. Ahora balbuceaba, en parte porque estaba nervioso, pero también porque temía que la impresión que estaba causando en Doris era la contraria de la que él se había propuesto.

¿En qué había estado pensando? ¡Qué completo desastre habría sido que Mary Shanahan estuviera embarazada de un hijo suyo!

Todavía en vena confesional, alzó la toalla para mostrarle a la señora Clausen el cardenal debido al choque con la superficie de vidrio de la mesa baja en el piso de Mary, y también le mostró la quemadura por el contacto con el grifo de agua caliente en la ducha de aquella mujer. La señora Clausen le informó de que ya había observado los arañazos en su espalda, así como la señal del mordisco, sin duda producida en un arrebato de pasión amorosa, que tenía en el hombro izquierdo.

– Ah, eso no me lo hizo Mary -confesó Wallingford. No era lo mejor que podría haber dicho.

– ¿A quién más has estado viendo? -le preguntó Doris. Las cosas no estaban saliendo como él había esperado, pero ¿iban a aumentar sus problemas si le hablaba de Angie a la señora Clausen? Sin duda esa historia era más sencilla.

– Fue con la maquilladora, pero una sola noche -le dijo Wallingford-. Cedí en un momento en que estaba cachondo, no fue más que eso.

¡Qué manera de expresarse! (¡Para que hablen de descuidar el contexto!)

Le habló a Doris de las llamadas telefónicas que hicieron diversos miembros de la perturbada familia de Angie, pero la señora Clausen sufrió una confusión y creyó que él se refería a que Angie era menor de edad. (Tanta afición a mascar chicle hacía aún más plausible la idea.)

– Angie es una buena chica -siguió diciendo Patrick, lo cual dio a Doris la impresión de que la maquilladora podría estar mentalmente incapacitada-. ¡No, no! -protestó él-. Angie ni es menor de edad ni está mentalmente incapacitada. Es sólo… bueno…

– ¿Una jovencita? -le preguntó la señora Clausen.

– ¡No, no! -protestó lealmente Patrick-. No se trata de eso.

– Tal vez pensabas que ella podría ser la última mujer con la que te acostarías… es decir, si yo te aceptaba -especuló Doris-. Y como no sabías si te aceptaría o no, no había ningún motivo para no acostarte con ella.

– Sí, es posible -replicó Wallingford débilmente.

– Mira, eso no es tan grave -le dijo la señora Clausen-. Lo comprendo… quiero decir que comprendo a Angie. -Se atrevió a mirarla por primera vez, pero ella volvió la cabeza y con templó al pequeño Otto, que dormía profundamente-. Me cuesta mucho más comprender a Mary -añadió Doris-. No sé cómo has pensado en vivir conmigo y Otto al mismo tiempo que tratabas de dejar preñada a esa mujer. ¿No crees que, si está embarazada y el hijo es tuyo, eso nos complica las cosas? A ti, a mí y al pequeño Otto.

– Sí, es cierto -convino Patrick, y volvió a preguntarse en qué había estado pensando. ¿No era también aquello un contexto que había pasado por alto?

– Comprendo lo que se proponía Mary -siguió diciendo la señora Clausen. De improviso le tomó la mano entre las suyas y le miró con tal intensidad que él no pudo desviar los ojos-. ¿Quién no querría tener un hijo tuyo? -Se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza. Procuraba no alzar la voz ni perder los estribos, por lo menos en la habitación con el niño dormido-. Eres como una chica bonita que no tiene la menor idea de lo guapa que es. No tienes idea del efecto que causas. ¡No es que seas peligroso porque eres guapo, sino porque no sabes lo guapo que eres! Y además eres un inconsciente. -Esta palabra escoció a Patrick como si ella le hubiera abofeteado-. ¿Cómo es posible que pensaras en mí mientras intentabas dejar embarazada a otra? ¡No pensabas en mí! No lo hacías en aquel momento.

– Pero parecías una… posibilidad tan remota -fue lo único que Wallingford pudo decirle. Sabía que lo que ella acababa de decirle era cierto.

¡Qué necio era! Había cometido el error de contarle sus aventuras sexuales más recientes y hacerlas tan comprensibles para ella como lo era para él la vida sentimental de Doris, mucho más normal. Porque la relación amorosa de ella, aunque fuese un error, por lo menos había sido real; había tratado de salir con un viejo amigo que, en aquellos momentos, estaba tan disponible como ella. Y el intento había fracasado, eso era todo.

Al lado del único percance de la señora Clausen, el mundo de Wallingford carecía de ley en el aspecto sexual. El mismo desorden de sus pensamientos le avergonzaba.

La decepción que le había causado a Doris era tan visible como el cabello de la mujer, todavía mojado y enmarañado tras el baño nocturno. Su decepción era tan evidente como los semicírculos oscuros bajo los ojos, o lo que él veía de su cuerpo enfundado en el bañador violáceo y su desnudez vislumbrada a la luz de la luna y en el lago. (Había engordado un poco, o aún no había perdido el peso adquirido durante el embarazo.)

Wallingford se daba cuenta de que lo que más le gustaba de ella no era, ni mucho menos, su franqueza sexual. Doris siempre hablaba en serio y actuaba con resolución. La señora Clausen se lo tomaba todo en serio. Probablemente su aceptación no había sido una posibilidad tan remota como él había creído. Era Patrick quien, con su conducta, lo había echado todo a rodar.

Estaba sentada a cierta distancia de él en la pequeña cama, con las manos entrelazadas en el regazo. Ni miraba a Patrick ni tampoco al pequeño Otto, y parecía contemplar una fatiga indefinida y enorme, con la que estaba familiarizada y a la que miraba fijamente desde hacía mucho tiempo, con frecuencia a aquellas horas de la noche o por la mañana temprano.

– Debería dormir un poco -se limitó a decirle ella. Patrick pensó que, si fuese posible medir el alcance de su mirada abstraída, seguramente atravesaría la pared hasta llegar al rectángulo en el muro del otro dormitorio, el lugar cerca de la puerta donde antaño colgó un cuadro o un espejo.

– Había algo en la pared… en la habitación de al lado -conjeturó, tratando de entablar conversación, sin esperanza de conseguirlo-. ¿Qué era?

– No era más que un póster, un anuncio de cerveza le informó la señora Clausen con una inercia insoportable en su voz.

– Ah -replicó él, de nuevo sin querer, como si reaccionara a un golpe.

Nada más lógico que allí hubiera habido un anuncio de cerveza y que ella no hubiera querido seguir viéndolo. Patrick tendió su única mano y no la dejó caer en el regazo de Doris, sino que le rozó ligeramente el abdomen con el dorso de los dedos.

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