Para salir de la calle del Joven dobló por la de la Puerta de los Enanos, cuyo nombre se le clavó en la mente y, pensando que podía tratarse de una señal, decidió que las calles adornadas hervían de trampas que le tendían las señales y salió al asfalto, a la calle del Príncipe Heredero. Vio vendedores de óseos de pan, conductores de microbuses que tomaban té y estudiantes universitarios que, con un lahmacun en la mano, miraban los carteles que había a la puerta del cine: una sesión triple. Las dos primeras películas eran de karate, protagonizadas por Bruce Lee, y en los rotos y descoloridos carteles de la tercera, Cüneyt Arkin, señor de una marca fronteriza silyuquí, zurraba a los bizantinos y se acostaba con sus mujeres. Se alejó de allí temiendo que, si seguía mirando las caras anaranjadas de los actores en las fotografías de la entrada del cine, se quedaría ciego. Al pasar junto a la mezquita del Príncipe Heredero, intentó no pensar en la historia del príncipe, que se le había metido en la cabeza. Pero todo a su alrededor seguía bullendo con misteriosas marcas: señales de tráfico con los bordes oxidados, pintadas irregulares, rótulos de plexiglás de sucios restaurantes y hoteles, carteles de esos cantantes a los que llaman «de arabesco» y de compañías de detergente. Aunque, a costa de un enorme esfuerzo, consiguiera no obsesionarse con las señales, mientras caminaba a lo largo del acueducto de Bozdogan, se imaginaba a los sacerdotes bizantinos de barba roja de las películas históricas que había visto de pequeño o, cuando pasó junto a la tienda de boza de Vefa, se acordó de una noche de fiesta años antes en que el Tío Melih se había emborrachado con licor, había montado a toda la familia en taxis y se la había llevado allí a tomar boza y aquellas fantasías se convertían de inmediato en señales de un misterio que había quedado atrás.
Mientras cruzaba a la carrera el bulevar de Atatürk decidió una vez más que si caminaba rápido, más rápido, podría ver las señales, las imágenes y las letras que la ciudad le presentaba no como quería, como partes de un misterio, sino tal y como eran. Entró a toda velocidad en la calle de los Telares, cruzó la de los Azadones y caminó largo rato sin mirar los nombres de las calles. Vio edificios a punto de hundirse con balcones de hierro oxidado intercalados entre casas de madera, camiones modelo 1950, neumáticos con los que jugaban los niños, postes eléctricos torcidos, aceras horadadas y dejadas a medias, gatos que revolvían en los cubos de basura, viejas con la cabeza cubierta por un pañuelo que fumaban asomadas a la ventana, vendedores ambulantes de yogurt, poceros y colchoneros. Bajando de la calle de los Alfombreros a la de la Patria torció de repente a la izquierda, cambió dos veces de acera y, mientras se tomaba un ayran en una tienda de ultramarinos, pensó que la idea de «estar siendo seguido» la había sacado de las novelas policíacas que leía Rüya, pero de la misma forma que no podía apartar de su mente el incomprensible misterio de la ciudad, sabía que no podría desprenderse con facilidad de aquella idea. Torció por la calle de las Dos Tórtolas, volvió a girar a la izquierda en la primera bifurcación y comenzó a andar como si corriera ya en la calle del Hombre Docto. Cruzó corriendo entre los microbuses la calle de Fevzi Bajá aprovechando que el semáforo estaba en rojo. Luego, al comprender por el letrero que la calle en la que se había metido era la de la Leonera, se dejó arrastrar por el pánico: si aquella mano misteriosa cuya presencia había notado cuatro días antes caminando por las cercanías del puente de Gálata seguía colocando señales para él en Estambul, el misterio, de cuya existencia no dudaba, debía estar aún muy lejano. Pasando por el atestado mercado, ante pescaderías donde se vendían jureles, rayas y rodaballos, entró en el patio de la mezquita de Fatih, a la que daban todas las calles. En el amplio patio no había nadie exceptuando a un hombre de barba y abrigo negros que caminaba por la nieve como un cuervo solitario. El pequeño cementerio también estaba vacío. La puerta del mausoleo de El Conquistador estaba cerrada con llave; mirando por la ventana, Galip escuchó el murmullo de la ciudad. El alboroto de los vendedores del mercado, los cláxones de los coches, voces de niños que llegaban del jardín de una lejana escuela, ruidos de martillos, ruidos de motores, el guirigay de los gorriones y las cornejas que llenaban los árboles del patio, el estruendo de microbuses y motocicletas que pasaban, el rumor de ventanas y puertas que se abrían y cerraban cerca de allí, de obras, de casas, de calles, de árboles, de parques, del mar, de los transbordadores, de los barrios, de toda la ciudad, Mehmet el Conquistador, el hombre cuyo sarcófago contemplaba a través de los polvorientos cristales de las ventanas y en cuyo lugar le hubiera gustado estar, había intuido el misterio de aquella ciudad que conquistó quinientos años antes de que Galip naciera gracias a los escritos de los hurufíes y había emprendido la tarea de descifrar lentamente ese universo en el que cada puerta, cada chimenea, cada calle, cada puente, cada acueducto y cada plátano eran señales de otra cosa.
«Si tanto los hurufíes como sus escritos no hubieran desaparecido como consecuencia de una conspiración -pensó Galip mientras caminaba desde la calle Calígrafo Ízzet hacia Zeyrek- y el sultán hubiera podido alcanzar el misterio de la ciudad, ¿qué habría entendido caminando por las calles del Bizancio que había conquistado, observando, como yo, los muros desmoronados, los plátanos centenarios, las calles polvorientas y los solares vacíos?». Cuando llegó a los antiguos y amenazadores edificios de los almacenes de tabaco de Cibali, Galip se dio la respuesta que ya sabía desde que se había leído las letras en la cara: «Reconocería una ciudad que veía por primera vez como si ya hubiera paseado por ella miles de veces». Pero eso era precisamente lo más sorprendente: Estambul seguía siendo como una ciudad recién conquistada. Galip no podía convencerse de que la conocía, de que ya había visto las calles llenas de barro, las irregulares aceras, los muros caídos, los árboles plomizos y tristes, los anticuados coches y los aún más licuados autobuses, todas aquellas caras tristes que tanto se parecían unas a otras, los perros todo piel y huesos.
Después de comprender que no podría librarse de aquella persona que lo seguía, y de cuya existencia no estaba del todo seguro, mientras caminaba por los talleres a la orilla del Cuerno de Oro, entre contenedores industriales vacíos, obreros que comían albóndigas o que jugaban al fútbol en el barro ataviados con sus monos durante su descanso de mediodía y acueductos bizantinos en ruinas, en su interior se alzó de tal manera el deseo de ver la ciudad como un lugar tranquilizador repleto de imágenes conocidas que, tal y como venía haciendo desde su infancia, comenzó a verse como si fuera otro, como si fuera el sultán Mehmet el Conquistador. Después de caminar largo rato manteniendo aquella fantasía infantil, que a él no le parecía ni absurda ni ridícula, recordó un artículo que Celâl había escrito años antes con motivo del aniversario de la conquista en el que decía que, de los ciento veinticuatro soberanos que habían gobernado en Estambul en los mil seiscientos cincuenta años que habían pasado desde Constantino hasta nuestros días, El Conquistador había sido el único que no había sentido la necesidad de disfrazarse por las noches. «Por razones que algunos de nuestros lectores conocen muy bien», había escrito Celâl en aquel artículo que Galip recordaba mientras se balanceaba con la muchedumbre que llenaba el autobús que se sacudía sobre los adoquines en el trayecto Sirkeci-Eyüp. En el autobús de Taksim, al que subió en Unkapani, a Galip le asombró que su perseguidor hubiera podido cambiar de autobús en tan poco tiempo como él. Sentía su mirada todavía más cerca, en su nuca. Tras cambiar de nuevo de autobús en Taksim, se le ocurrió que si hablaba con el anciano que se sentaba junto a él quizá pudiera convertirse e otra persona y así librarse de la sombra que lo seguía.
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