Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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De la misma forma que los indicios estaban en todas partes y en todas las cosas, el misterio también estaba en todas partes y en todas las cosas. Según iba leyendo, Galip veía claramente que los objetos que lo rodeaban eran señales de sí mismos y del secreto al que se acercaba lentamente, como lo son en un poema el rostro de la amada, las perlas, las rosas, las copas de vino, los ruiseñores, los cabellos de oro, las noches y las llamas. El hecho de que la cortina, en la que se reflejaba la pálida luz de la lámpara, los viejos sillones, que bullían de recuerdos de Rüya, las sombras de la pared y el terrible auricular del teléfono estuvieran tan cargados de significados e historias hizo que Galip tuviera la impresión de participar en un juego sin darse cuenta, como a veces había sentido cuando era niño: continuó avanzando a pesar de que sentía una vaga falta de confianza porque creía que podría abandonar aquel terrible juego en el que cada persona imitaba a otra y cada objeto imitaba a otro si conseguía convertirse en alguien distinto, tal y como hacía en su infancia. «Si tienes miedo, enciendo la luz», le decía Galip a Rüya cuando jugaban en la oscuridad y comprendía que a ella la poseía el mismo miedo que a él. «No la enciendas», le respondía la valiente Rüya, a la que tanto le gustaban el juego y el miedo. Galip siguió leyendo.

A principios del siglo XVII algunos hurufíes se instalaron en remotas aldeas abandonadas por los campesinos que habían huido de los bajás, de los cadís, de los bandoleros y de los imanes durante la época de las revueltas Celâli, que confusión sembraron en Anatolia. Mientras trataba de recordar los versos de un largo poema en el que se describía la vida feliz y plena y el significado de aquellas aldeas hurufíes , Galip volvió a recordar los días felices de su propia infancia, pasados junto a Rüya.

En aquellos antiguos y lejanos y felices tiempos el significado y la acción eran una sola cosa. En aquella época paradisíaca los objetos que llenaban nuestras casas y los sueños que habíamos forjado respecto a ellos eran una sola cosa. Todo el mundo sabía en aquellos años de felicidad que los instrumentos y las cosas que sosteníamos en las manos, los puñales y las plumas, eran una prolongación no sólo de nuestros cuerpos, sino también de nuestros espíritus. En aquellos tiempos, cuando los poetas decían «árbol», todos podían representarse en la imaginación un árbol perfectamente completo, todos sabían que no había necesidad de demostrar un enorme talento enumerando las hojas y las ramas para que la palabra y el árbol de la poesía señalaran el objeto y el árbol en la vida real y en el jardín. En aquellos tiempos todos sabían que las cosas y las palabras que las describían estaban tan próximas que las mañanas en que la niebla descendía sobre aquella aldea fantasma en las montañas, las palabras se confundían con lo que describían. Los que se despertaban en aquellas mañanas brumosas no podían diferenciar la realidad de sus sueños, la vida de la poesía ni los nombres de las personas. En aquellos tiempos los cuentos y las vidas eran tan reales que a nadie se le ocurría preguntar cuál era la vida original o cuál era el cuento original. Los sueños se vivían y las vidas se interpretaban. En aquellos tiempos, las caras de la gente tenían tanto significado, como, por otro lado, todo lo demás, que incluso los analfabetos y los que creían que la alfa era una fruta, la a un sombrero y la alif un poste, conseguían leer por sí solos las letras de significado evidente de nuestras caras.

Mientras leía que, para describir aquella época lejana y feliz en la que los hombres todavía no conocían el tiempo, los poetas hablaban de cómo el anaranjado sol del atarde en el horizonte que describían permanecía estático, y de cómo los galeones no cambiaban de lugar a pesar de estar avanzando con las velas hinchadas por un viento que no soplaba sobre un mar inmóvil color cristal y ceniza, Galip comprendió, al encontrar la imagen de blanquísimas mezquitas y alminares más blancos aún que se elevaban a la orilla de aquel mar como espejismos que nunca fueran a desaparecer, que los sueños y la vida de los hurufíes , que habían permanecido ocultos desde el siglo XVII hasta nuestros días, habían envuelto por completo también a Estambul. Mientras leía cómo, desde hacía siglos, planeaban sobre las cúpulas de Estambul como si estuvieran clavados en el cielo las cigüeñas, las aves fénix, los albatros y los simurg que aletean hacia el horizonte entre alminares blancos de tres balcones, cómo cualquier paseo por las calles de Estambul, que nunca se cruzan en ángulo recto y que nunca se puede predecir cómo se cruzarán, era tan divertido y mareante como un viaje en día de fiesta al infinito y cómo, después del paseo, el caminante comprendía enseguida el misterio de la vida y de las letras en su cara gracias a los dibujos que veía en el mapa al seguir con el dedo las curvas trazadas en las calles por él y cómo en las cálidas noches de verano de luna llena, en que los cubos que cuelgan de los pozos regresan a la superficie llenos tanto de agua fría igual que el hielo como de señales del misterio y de las estrellas, todos recitaban hasta el amanecer poemas que trataban del significado de las señales y de las señales del significado, Galip comprendió que también en Estambul se había vivido tiempo atrás la edad de oro del hurufismo sin adulterar así como que sus años de felicidad con Rüya habían quedado muy atrás. Pero aquella feliz edad de oro no debía de haber durado mucho. Porque Galip leyó que inmediatamente después de aquella edad de oro en la que el misterio estaba abiertamente a la vista de todos, algunos, para ocultar el significado como habían hecho los hurufíes de los fantasmas para complicar sus secretos, habían recurrido a la ayuda de elixires fabricados con sangre, huevos, excrementos y pelo. Y otros habían cavado subterráneos en sus casas situadas en los rincones más recónditos de Estambul, para enterrar lo que ocultaban. También leyó que algunos, no tan afortunados como aquellos que habían cavado subterráneos, habían sido apresados por participar en la rebelión de los jenízaros, que, colgados de los árboles, las letras de sus caras, deformadas por el nudo corredizo que los apretaba como una corbata, se habían vuelto ilegibles, y que los trovadores que iban a los monasterios de barrios de los suburbios con el saz en la mano a susurrar los misterios de los hurufíes eran recibidos por un muro de incomprensión. Todos aquellos indicios confirmaban que la edad de oro que se había vivido tanto en las remotas aldeas fantasmas como en los rincones más secretos y en las calles más misteriosas de Estambul había terminado con un gran infortunio.

Al llegar a la última página de un viejo libro de poesía con las páginas roídas por los ratones y en algunas de cuyas esquinas florecía un moho verde azulado o color de sulfato de cobre con un agradable olor a papel y a humedad, Galip encontró una nota que advertía que se podía conseguir más información sobre el tema en otro librito. Según una larga y mal construida frase que el impresor de Jurasán había añadido en las últimas páginas de la separata encajándola en tipos pequeños entre las direcciones de la editorial y la imprenta y las fechas de edición e impresión y los últimos versos de un monótono poema, aquella obra, titulada El misterio de las letras y la desaparición del misterio , séptimo libro de la colección y editado de nuevo en Jurasán, cerca de Erzurum, había sido escrita por F. M. Üçüncü y había sido distinguida con los elogios del Periodista de Estambul Selim Kacmaz.

Galip, con una falta de sueño y un cansancio que enfriaban los juegos de palabras y letras y sus sueños de Rüya, recordó los años en que Celâl inició su carrera de periodista. En aquellos días el interés de Celâl por los juegos de palabras y letras no pasaba de enviar saludos especiales a colegas-amigo-familiares o a sus amantes desde las secciones de «Su horóscopo para hoy» o «Increíble pero cierto». Buscó furiosamente el librito entre las pilas de papeles, revistas y periódicos. Cuando lo encontró en una de las cajas, en la que había mirado ya bastante desesperado después de ponerlo todo patas arriba, entre recortes de periódicos, artículos polémicos sin publicar y algunas extrañas fotografías que Celâl había guardado a principios de los sesenta, ya era bastante más de medianoche y en la ciudad había comenzado ese desesperante y escalofriante silencio que se siente cuando se proclama el toque de queda en las épocas de estado de excepción.

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