Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo
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Por la mañana, después de haber dormido un poco, me guardé la carta en el pecho, salí a la calle y caminé largo rato. La nieve había ensanchado las estrechas calles de Estambul y la ciudad se había limpiado de multitudes. Todo estaba ahora más silencioso e inmóvil, como cuando era niño. Me dio la impresión de que las cornejas habían tomado posesión de los tejados, las cúpulas y los jardines de Estambul, tal y como me parecía en los días nevados de invierno de mi infancia. Caminaba con rapidez escuchando el sonido de mis pasos en la nieve y observando el vaho que me salía de la boca. Me sentía excitado al pensar que el taller de los ilustradores de palacio, al que mi Tío me había pedido que fuera, estaría tan silencioso como las calles. Sin entrar en el barrio judío le envié aviso por mediación de un niño a Ester, la única que podía hacer que mi carta llegara a Seküre, indicándole un lugar en el que podríamos vernos después de la oración de mediodía.
Llegué temprano al edificio del taller de los ilustradores, detrás de Santa Sofía. En el aspecto exterior de ese edificio, en el que durante un tiempo había trabajado como aprendiz en mi infancia gracias a la mediación de mi Tío, no había el menor cambio si exceptuamos los carámbanos que colgaban de las cornisas.
Siguiendo a un joven y apuesto aprendiz pasé entre ancianos maestros encuadernadores mareados por el olor de la cola y la goma arábiga, maestros ilustradores aún jóvenes pero ya con joroba y muchachos que mezclaban la pintura sin mirar los cuencos que tenían sobre las rodillas porque tenían la mirada fija en las llamas del hogar. En un rincón vi a un anciano que pintaba cuidadosamente un huevo de avestruz que sostenía en el regazo y a un hombre maduro que decoraba alegre un cajón y a un joven aprendiz que les observaba respetuoso. Por una puerta abierta vi estudiantes adolescentes que habían sido reprendidos por sus maestros acercando sus ruborizadísimas caras al papel, tanto como si quisieran tocarlo con ellas, para comprender el error que habían cometido. En otra celda un aprendiz triste y apenado miraba la calle por la que poco antes yo había caminado tan excitado, olvidado de los colores, los papeles y la pintura. Los ilustradores, sentados ante las puertas abiertas de sus celdas copiando escenas, preparando plantillas y pinturas o afilando cálamos, me miraban hostilmente de reojo, a mí, al extraño.
Subimos por unas escaleras heladas. Anduvimos por la galería interior que rodeaba el segundo piso de los talleres por sus cuatro costados. Abajo, en el patio cubierto de nieve, dos estudiantes, prácticamente niños, esperaban algo, probablemente un castigo, temblando ostensiblemente de frío a pesar de sus túnicas de lana gruesa. Recordé cómo en mi primera juventud a los estudiantes perezosos o que desperdiciaban pinturas caras les abofeteaban o les daban de palos en las plantas de los pies hasta que les sangraban.
Entramos en una habitación cálida. Vi ilustradores cómodamente sentados sobre sus rodillas, pero no eran los maestros con los que había soñado, sino jóvenes que apenas habían dejado de ser aprendices. Como los grandes maestros a los que el Maestro Osman había dotado de seudónimos ahora trabajaban en sus casas, aquella habitación que en tiempos había despertado en mí tanto respeto y admiración no parecía parte de los talleres de un sultán opulento y grandioso, sino una habitación mediana de un caravasar perdido en las desiertas montañas del este.
A un lado, sentado ante un escritorio, el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, me pareció más un espectro que una sombra. Aquel gran maestro, que se me aparecía como si hubiera sido el mismísimo Behzat cada vez que pensaba en ilustraciones y pinturas a lo largo de mis viajes, ahora, vestido de blanco a la luz blanca de la nieve que entraba por la ventana que daba a Santa Sofía, parecía que hiciera mucho que se hubiera unido a los fantasmas del otro mundo. Le besé la mano, que observé que tenía cubierta de manchas, y le recordé quién era yo. Le expliqué que mi Tío me había llevado allí cuando todavía era un niño pero que me fui porque prefería la pluma al pincel, que me había pasado años por los caminos y en las ciudades del este trabajando como secretario y contable de diversos bajas, que al servicio de Serhat Bajá y otros había conocido a calígrafos e ilustradores y les había encargado libros, que había ido a Bagdad y Alepo, Van y Tiflis y que había conocido la guerra.
– ¡Ah, Tiflis! -dijo el gran maestro mirando la luz que se filtraba desde el patio nevado a través de la tela impermeable que cubría la ventana-. ¿Está nevando allí ahora?
Se comportaba como esos antiguos maestros persas, de los que se cuentan interminables leyendas, que, a fuerza de perfeccionar su arte, acababan ciegos y llevando una vida de medio santo, medio viejo chocho. Pero pude ver de inmediato en sus ojos astutos que odiaba violentamente a mi Tío y que sospechaba de mí. No obstante, le expliqué cómo en los desiertos de Arabia no nevaba simplemente sobre el suelo, como nevaba aquí sobre Santa Sofía, sino también sobre las memorias. Le conté que en la fortaleza de Tiflis cuando nevaba las mujeres que lavaban la ropa cantaban canciones del color de las flores y que los niños escondían debajo de sus almohadas helados para cuando llegara el verano.
– Cuéntame qué pintan, qué hacen los ilustradores y los pintores en los países a los que has ido.
Un joven ilustrador que estaba sumido en sus sueños mientras trazaba líneas en un rincón levantó la cabeza de su atril y me miró con los demás como si me desafiara a que ahora narrara una historia de veras auténtica. No tenía la menor duda de que aquellos hombres, la mayoría de los cuales no sabía quién era el propietario del colmado de su barrio, ni de por qué está peleado con el verdulero de al lado, ni de lo que vale la hogaza de pan, estaban perfectamente al corriente de quién y cómo pinta en Tabriz, en Kazvin, en Shiraz y en Bagdad, cuánto han pagado qué janes, shas, sultanes o príncipes por qué libros y de los últimos rumores y cotilleos que, por lo menos en esos círculos, se extendían con la rapidez de la peste, pero, no obstante, seguí hablando. Porque yo venía de allá, de Oriente, de donde luchan los ejércitos, de donde los príncipes se estrangulan unos a otros, las ciudades son saqueadas y quemadas, de donde cada día se habla de la paz y de la guerra, de donde, desde hace siglos, se escriben las mejores poesías y se producen las mejores ilustraciones y pinturas, del país de los persas.
– Como ya sabéis, el sha Tahmasp, que había ocupado el trono durante cincuenta años, en los últimos años de su reinado se olvidó de su amor a los libros, a las ilustraciones y a las pinturas, les volvió la espalda a los poetas, a los ilustradores y a los calígrafos y se entregó a sus devociones hasta su muerte, tras la cual ocupó su lugar su hijo Ismail -dije-. El nuevo sha, a quien su padre había mantenido encarcelado veinte años consciente de su mal carácter y su natural pendenciero, en cuanto ocupó el trono se volvió rabioso y se desembarazó de sus hermanos estrangulándolos y a algunos de ellos arrancándoles los ojos. Pero por fin sus enemigos se libraron de él envenenándole con opio y entronizaron a su medio hermano Muhammet Hüdabende. Durante su reinado se han rebelado los príncipes, sus hermanos, los gobernadores y los uzbecos, todo el mundo. Y emprendieron tales guerras entre ellos y contra nuestro Serhat Bajá que convirtieron el país de los persas en polvo y humo, lo dejaron completamente arrasado. El sha actual, que no tiene un ochavo ni inteligencia y además está medio ciego, no se encuentra muy dispuesto a encargar que le escriban ni le ilustren libros. Así pues, los legendarios ilustradores de Kazvin y Herat, todos aquellos maestros ancianos y sus aprendices que habían creado maravillas en los talleres del sha Tahmasp, los pintores cuyos pinceles hacían galopar a los caballos y que las mariposas volaran fuera de las páginas, los iluminadores, los encuadernadores, los calígrafos, se han quedado sin trabajo, sin dinero e incluso sin hogar. Algunos emigraron al norte con los Seybaníes, otros a la India, otros aquí, a Estambul. Hubo algunos que se dedicaron a otros trabajos desperdiciando en ellos su honra y su vida. Algunos se pusieron al servicio de pequeños príncipes y gobernadores, cada uno enemigo del otro, y comenzaron a trabajar en libros no más grandes que la palma de mi mano y que, a lo sumo, contenían cuatro o cinco páginas con ilustraciones. Todo se ha llenado de libros baratos escritos e ilustrados a toda prisa para satisfacer el gusto de soldados vulgares, bajas maleducados y príncipes caprichosos.
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