Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Pero lo que realmente aterrorizaba a los visitantes del palacio eran los nuevos significados, las señales, los mundos desconocidos que aparecían en las caras reflejadas en el espejo de las terribles multitudes que llenaban los puentes, en las caras de la gente que el pintor había colocado en cada lugar de su obra y que se multiplicaban de manera inagotable. Comprender que la cara del simple, preocupado y triste ciudadano o la del tipo con sombrero de fieltro, trabajador y satisfecho de su vida que se veían en la pintura, en realidad, tal y como se apreciaba en el espejo, eran mapas o que hervían con las huellas de un misterio o de una historia perdida, despertaba en la imaginación del confuso visitante del palacio, que a pesar de todo comprendía que estaba incorporando su propia imagen al espejo mientras iba y venía entre los sillones tapizados con terciopelo y avanzaba y retrocedía, la impresión de conocer un secreto reservado sólo a unos cuantos escogidos. Todo el mundo sabía que esos clientes, a los que las chicas trataban a cuerpo de rey, no descansarían hasta dilucidar el misterio de la pintura y el espejo y que se arriesgarían a todo tipo de viajes, aventuras y peleas hasta encontrar una solución adecuada al misterio, al enigma.

Años después, años después de que el dueño del cabaret desapareciera en lo desconocido entre las aguas del Bósforo, el comisario de Beyoglu se presentó en el establecimiento, ya pasado de moda, y las chicas más veteranas comprendieron de inmediato por su rostro triste que formaba parte de aquellos hombres inquietos.

Aquel hombre quería volver a contemplar el espejo para resolver el misterio del antiguo y famoso «Crimen de la plaza de Sisli». Pero le contaron que una semana antes, durante una pelea entre dos matones, provocada por el desempleo y los problemas de trabajo más que por cuestiones de mujeres o de dinero, el enorme espejo se había caído con estruendo sobre ambos luchadores y se había hecho pedazos. Así pues, el comisario, ya en el umbral de la jubilación, no pudo descubrir entre los trozos de vidrio ni al autor del anónimo asesinato ni el secreto del espejo.

34. No el cuentista, sino el cuento

«Mi forma de escribir se basa, más que en preocuparme por quién me escucha, en pensar en voz alta y en seguir mi propio gusto.»

Confesiones de un inglés comedor de opio , DE QUINCEY

Poco antes de que decidieran citarse ante la tienda de Aladino, la voz al otro lado de la línea le dictó a Galip siete números de teléfono de Celâl. Galip estaba tan seguro de que encontraría en alguno de ellos a Celâl y a Rüya que se imaginaba las calles, los pisos y los umbrales donde volverían a encontrarse los tres. Sabía que en cuanto se vieran y Celâl y Rüya le explicaran los motivos por los que se habían ocultado, lo encontraría todo lógico y razonable desde la primera frase. También estaba seguro de que Celâl y Rüya le dirían lo siguiente: «Galip, nosotros también te hemos buscado, pero no estabas ni en casa ni en el despacho. ¿Por dónde andabas?».

Galip se levantó del sillón en el que llevaba horas sentado, se quitó el pijama de Celâl, se lavó, se afeitó y se vistió. Mientras se miraba la cara en el espejo las letras que tan claramente había visto no le dieron la impresión de ser ni la prolongación de una misteriosa conspiración o un juego enloquecido, ni una ilusión óptica que pudiera despertar la menor sospecha sobre su identidad. Las letras, como ese jabón Lux rosa, Silvana Mangano usaba uno igual, o como la vieja maquinilla de afeitar que había en el espejo, eran parte de un mundo real.

En el Milliyet , que le habían arrojado bajo la puerta, leyó, como si pertenecieran a otro, sus propias frases publicadas en la columna de Celâl. Teniendo en cuenta que se habían publicado bajo la fotografía de Celâl, debían ser suyas. Por otro lado, Galip era consciente de que había sido él quien había escrito esas palabras. Aquello no le pareció una contradicción sino, justo al contrario, la prolongación de un mundo comprensible. Imaginó a Celâl leyendo el escrito de otro en su propia columna en alguna de las direcciones que ahora tenía en sus manos, pero suponía que Celâl no lo consideraría un ataque ni una impostura. Muy probablemente, ni siquiera fuera capaz de adivinar que no se trataba de uno de sus viejos artículos.

Después de matar el hambre con pan, huevas de pescado, lengua y plátanos, quiso poner en orden todos los asuntos que había dejado a medias con la intención de afianzar sus vínculos con el mundo real. Llamó a un compañero abogado con el que trabajaba en ciertos casos políticos y, después de explicarle que se había ausentado de Estambul durante días porque se había visto obligado a salir de viaje urgentemente, se informó de que uno de sus casos iba tan lento como siempre y de que en otro, político, ya se había dictado sentencia y que sus clientes habían sido condenados a seis años por colaborar con los fundadores de una organización comunista secreta. Se enfadó al recordar que poco antes había echado un vistazo a aquella noticia en el periódico que había estado leyendo sin relacionarla con él. No podía distinguir con claridad contra quién iba destinada aquella ira ni sus razones. Como si fuera la cosa más natural del mundo, llamó a su propia casa. «Si responde Rüya -pensó-, yo también le gastaré una bromita». Disimularía su voz y diría ser alguien que buscaba a Galip, pero nadie contestó al teléfono.

Llamó a Iskender. Le contaría que estaba a punto de encontrar a Celâl y le preguntaría cuánto tiempo más se quedaría el equipo de la televisión inglesa en Estambul. «Ésta es su última noche -le respondió Iskender-. Mañana temprano regresan a Londres». Galip le explicó que estaba a punto de encontrar a Celâl. Le dijo además que Celâl quería ver a los ingleses para hacer una declaración sobre ciertos asuntos de importancia; le concedía mucho valor a aquella cita. «Entonces voy a quedar con ellos definitivamente para esta tarde -dijo Iskender-, porque también tienen mucho interés». Galip le dijo que estaría «por el momento, aquí» y le dio el número de teléfono que se leía en el aparato.

Marcó el número de la Tía Hâle, puso una voz más profunda y le explicó que era un lector fiel, un admirador de Celâl Bey que quería felicitarle por su artículo de ese día. Meditaba: ¿habrían ido a la comisaría porque aún no habían recibido noticias de Rüya y él? ¿O estarían esperando que regresaran de Esmirna? ¿O se habría pasado Rüya por su casa y se lo habría contado todo? ¿Se habría sabido algo de Celâl durante todo este tiempo? La respuesta de la Tía Hâle, explicándole muy seria que Celâl Bey no estaba allí y que sería mejor que llamara al periódico, no parecía que le fuera a proporcionar la menor respuesta a todas aquellas preguntas. A las dos y veinte, Galip comenzó a llamar, uno por uno, a los siete teléfonos que había anotado en la última página de Los caracteres .

Cuando comprendió que aquellos siete números correspondían a una familia a la que no conocía de nada, a un niño charlatán de los que todo el mundo conoce alguno, a un viejo desagradable de voz cascada, a un asador, a un agente inmobiliario sabihondo a quien no le interesaba lo más mínimo la identidad de los antiguos propietarios de la línea, a una modista que aseguraba haber tenido el mismo número desde hacía cuarenta años y a una pareja de recién casados que regresaba tarde a casa, ya eran las siete. Mientras luchaba con el teléfono descubrió en cierto momento diez fotografías en el fondo de una caja llena de postales que había bajo el armario de madera de olmo y que ya había revisado sin demasiado interés.

Rüya, con once años, observando con curiosidad al objetivo de la cámara que debía estar en manos de Celâl durante una excursión por el Bósforo en el famoso café bajo el gran ermitaño de Emirgan, con el Tío Melih vestido con chaqueta y con bata, la hermosa Tía Suzan, tan parecida a Rüya en su juventud, y alguien más que, si no se trataba de uno de los extraños amigotes de los que se le pegaban a Celâl, debía ser el imán de la mezquita de Emirgan… Rüya con el vestido de tirantes que llevaba el verano en que pasó de segundo a tercero de primaria acompañada por Vasif mientras le enseña a Carbón, el gato de la Tía Hâle, de dos meses, los peces del acuario y la señora Esma por un lado le sonríe entornando los ojos porque tiene el cigarrillo en la boca y por otro se arregla el pañuelo de la cabeza para protegerse del objetivo aunque no está segura de entrar en el campo de visión de la cámara… Rüya durmiendo como un tronco en la misma postura en que Galip la había visto por última vez siete días y once horas antes, con las piernas encogidas hacia el estómago y la cabeza enterrada en la almohada, en la cama de la Abuela en la que se había echado vencida por el cansancio después de llenarse bien la barriga en un almuerzo de fiesta de fin de Ramadán un día de invierno en el que habían estado todos y en el que había aparecido repentinamente, aunque sola, una Rüya revolucionaria y descuidada que el primer año de su primer matrimonio no se relacionaba demasiado con sus padres ni con sus tíos… Toda la familia, Ismail el portero y la señora Kamer, puestos en fila ante la puerta del edificio Sehrikalp posando para la cámara mientras Rüya, en brazos de Celâl y con una cinta en el pelo, observa al perro callejero de la acera, que debía haber muerto hacía mucho tiempo… La Tía Suzan, la señora Esma y Rüya entre la multitud que se alinea a lo largo de las dos aceras de la calle Tesvikiye desde el instituto femenino hasta la tienda de Aladino contemplan el paso de De Gaulle, aunque en la fotografía no se le ve a él sino sólo el morro de su coche… Rüya sentada ante el tocador de su madre, cubierto de polveras, frascos de crema Pertev, botes de agua de rosas y colonia, vaporizadores de perfume, frascos y peinetas, metiendo su cabeza de pelo corto entre los cuerpos del espejo y convirtiéndose en tres, cinco, nueve, diecisiete y treinta y tres Rüyas… Rüya con quince años, ignorando que está siendo fotografiada, con un cuenco de garbanzos tostados junto a ella y llevando un vestido de percal sin mangas, inclinada sobre un periódico en el que se refleja el sol por la ventana abierta mientras, con esa expresión en la cara que a Galip siempre le hacía sentir el temor de estar excluido, por un lado se tira del pelo y por otro resuelve el crucigrama con un lápiz cuya goma está mordiendo… Rüya, hacía cinco meses como mucho, teniendo en cuenta que llevaba al cuello el sol hitita que Galip le había regalado por su último cumpleaños, lanzando una alegre carcajada sentada en el sillón que ahora ocupaba Galip, junto al teléfono por el que poco antes había hablado Galip, en la habitación en la que Galip llevaba horas errando… Rüya en un restaurante campestre cuya localización Galip no logró averiguar, con la cara larga, entristecida por las discusiones entre sus padres, que siempre se hacían más encendidas en los viajes… Rüya, queriendo estar alegre pero sonriendo con una tristeza y una amargura cuyo misterio su marido nunca supo comprender contemplando las fotografías, en la playa de Kilyos el año en que terminó el instituto, tras ella el mar espumoso, a su lado una bicicleta que no era suya pero en cuya cesta apoyaba su hermoso brazo como si lo fuera, con un bikini que dejaba al descubierto la cicatriz de los puntos de su operación de apendicitis y los dos lunares gemelos del tamaño de lentejas que tenía entre la cicatriz y el ombligo y la sombra imprecisa de las costillas en su piel, con una revista en la mano de la cual Galip no pudo leer el nombre, no porque la fotografía estuviera borrosa, sino porque las lágrimas no se lo permitían.

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