John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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– ¡Papá! ¡Papá! -exclamó Ruth-. ¿Quieres ver mis puntos? Hay cuatro trozos. Y tengo una costra. ¡Enséñale la costra a papá! -le pidió la niña a Eddie, quien le tendió el sobre a Ted-. Éstas son mis huellas dactilares -le explicó la niña a su padre, el cual miraba fijamente la servilleta de papel manchada de ketchup.

– Cuidado, no vaya a ser que el viento se lleve la costra -le advirtió Eddie a Ted.

La costra era tan pequeña que Ted le echó un vistazo sin sacarla del sobre.

– Es bonito de veras, Ruthie -dijo el padre de la niña-. Así que… ¿habéis ido al médico para que le quitara los puntos? -preguntó a Eddie.

– Y luego fuimos a la playa y comimos -le explicó Ruth a su padre-. Comí un bocadillo de queso y patatas fritas con ketchup. Y Eddie me enseñó mis huellas dactilares. Voy a tener siempre la cicatriz.

– Eso está muy bien, Ruthie.

Ted observaba a Eddie mientras el muchacho sacaba del Chevy la bolsa con las cosas de la playa. Encima estaban las páginas con el membrete de la tienda de Southampton, el relato del verano de 1958, que Eddie había escrito para Penny Pierce. Al ver aquellas hojas, Eddie tuvo una idea. Fue al capó del Chevy y sacó la fotografía, enmarcada de nuevo, de Marion en París. Ahora Ted observaba cada movimiento de Eddie con creciente inquietud.

– Veo que por fin la fotografía estaba lista -observó Ted. -¡Volvemos a tener los pies, papá! -exclamó Ruth-. La foto está arreglada.

Ted tomó a su hija en brazos y la besó en la frente.

– Tienes arena en el pelo, y hay que lavarlo para eliminar el agua de mar. Necesitas un baño, Ruthie.

– ¡Pero sin champú! -gritó la niña.

– No, cariño, también te hace falta champú. -¡No quiero champú, me hace llorar!

– Bueno… -Ted se interrumpió, como de costumbre. No podía desviar la vista de Eddie, y le dijo-: Esta mañana te he esperado un buen rato. ¿Dónde estabas?

Eddie le dio las páginas que había escrito para Penny Pierce. -La dueña de la tienda de marcos me pidió que escribiera esto -replicó Eddie-. Quería que le explicara por escrito por qué no estaba dispuesto a irme de la tienda sin la fotografía.

Ted no tomó las páginas, sino que dejó a Ruth en el suelo y miró en dirección a la casa.

– ¿Dónde está Alice? -preguntó a Eddie-. ¿No es Alice la que viene por las tardes? ¿Dónde está la niñera? ¿Y dónde está Marion?

– Voy a bañar a Ruth -respondió Eddie, y le tendió de nuevo las hojas a Ted-. Será mejor que leas esto -le dijo. -Respóndeme, Eddie.

– Primero lee esto -insistió Eddie.

Tomó a Ruth en brazos, se colgó la bolsa playera del hombro y se encaminó a la casa. Sostenía a Ruth con un brazo y en la otra mano llevaba la foto de Marion con los pies de sus hijos.

– No has bañado nunca a Ruth -le gritó Ted, airado-. ¡No sabes bañarla!

– No, pero me imagino cómo se hace. Ruth ya me lo dirá. Lee eso -repitió Eddie.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Ted, y empezó a leer en voz alta-: «¿Tiene usted en la mente una imagen de Marion Cole?». ¡Eh! ¿Qué es esto?

– Es lo único bueno que he escrito durante todo el verano -respondió Eddie, y entró con Ruth en la casa.

Una vez dentro, Eddie se preguntó cómo podría bañar a Ruth, en cualquiera de los varios baños con que contaba la casa, sin que la pequeña reparase en que las fotografías de sus hermanos muertos habían desaparecido.

Sonó el teléfono, y Eddie confió en que fuese Alice. Todavía con Ruth en brazos, respondió en la cocina, donde antes sólo había tres o cuatro fotos de Thomas y Timothy. Confiaba en que Ruth no se diese cuenta de su desaparición. Debido a la insistencia del teléfono, Eddie había recorrido a toda prisa el pasillo de la planta baja con Ruth en brazos. Tal vez la chiquilla no se había fijado en los rectángulos, más oscuros, de papel no descolorido. En las paredes también destacaban los ganchos para colgar cuadros, pues Marion no se había molestado en retirarlos.

Era Alice, en efecto, y Eddie le pidió que acudiera cuanto antes. Entonces colocó a Ruth a horcajadas sobre sus hombros y, sujetándola bien, subió corriendo las escaleras.

– ¡Es una carrera hacia la bañera! -le dijo Eddie-. ¿Qué bañera quieres? ¿La de tus papis, la mía, otra…?

– ¡Tu bañera! -gritó Ruth.

Llegó al largo pasillo del piso superior, donde le sorprendió ver la intensidad con que resaltaban los ganchos en las paredes. Unos eran negros, otros dorados y plateados. La fealdad de todos ellos era evidente. Daba la impresión de que la casa estaba infestada de escarabajos metálicos.

– ¿Has visto eso? -le preguntó Ruth.

Pero Eddie, corriendo todavía, la llevó a su dormitorio en el extremo del pasillo y al baño, donde colgó la fotografía de Marion en el Hótel du Quai Voltaire, exactamente en el mismo lugar donde estaba a comienzos del verano.

Eddie abrió el grifo de la bañera mientras ayudaba a Ruth a desvestirse, una operación difícil, porque la pequeña seguía mirando las paredes del baño mientras el muchacho le quitaba la camiseta. Salvo por la foto de Marion en París, las paredes estaban desnudas. Las demás fotografías habían desaparecido. Los ganchos de los que habían pendido parecían más numerosos de lo que eran. Eddie tenía la sensación de que aquellos ganchos correteaban por las paredes.

– ¿Dónde están las otras fotos? -preguntó Ruth mientras Eddie la introducía en la bañera, aún medio vacía.

– A lo mejor tu mamá las ha cambiado de sitio -respondió Eddie-. Mírate…, ¡tienes arena en los dedos de los pies, en el pelo y hasta en las orejas!

– También tengo arena en la rajita -observó Ruth-. Siempre me pasa.

– Ah, sí… -dijo Eddie-. Es un claro que sí.

– Sin champú -insistió Ruth. -Pero tienes arena en el pelo.

La bañera tenía un accesorio europeo, una ducha de teléfono con la que Eddie empezó a mojar a la niña mientras ella chillaba. -¡Sin champú!

– Sólo un poco de champú -le dijo Eddie-. Anda, cierra los ojos.

– ¡También me entra en los oídos! -gritó la pequeña. -Creía que eras valiente. ¿No lo eres?

En cuanto Eddie terminó con el champú, Ruth dejó de llorar, y el muchacho permitió que jugara con la ducha de teléfono hasta que le dejó empapado.

– ¿Adónde se ha llevado mamá las fotos? -inquirió Ruth. -No lo sé -admitió Eddie. (Aquella noche, incluso antes de que oscureciera, esa respuesta se habría convertido en un estribillo.)

– ¿También ha quitado las fotos de los pasillos?

buen momento para bañarte,

– Sí, Ruth. -¿Por qué? -No lo sé -repitió él.

Ruth señaló las paredes del baño.

– Pero mamá no ha quitado esas cosas -observó-. ¿Cómo se llaman?

– Se llaman ganchos para colgar cuadros -dijo Eddie. -¿Por qué no los ha quitado?

– No lo sé -respondió Eddie, una vez más.

Al vaciarse el agua de la bañera, donde la niña estaba de pie, la bañera apareció llena de arena. Ruth se echó a temblar en cuanto Eddie la depositó en la alfombrilla de baño.

Mientras la secaba, Eddie se preguntó cómo le desenredaría el cabello, que era muy largo y estaba lleno de nudos. Se distrajo tratando de recordar, palabra por palabra, lo que había escrito para Penny Pierce. También intentó imaginar cuál sería la reacción de Ted al leer ciertas frases, por ejemplo: «Calculo que Marion y yo hemos hecho el amor unas sesenta veces». Y después de esa frase había otras: «Cuando Ruth vuelva a casa, la madre y las fotos habrán desaparecido. Sus hermanos muertos y su madre se habrán marchado».

Al recordar su conclusión, palabra por palabra, Eddie se preguntó si Ted apreciaría el eufemismo: «He pensado que probablemente esta noche la niña necesitará algo que poner al lado de su cama -había escrito Eddie-. No habrá ninguna otra foto, ninguna de esas imágenes a las que se ha acostumbrado. He pensado que si tuviera una de su madre, en especial…».

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