John Irving - Una mujer difícil

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Nacida para sustituir, en cierto modo, a dos hermanos muertos en un accidente, Ruth Cole vive una infancia muy especial. En el verano de 1958, cuando ella tiene cuatro años, Marion, su madre, tras una tórrida aventura con un jovencito de dieciséis, abandona el hogar. Ruth se queda con su padre, con el que mantiene una relación de amor-odio marcada por la rivalidad. Pero, andando el tiempo, a sus treinta y seis años, Ruth se ha convertido en una mujer atractiva y en una escritora de éxito, y, pese a su personalidad compleja y difícil, cuatro años después no sólo se ha casado, sino que tiene un hijo, enviuda y, por si fuera poco, se enamora por primera vez. Lo que no podía prever era la reaparición de la inquietante Marion…

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– ¿No quieres esto? -le preguntó la maligna mujercilla-. ¡Es tu última paga!

Eduardo se detuvo. Si iba a pagarle, tal vez se quedaría a recoger los jirones de pornografía. Al fin y al cabo, el mantenimiento de la finca de los Vaughn había sido su principal fuente de ingresos durante muchos años. El jardinero era un hombre orgulloso y aquella zorra en miniatura le había humillado. No obstante, pensó que si el cheque que le ofrecía era el de la última paga que recibiría de ella, la cantidad sería considerable

Con la mano extendida, Eduardo rodeó cautamente la fuente sucia y se aproximó a la señora Vaughn, la cual le permitió que lo hiciera. Había llegado casi ante ella, cuando la mujer hizo varios dobleces en el cheque y, cuando tuvo la forma aproximada de un barco, lo arrojó al agua turbia. El cheque cayó en la nauseabunda pileta. Eduardo se vio obligado a vadearla para recoger el cheque, cosa que hizo con nerviosismo

– ¡Vete a tomar por el saco! -le gritó la señora Vaughn. Nada más sacar el cheque del agua, Eduardo vio que la tinta se había corrido y no podía leer la cantidad ni la apretada firma de la señora Vaughn. Y antes de que pudiera salir del agua que hedía a pescado, supo, sin necesidad de mirar la altiva figura que se alejaba, que iba a dar otro portazo. El jardinero despedido secó el cheque nulo apretándolo contra los pantalones y se lo guardó en la cartera. No sabía por qué se molestaba. Eduardo dejó la escalera de mano en su lugar habitual, apoyada en la dependencia auxiliar del jardín. Vio un rastrillo que se había propuesto reparar, se preguntó por un momento qué debería hacer con él y lo dejó sobre la mesa de trabajo en el cobertizo de las herramientas. No le quedaba más que irse a casa, y se dirigía ya, renqueando lentamente, hacia su camioneta, cuando de repente vio las tres grandes bolsas para hojarasca que ya había llenado con los fragmentos de los dibujos rotos. Había calculado que los jirones restantes, cuando los hubiera recogido todos, podrían llenar otras dos bolsas

Eduardo Gómez tomó la primera de las tres bolsas llenas y la vació sobre el césped. El viento hizo revolotear enseguida algunos pedazos de papel, pero el jardinero no estuvo satisfecho con los resultados y se puso a pisotear el montón de papel y a darle puntapiés, como un niño a un montón de hojas. Los largos jirones volaron por el jardín y cubrieron el estanque para pájaros. Los rosales plantados en el fondo del jardín, allí donde arrancaba el sendero que conducía a la playa, eran un imán para los pedazos de papel, los cuales se adherían a todo lo que tocaban como los adornos a un árbol navideño

Cojeando, el jardinero se dirigió al patio con las dos últimas bolsas llenas de papel. Vació la primera en el surtidor, donde la masa de los dibujos hechos trizas absorbió el agua ennegrecida como una esponja gigantesca e inamovible. La última bolsa, que por casualidad incluía algunas de las mejores, aunque muy destrozadas, vistas de la entrepierna de la señora Vaughn, no plantearon reto alguno a la restante creatividad de Eduardo. El inspirado hombre renqueó en círculos alrededor del patio mientras sostenía la bolsa abierta por encima de la cabeza. Era como una cometa que se negara a volar, pero los innumerables trocitos de pornografía emprendieron realmente el vuelo: subieron a lo alto del seto, de donde el heroico jardinero los había retirado antes, y también se alzaron por encima del aligustre. Como si quisiera recompensar a Eduardo Gómez por su valor, una fuerte brisa marina hizo volar vistas parciales de los senos y la vulva de la señora Vaughn hacia ambos extremos de Gin Lane

Más tarde, la policía de Southampton tuvo noticia de que dos chicos que iban en bicicleta habían tenido un atisbo alarmante de la anatomía de la señora Vaughn, nada menos que en First Neck Lane, lo cual era un testimonio de la fuerza del viento, que había transportado aquel primer plano del pezón de la dama y su aréola irregularmente alargada hasta la otra orilla del lago Agawam. (Los muchachos, que eran hermanos, llevaron a casa el fragmento de dibujo pornográfico, sus padres descubrieron la obscenidad y llamaron a la policía.)

El lago Agawam, no mucho mayor que un estanque, separaba Gin Lane de First Neck Lane, donde, en el mismo momento en que Eduardo soltaba los restos de los dibujos de Ted Cole, el artista trataba de seducir a una chica de unos dieciocho años con unos pocos kilos de más. Glorie había llevado a Ted a su casa para presentárselo a su madre, sobre todo porque la joven no tenía coche propio y necesitaba el permiso materno para utilizar el vehículo de la familia

El trayecto desde la librería hasta la casa de Glorie, que estaba en First Neck Lane, no era largo, pero el sutil cortejo de la universitaria que emprendió Ted había sido interrumpido varias veces por las insultantes preguntas que le hacía la patética y peroide amiga de Glorie. Effie no estaba tan entusiasmada, ni mucho menos, con La puerta en el suelo; la chica que cargaba con la tragedia de su fealdad no había escrito su trabajo de examen trimestral sobre el atavismo percibido en los símbolos de temor de Ted Cole. A pesar de su inmisericorde fealdad, Effie estaba mucho más libre de mojigangas que Glorie

Y también estaba mucho más libre de mojigangas que Ted. Effie era una chica perspicaz y, durante el corto paseo, experimentó un creciente y juicioso desagrado hacia el famoso autor. Además, detectaba los esfuerzos de seducción que ocultaban la conducta de Ted. Si Glorie también se percataba de ellos, ofrecería escasa resistencia

Ted se sorprendió a sí mismo al constatar un interés inesperado, de índole sexual, por la madre de Glorie. Si ésta era demasiado joven e inexperta para su gusto habitual (y estaba a un paso de ser gordita), la mamá de Glorie era mayor que Marion y la clase de mujer en la que Ted generalmente no se fijaba

La delgadez de la señora Mountsier era notable, y se debía a la incapacidad de comer ocasionada por la muerte reciente y totalmente imprevista de su marido. Con toda claridad era una viuda que no sólo había amado profundamente a su marido, sino también (y eso era evidente incluso para Ted) una viuda que todavía se encontraba en las etapas perceptibles de la aflicción. En una palabra, no era una mujer a la que cualquiera pudiese seducir, pero Ted Cole no era cualquiera y no podía reprimir la impredecible atracción que sentía hacia ella

Glorie debía de haber heredado las formas curvilíneas de una abuela o incluso una pariente más lejana. La señora Mountsier era una belleza clásica pero espectral, con cierta tendencia a hacer suyo el estilo inimitable de Marion. Mientras que la aflicción perpetua de Marion había alejado a Ted de su mujer, la majestuosa tristeza de la señora Mountsier le excitaba. Pero no por ello disminuía la atracción que sentía hacia su hija: ¡de repente las quería a las dos! A la mayoría de los hombres, semejante situación les habría planteado un dilema, pero Ted Cole sólo pensaba en las posibilidades. "¡Qué posibilidad!", se decía, mientras permitía que la señora Mountsier le preparase un bocadillo (al fin y al cabo, era casi la hora del almuerzo) y cedía a la insistencia de Glorie para meter en la secadora sus tejanos azules y los zapatos empapados.

– Se secarán en quince o veinte minutos -le prometió la joven. (Tardarían por lo menos media hora en secarse, pero ¿qué prisa había?)

Mientras comía, Ted llevaba un albornoz que perteneció al difunto señor Mountsier. La viuda le había indicado el baño, para que se cambiara, y le había ofrecido el albornoz de su marido con un gesto de tristeza especialmente atractivo.

Hasta entonces Ted nunca había tratado de seducir a una viuda, por no mencionar a una madre y a su hija. Se había pasado el verano dibujando a la señora Vaughn, y durante largo tiempo había descuidado las ilustraciones para Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido; ni siquiera había empezado a plantearse cómo deberían ser esas ilustraciones. Sin embargo, en aquella cómoda casa de First Neck Lane, había pasado por su mente un retrato de madre e hija notablemente prometedor, y supo que debía intentarlo.

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