Philippe Djian - Zona erógena
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Se colocó en una especie de postura imbécil, con las manos cruzadas detrás de la nuca, una pierna plegada bajo las nalgas y las ojillas separadas, y me miraba con ojos enloquecidos.
– ¡Caray, tío! -soltó-. Parece que te quedas muy tranquilo en tu rinconcito, ¿eh? ¿No te excito? ¿A qué se debe que aún no te hayas enamorado enloquecidamente de mi cuerpo?
Esperé una docena de segundos y luego puse una mano en sus muslos. Sentí que se ponía rígida.
– Recuerdo a una mujer de ciento dos kilos -dije-. Era bastante mayor. Pero era totalmente imposible aburrirse con ella, ¿sabes?, y en la cama era como si bajara directamente del cielo; siempre me da un cosquilleo cuando pienso en ella. Bueno, vamos a buscar un sitio tranquilo, vamos a estirar esos putos asientos y vas a ver…
De golpe dejó de llorar y cruzó las piernas, pero yo seguí aferrado a su muslo.
– Tienes suerte al haberte topado conmigo -añadí-. Soy totalmente indiferente a la belleza física. Me fastidia.
Me quité la camiseta con una mano y me enjugué el cuerpo y la cara con ella. El campo estaba derritiéndose a nuestro alrededor.
– Santo Dios -aseguré-, estoy más caliente que un mono.
13
Llegamos a nuestro destino a última hora de la tarde, porque ella se había empeñado en parar en la ciudad para hacer unas pequeñas compras. Pasamos por el cedazo todas las panaderías del lugar para tener un surtido de esas porquerías blandas, perfumadas y transparentes en forma de oso, de cocodrilo y de pezón. Vas a ver, le encantan estas cosas, me había explicado, no lo veo más que una vez al año, lo adoro, su mujer ha muerto y soy la única de la familia que viene a verlo. Por mi parte, también había puesto algunos billetes para redondear las provisiones del abuelo. Nos pusimos nuevamente en camino con varios kilos de golosinas apilados en el asiento trasero.
La chica estaba de buen humor desde hacía un buen rato; se había puesto unos pantalones y una inmensa camisa a cuadros amarillos y negros; aquella ropa le sentaba bastante bien. Se había recogido el cabello hacia atrás, y cuando se reía uno podía encontrar cierto encanto en su cara, aunque sólo fuera por el brillo de la mirada o el grosor de los labios, aunque el resto no estuviera a la altura.
A fin de cuentas, no había pasado nada entre nosotros dos. Si ella hubiera jugado la partida hasta el final, le habría pegado un buen polvo, porque lo que me faltaban no eran precisamente las ganas, me bastaba con imaginar su raja húmeda y pegada al cuero del asiento, o su enorme culo blanco. De forma general puedo enfilarme con las nueve décimas partes de las mujeres que estén mínimamente vivas. Lo único que me detiene, y que reduce mi marca a un miserable puñado, es lo que ocurre después. Quiero decir que te das cuenta de que estás con una mujer cuando aún tienes el pito lleno de pringue, y te preguntas qué mierda estás haciendo allí, con las mandíbulas apretadas y planeando el mejor sistema para llegar hasta la escalera de los incendios. Formo parte de ese grupo de tipos angustiados, y eso era lo que me inquietaba un poco con esa chica, que veía mal la continuación del viaje con ella una vez que hubiera salido de entre sus piernas. Pero ahora ya no podía echarme atrás, había llegado demasiado lejos con el torso desnudo y recocido por el sol, y aquella chorra que se había puesto en pelotas en un momento de chifladura. Mierda, soy un desgraciado, pensé, pero voy a tomar el primer camino que se aleje un poco de la carretera.
Lo hice así y nos encontramos en un camino de tierra, lleno de baches, y en medio de grillos excitados. Logré aparcar bajo un árbol. Salté por encima de la portezuela y le hice una señal para que me siguiera. Era necesario tener algo muy importante que hacer para dar uno o dos pasos con aquel calor, era necesario tener realmente muchas ganas. Cuando me giré vi que la chica no me seguía. Volví al coche.
Ella no se había movido, simplemente tenía la cabeza baja y apretaba sus shorts contra el pecho.
– Bueno, ¿qué te pasa ahora? -le pregunté.
No dijo nada. Los bichos chirriaban a nuestro alrededor y algo parecido a moscas revoloteaban en el aire.
– A ver, ¿de verdad sabes lo que quieres? -solté-. Estás un poco majara, ¿no?
Puse las dos manos sobre el capó ardiente y cerré los ojos. Luego arranqué un tallo de hierba y di unos cuantos pasos reduciendolo a migajas entre mis dedos. Di una vuelta para relajarme, aunque la verdad es que no abandonaba el paraíso, y cuando regresé al coche ella había vuelto a ponerse los pantalones y su increíble camisa.
– Ahora lo más duro va a ser encontrar algo para beber -dije.
– Preferiría un helado -dijo ella.
Cuando llegamos a casa del abuelo, me quedé realmente sorprendido. La chica no había dado detalles, y yo abría los ojos como platos.
– ¿Pero qué demonios es esto? -pregunté-. ¿Qué es lo que apesta así?
– Bueno, ¿sabes?, es una reserva -me dijo-. Y eso es el olor de los animales salvajes. Están aquí al lado.
– Ah… Pero no veo las jaulas. ¿Dónde están las jaulas?
– No he dicho que fuera un zoo. La mayor parte de los animales están en el parque, al aire libre, y sólo hay un cacharro cerrado para los reptiles. Hay otro para el personal, lo llaman cafetería.
– ¿Y todo esto es de tu abuelo?
– No, qué va, sólo es el guarda, pero se encarga de todo, dirige el equipo de mantenimiento y el equipo de vigilancia. Es el único que vive siempre aquí.
– Santo Dios, pues la verdad es que me esperaba una casita pulcra, con un anciano perfumado con agua de colonia y con dos o tres gatos remoloneando por los cojines.
– Pues no es exactamente así -dijo ella.
Dejé el coche en el aparcamiento y nos dirigimos hacia una casa de una sola planta que se encontraba justo a la entrada. Cada uno de nosotros llevaba una gran bolsa de golosinas en los brazos. Un poco más lejos había un tipo, en una cabina de plástico; un tipo que accionaba la barrera y que vendía las entradas. La chica le dirigió un leve saludo y el otro hizo un gran gesto, se inclinó peligrosamente hacia afuera y me pareció que estuvo a punto de caerse o de volcar su cabina, pero debía de estar acostumbrado. -Está arriba -gritó-. Allá, allá arriba.
– ¿Por qué dice arriba? La casa no tiene piso -le dije a la chica.
– Así son las cosas -me contestó-. El Jefe siempre está «allá arriba».
Entramos en la casa y la chica abrió una puerta a su izquierda. Lanzó un grito de alegría, se desprendió de sus tres kilos de porquerías gelatinosas poniéndolas en mis brazos, y corrió hacia un tipo de cabellos blancos sentado al fondo de la habitación.
Mientras se abrazaban y se besaban, miré hacia arriba y mordisqueé distraídamente unas cuantas cosas de aquéllas, inundado por el sol poniente que atravesaba la ventana. A continuación el viejo se dio cuenta de mi presencia.
– Así que ése es tu amigo, ¿eh? -dijo.
– No -le contestó ella-, el otro no aguantó el viaje. Además, que no habría servido.
– Mierda, pero es que yo contaba con él, habría podido ayudarme, tengo la mitad de la gente de vacaciones…
Pareció reflexionar un momento y luego se dirigió directamente a mí:
– Estoy pensando una cosa -explicó-. ¿Qué te parecería un trabajito tranquilo…? No pareces totalmente imbécil, muchacho, ¿qué te parece?
– No, estoy de paso -dije.
– Por supuesto, todos estamos de paso, pero ¿qué contestas a mi propuesta?
– Durante toda mi vida he buscado esos pequeños trabajitos tranquilos -dije-, he tenido un montón pero siempre escondían algo. La última vez sólo tenía que limpiar cristales, pero el tipo no me había dicho que estaban en el octavo piso y que tenía que hacerlo desde afuera.
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