– Bueno, ¿dónde está? -le preguntó Ted, haciendo tintinear los cubitos de hielo de su bebida.
– No lo sé -respondió Eddie.
– ¡No me mientas! -gritó Ted y, sin detenerse siquiera a dejar el vaso, abofeteó al muchacho con la mano libre.
Eddie hizo lo que Marion le había indicado. Cerró el puño, titubeando, porque nunca había pegado a nadie, y entonces golpeó a Ted en la nariz.
– ¡Coño! -gritó Ted. Dio varias vueltas, derramando la bebida, y se aplicó el vaso frío a la nariz-. Te he pegado con la mano abierta, con la palma, y tú me das un puñetazo en la nariz. ¡No te jode!
– Marion dijo que eso te calmaría-observó Eddie. -Marion lo dijo, ¿eh? ¿Y qué más dijo?
– Trato de decírtelo. Dijo que no es necesario que recuerdes nada de lo que digo, porque su abogado te lo dirá todo otra vez. -¡Si cree que tiene la más mínima posibilidad de conseguir la custodia de Ruth, está aviada! -gritó Ted.
– No espera conseguir la custodia de Ruth -le explicó Eddie-. No se propone intentarlo.
– ¿Te ha dicho eso?
– Me ha dicho todo lo que te estoy diciendo -replicó Eddie. -¿Qué clase de madre es ésa que ni siquiera trata de conseguir la custodia de su hija? -gritó Ted.
– Eso no me lo ha dicho -admitió Eddie. -Por Dios… -empezó a decir Ted.
– Hay otra cosa sobre la custodia -le interrumpió Eddie-. Tienes que controlar la bebida. No debe haber otra condena por conducción en estado de embriaguez. Si vuelve a ocurrir eso, podrías perder la custodia de Ruth. Marion quiere estar segura de que Ruth no corre peligro si va en coche contigo…
– ¿Quién es ella para decir que yo puedo ser un peligro para Ruth? -gritó Ted.
– Estoy seguro de que el abogado te lo explicará -dijo Eddie-. Sólo te digo lo que Marion me ha dicho.
– Después del verano que ha pasado contigo, ¿quién escuchará a Marion? -inquirió Ted.
– Me advirtió que dirías eso y me aseguró que conoce a no pocas señoras Vaughn que estarían dispuestas a testificar si fuese necesario. Pero no espera obtener la custodia de Ruth. Sólo te digo que debes tener cuidado con la bebida.
– Muy bien, muy bien -dijo Ted, apurando el vaso-. Pero, joder, ¿por qué tenía que llevarse todas las fotografías? Están los negativos, podía habérselos llevado y sacar sus propias fotos.
– También se ha llevado los negativos -le informó Eddie. -¡No puede ser! -gritó Ted.
Salió de su cuarto de trabajo, seguido por el muchacho. Los negativos habían estado, con las instantáneas originales, metidos en un centenar de sobres, más o menos, todos ellos en el escritorio de tapa rodadera que ocupaba un hueco entre la cocina y el comedor. Era el escritorio ante el que se sentaba Marion cuando extendía los cheques para pagar facturas. Ahora Ted y Eddie constataron que incluso el escritorio había desaparecido.
– Me había olvidado de eso -admitió Eddie -. Dijo que era su escritorio, el único mueble que quería.
– ¡El maldito escritorio me importa una mierda! -gritó Ted-. Pero no puede llevarse las fotografías y los negativos. ¡También eran mis hijos!
– Marion dijo que dirías eso -replicó Eddie-. Dijo que tú querías quedarte con Ruth y ella no. Ahora tienes a Ruth y ella tiene a los chicos.
– Deberíamos haber repartido las fotos entre los dos, por el amor de Dios. ¿Y qué pasa con Ruth? ¿No debería quedarse ella con la mitad de las fotos?
– Marion no planteó esa posibilidad -confesó Eddie-. Sin duda el abogado te dará todas las explicaciones precisas. -Marion no llegará tan lejos -dijo Ted-. Incluso el coche está a mi nombre…, los dos coches lo están.
– El abogado te dirá dónde está el Mercedes -le informó Eddie-. Marion le enviará las llaves al abogado y él te dirá dónde está aparcado el coche. Dijo que ella no lo necesitaba.
– Pero bien necesitará dinero -observó Ted en un tono malévolo-. ¿De dónde lo sacará?
– Dijo que el abogado te hablará de sus micas.
– ¡Joder! -exclamó Ted.
– De todos modos teníais intención de divorciaros, ¿no? -¿Esa pregunta es tuya o de Marion?
– Mía -admitió Eddie.
– Cíñete a lo que Marion te ha pedido que dijeras.
– No me pidió que fuese a buscar esa fotografía -le dijo el muchacho-. Eso ha sido idea de Ruth y mía. Ruth lo pensó primero.
– Pues ha sido una buena idea -admitió Ted. -Pensé en Ruth -le dijo Eddie.
– Lo sé, y te lo agradezco.
Entonces se quedaron en silencio unos instantes. Les llegaba la voz de Ruth, que acosaba sin cesar a la niñera. En aquellos momentos Alice parecía más próxima al desmoronamiento que Ruth.
– ¿Y ésta, qué? ¡Cuéntamela! -exigía la pequeña.
Ted y Eddie sabían que Ruth debía de haber señalado uno de los ganchos. La chiquilla quería que la niñera le contara la historia evocada por la fotografía desaparecida. Por supuesto, Alice no recordaba cuál de las fotografías había colgado del gancho que Ruth señalaba. En cualquier caso, Alice desconocía las explicaciones que correspondían a la mayoría de las fotos. -¡Cuéntamela! -insistió Ruth-. Háblame de ésta.
– Lo siento, Ruth, pero no sé esa historia -replicó Alice. -Ahí está Thomas con el sombrero alto -le dijo Ruth, malhumorada, a la niñera-. Timothy trata de alcanzar el sombrero de Thomas, pero no puede porque Thomas está encima de una pelota.
– Ah, ya me acuerdo -dijo Alice.
Eddie se preguntó durante cuánto tiempo Ruth lo recordaría. Vio que Ted se estaba sirviendo otro vaso.
– Timothy dio una patada a la pelota y Thomas se cayó -siguió explicando Ruth-. Thomas se enfadó y empezaron a pelearse. Thomas ganaba todas las peleas porque Timothy era más pequeño.
– ¿Salía la pelea en la fotografía? -le preguntó Alice. Eddie sabía que la pregunta era errónea.
– ¡No, tonta! -gritó Ruth-. ¡La pelea fue después de hacer la foto!
– Ah -dijo Alice-, perdona.
– ¿Quieres un trago? -preguntó Ted a Eddie.
– No. Deberíamos ir a la casa vagón y ver si Marion ha dejado algo allí.
– Buena idea -dijo Ted-. Tú conduces.
Al principio no encontraron nada en la deprimente casa alquilada. Marion se había llevado las pocas prendas de vestir que guardaba allí, aunque Eddie sabía, y apreciaría durante toda su vida, lo que había hecho con la rebeca de cachemira rosa, la camisola de color lila y las bragas a juego. De las pocas fotografías que Marion llevó aquel verano a la casa vagón, habían desaparecido todas menos una. Sólo había dejado la foto de los chicos muertos que colgaba sobre la cabecera de la cama: Thomas y Timothy en la entrada del edificio principal del instituto, en el umbral de la virilidad, durante su último año en Exeter.
HVC VENITE PVERI
VT VIRI SITIS
«Venid acá, muchachos… -había traducido Marion, en un susurro- y sed hombres.»
Era la fotografía que señalaba el lugar donde se había producido la iniciación sexual de Eddie. Había un trocito de papel fijado al cristal con cinta adhesiva. La caligrafía de Marion era inequívoca.
«Para Eddie»
– ¿Cómo que para ti? -gritó Ted. Arrancó la nota fijada al cristal y eliminó con una uña el resto de cinta adhesiva-. No, Eddie, esto no es para ti. Se trata de mis hijos. ¡Es la única foto que me queda de ellos!
Eddie no discutió. Podía recordar perfectamente las palabras latinas sin necesidad de la foto. Tenía que estudiar dos años más en Exeter, y a menudo pasaría por aquel portal y bajo aquella inscripción. Tampoco le hacía falta una foto de Thomas y Timothy, no era a ellos a quienes necesitaba recordar. Recordaría a Marion sin necesidad de sus hijos. La había conocido sin ellos, aunque tenía que admitir que los chicos muertos siempre habían estado presentes en su relación.
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