Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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– No tenemos. Pregunte en la tienda de Ismail el Tacaño -luego añadió-: En cierta ocasión pasaron por mis manos los manuscritos de las novelas policíacas que traducía del francés el príncipe Osman Celâlettin Efendi, que era hurufí. ¿Sabe cómo lo mataron?

Galip miró a ambas aceras al salir pero no vio nada que le llamara la atención: una mujer con la cabeza cubierta por un pañuelo que miraba el escaparate de un puesto de bocadillos acompañada por un niño pequeño al que le quedaba grande el abrigo, dos muchachas, estudiantes, con los mismos calcetines verdes, y un viejo con un abrigo marrón que esperaba para cruzar a la otra acera. Pero en cuanto comenzó a andar de nuevo hacia el despacho sintió la mirada del eterno «ojo» en la nuca.

Como nunca antes le habían seguido, como nunca antes se había dejado llevar por la sensación de que le seguían, todo lo que sabía Galip al respecto se limitaba a las escenas de las películas que había visto y a las novelas policíacas que leía Rüya. A pesar de haber leído muy pocas, Galip pontificaba a menudo sobre el género. Había que poder crear una novela en la que el primer y el último capítulos fueran exactamente iguales; había que poder escribir una historia sin un «final» aparente puesto que el verdadero final estaría oculto dentro de ella; había que soñar con una novela que ocurriera entre ciegos, etcétera. Mientras forjaba aquellos proyectos que provocaban que Rüya frunciera el ceño, Galip se imaginaba que quizá algún día podría ser otra persona.

Cuando pensó que el pordiosero con las piernas amputadas que se había instalado en un hueco junto a la entrada del edificio donde estaba el despacho era ciego, Galip decidió que la pesadilla en la que tan sumergido estaba tenía tanto que ver con la ausencia de Rüya como con la falta de sueño. Al entrar en el despacho, en lugar de sentarse a la mesa, abrió la ventana y miró hacia abajo. Durante un rato observó el movimiento en las aceras. Se sentó a la mesa y su mano se alargó involuntariamente, no hacia el teléfono, sino hacia la carpeta de los papeles. Sacó un papel en blanco y sin pensar demasiado, escribió:

«Lugares donde se podría encontrar Rüya. La casa de su ex marido. La casa de los tíos. La casa de Banu. Una casa donde se hable de política. Una casa donde se medio hable de política. Una casa donde se hable de poesía. Una casa donde se hable de cualquier cosa. Cualquier otra casa en Nisantasi. Cualquier casa. Una casa». Dejó el bolígrafo decidiendo que mientras escribía no podía pensar con claridad. Volvió a cogerlo y lo tachó todo excepto «La casa de su ex marido» y escribió lo siguiente: «Lugares donde se podrían encontrar Rüya y Celâl. Rüya y Celâl en casa de Celâl. Rüya y Celâl en la habitación de un hotel. Rüya y Celâl van al cine. ¿Rüya y Celâl? ¿Rüya y Celâl?».

Escribiendo en el papel en blanco se veía parecido a los protagonistas de las novelas policíacas que forjaba en su imaginación y así sentía que se encontraba en el umbral de un universo que le recordaba a Rüya, al hombre nuevo que quería ser y a un mundo nuevo. El mundo que se divisaba a través de aquella puerta era un mundo donde la sensación de ser perseguido se aceptaba con toda tranquilidad. Si uno creía que te perseguían debía por lo menos poder creer que era alguien capaz de sentarse a su mesa y escribir una debajo de otra las pistas que le sirvieran para encontrar a alguien desaparecido, Galip sabía que no era ese hombre que tanto se parecía a los Protagonistas de las novelas de detectives, pero creer que se le Parecía, que podía ser «como él», aliviaba, aunque sólo fuera un poco, la presión de los objetos y las historias que le rodeaban. Mucho después, cuando el camarero, peinado con la raya en medio con una simetría que resultaba sorprendente, le trajo la comida que había encargado al restaurante, Galip había aproximado tanto su mundo al de las novelas policíacas a fuerza de rellenar con pistas papeles en blanco que el cordero con arroz y la ensalada de zanahoria que había sobre la sucia bandeja no le parecieron lo que siempre comía sino platos completamente distintos que le sirvieran por primera vez.

Contestó al teléfono, que sonó a la mitad de la comida, como alguien que se dispusiera a responder una llamada que esperaba: se habían equivocado. Después de comer y de apartar la bandeja, llamó con la misma tranquilidad a la casa de Nisantasi. Mientras dejaba que el teléfono sonara largo rato se imaginaba a Rüya en casa, a la que había vuelto cansada, levantándose de la cama para alcanzarlo, pero no se sorprendió en absoluto cuando nadie le contestó. Marcó el número de la Tía Hâle.

Para que su tía no añadiera otras preguntas a las que le hizo respecto a la enfermedad de Rüya y a sus comentarios sobre el hecho de que su cuñada había ido a casa de ambos, a la que había acudido preocupada porque llevaban días sin contestar al teléfono y de la que había regresado con las manos vacías, Galip le explicó sin respirar: no habían podido darles nuevas noticias porque el teléfono estaba averiado; Rüya había mejorado de su enfermedad esa misma noche y ahora se encontraba como un roble, no tenía nada y lo esperaba en un taxi que estaba un poco más allá, un Chevrolet del 56, con su abrigo morado, tan contenta de la vida; iban a ir juntos a Esmirna, a ver a un viejo amigo gravemente enfermo; el barco zarparía dentro de poco y Galip llamaba desde una tienda de ultramarinos que había de camino; le agradecía de veras al dueño que le permitiera utilizar el teléfono con tantos clientes como tenía; ¡Adiós! Pero la Tía Hâle todavía pudo preguntar: «¿Habéis cerrado bien la puerta? ¿Se lleva Rüya su jersey verde de lana?»

Cuando lo llamó Saim, Galip se estaba preguntando hasta qué punto podría cambiar el plano de una ciudad sobre la que nadie hubiera puesto nunca el pie sólo a fuerza de observarlo. Saim había proseguido con las investigaciones en su archivo después de que Galip le dejara aquella mañana y había encontrado algunas pistas que creía que podían ser útiles. Sí, Mehmet Yilmaz, el responsable de la muerte de la abuelita, podía estar todavía vivo, erraba como un fantasma por la ciudad, pero no con los nombres de Ahmet Kacar o Haldun Kara como habían pensado en cierto momento, sino con el nombre, que no olía a seudónimo, de Muammer Ergener. A Saim no le había sorprendido encontrárselo en una revista que defendía una «oposición» absoluta; lo que sí le había llamado la atención era que alguien que firmaba Salih Golbaji, que criticaba con dureza en la misma revista dos columnas de Celâl, utilizara el mismo estilo y cometiera las mismas faltas de ortografía. Después de pensar que aquel nombre y aquel apellido rimaban con los del ex marido de Rüya y que estaban formados por las mismas consonantes, al verlo en los números antiguos de una pequeña revista de educación llamada La hora del trabajo, ahora como jefe de redacción, Saim había apuntado para Galip las señas, en las afueras de la ciudad, de la dirección de la revista: Barrio de Güntepe, calle Refet Bey, Sinanpasa, Bakirkóy.

Galip se emocionó cuando después de colgar el teléfono encontró en la guía de la ciudad el plano del barrio de Güntepe, pero no se trataba del asombro que había esperado que le cambiara de la cabeza a los pies. El barrio ocupaba por completo la árida colina sobre la que se levantaba la pequeña ciudad de casuchas donde doce años antes, en su primer matrimonio, se había instalado Rüya con su marido para «trabajar» entre los obreros. Por lo que se entendía por el mapa, ahora la colina había sido dividida en calles, cada una de las cuales llevaba el nombre de un héroe de la Guerra de Liberación. A un lado se veía el verde de un pequeño parque, el alminar de Una mezquita y una plaza en cuyo centro había una estatua de Atatürk marcada con un cuadradito. Aquél era el último lugar que Galip habría podido soñar.

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