Philippe Djian - Zona erógena

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– Claro -contesté-. Pero imagínate que la próxima vez tu amiga no esté en el despacho en el momento adecuado, ¿qué va a pasar, eh?

– No, hombre, no, le pagan para saber dónde está cada poli, clava banderitas en un mapa de la zona. No son tantos, ¿sabes? De verdad que no hay ningún peligro. Cuando vuelvan, lo sabremos porque nos llamará por teléfono.

– Lo pintas demasiado hermoso. Nunca sé si se puede abusar de la suerte.

– Podemos -dijo-. ¡Te juro que podemos!

La verdad es que casi me había olvidado de aquellos dos tipos, y discutía por el placer de discutir, para hacerle un pequeño lugar en mi noche. No la veía demasiado bien, sólo veía aquellos shorts blancos en los que había clavado mi mirada, pero podría haber sido cualquier otra cosa, una oreja o una pequeña vena azul bajo su muñeca. Su voz realmente no me gustaba, y respiro cuando una chica tiene algo que no me gusta. Cuando me gusta respiro aún más deprisa, pero siempre he logrado salirme, siempre se encuentra algo que desafina si se busca bien. A veces uno se salva por un destello de locura, que puede venir de cualquier lado.

Pero era una presencia agradable; quiero decir que lo es cuando te has pasado parte de la noche desvariando en una silla, cuando has añadido una página más a la jodida novela, cuando has bebido un poco y empiezas a desconfiar de la realidad de las cosas. Sí, era agradable tener a esa chica a mi lado, poder hablar dos o tres palabras con ella, mirarla, compartir el aire de la habitación; era agradable sentirse cansado sin tener necesidad de moverse, simplemente teniendo una mano entre sus muslos. Cualquiera habría encontrado agradable una cosa así.

8

Una noche me encontré en casa de Yan en medio de una pandilla de chalados. No los conocía a todos. Me había pasado tres días en casa sin salir y había tenido ganas de cambiar un poco de aires; les había lanzado un guiño a mis dos compañeras y me había largado. Había saboreado el pequeño momento de soledad en coche, no por la tranquilidad, sino por la libertad, conduciendo con los ojos semicerrados sin tener necesidad de nada, y sintiendo la fragilidad.

También había dos chicas. Estaban ya borrachas cuando yo llegué. Eran dos tías tirando a pesadas y que hablaban fuerte, pero en conjunto los tíos tampoco eran mejores. Era personal a la moda, un pie en el rock y el otro en el neo-beat, con el problema de que no conseguían gran cosa de todo eso. Estaban excesivamente preocupados por su imagen, y eso les ocupaba demasiado tiempo.

Empezaron a hablar de literatura y yo aproveché la ocasión para ir a tomar una copa al jardín. Era una de esas noches de verano suaves y tranquilas, con una luna creciente entre los dientes, un coche bajando por la calle a muy poca velocidad, y la sonrisa de una morena. Algunas ventanas brillaban al otro lado de la calle, en la templanza del aire. Me dejé invadir aterrándome a mi copa. Hay momentos que sorprende vivirlos, instantes violentos como si un puño te agarrara por la camiseta y te metiera bajo la ducha. Me quedé un momento pensando en las musarañas, en el césped abandonado, y el coche pasó frente a mí, con dos tipos que buscaban ligue y pensé en la pobre chica que fuera a dar con dos tipos como aquéllos. Ánimo, pensé, ánimo, muchacha,

Volví a la casa para comer un bocado. Una chica estaba subida a la mesa de la cocina y repartía huevos duros diciendo memeces.

– ¿Puedes darme un huevo? -le dije.

Fue muy rápido, pero vi que un rayo helado cruzaba su mirada.

– Soy la Guardiana de los Huevos -declaró.

– De acuerdo. Dame uno cualquiera.

– Tengo que pensármelo, ya veré… -me contestó.

Cogí un pepinillo en vinagre de un tarro, lo mastiqué lentamente, sin apresurarme, y volví a pedirle un huevo a la loca.

– He oído hablar de ti -me dijo-, pero no he leído tus libros, no me interesan.

– ¿A qué viene que me digas eso? -le pregunté-. Sólo quiero un huevo.

Siguió hablando de mí, pero no me importó, lo que estaba en juego no era gran cosa y no me sentía irritado, de verdad que no, sólo era una chica con una bocaza enorme y a las de ese estilo no les tengo miedo. De todos modos, la retraté para el futuro, me corté una rebanada gruesa de queso con comino, cogí dos o tres bocadillos y me encontré con la mayor parte de lagentejuntoamí, charlando entre migas de pan y vasos de cartón.

Me senté a su lado pero no llegaba a escuchar lo que decían. Me contentaba con mover afirmativamente la cabeza de vez en cuando. Era un ronroneo agradable, me sentía a gusto; a veces ponían buena buena música, era gente de mi edad y todos estábamos atrapados por este fin de siglo. A lo mejor también ellos hacían lo que podían, yo qué sé.

Más tarde me encontré metido en un coche, no era el mío y rodábamos paralelos a la costa. Había bebido un poco, no recordaba qué habíamos decidido hacer pero rodábamos. Yan era el que conducía y a su lado había un tipo un poco más joven que él, un pelirojo de ojos azules que no dejaba quieta la cabeza. Yo estaba apretujado en el asiento trasero entre la Guardiana de los Huevos y un tipo gordo con la cabeza rapada y gafas con cristales de aumento.

La chica hacía todo lo posible para evitar el contacto conmigo pero, como yo hacía lo mismo con el gordo, sus esfuerzos no le servían para nada; tenía el apoyabrazos clavado en la cadera y miraba al techo. Me pregunté por qué el mundo era tan retorcido, por qué había tenido yo que encontrarme precisamente con ella. La tía me miraba como si estuviera convencida de que yo quería violarla o cortarle el cuello. Seguro que estaba totalmente chalada, y ni por todo el oro del mundo hubiera intentado nada con ella, bueno, al menos en aquel momento.

Me incliné hacia delante, sentí unas puñaladas heladas en las zonas en que me habían pegado su sudor, y apoyé la mano en el hombro del pelirrojo.

– Mierda, oye -le dije- ¿por qué no pones un poco de música?

Se lanzó hacia los botones sin girarse. Las luces del salpicadero hicieron que su cabello centelleara como un puñado de rubíes lanzados a las llamas, y dio con una pieza de Mink de Ville. Tuve que reconocer que el pelirrojo había jugado con habilidad y le anoté un buen punto. Cuando volvió a acomodarse en el asiento vi las botellas a sus pies y comprendí que empezaba a hacer calor. Empecé a sentir la boca seca y lancé un pequeño silbido.

– Eh, vamos a ver, ¿qué estás haciendo…? Pásanos botellas inmediatamente.

Estaba tibia, podías ahogarte con un solo trago, pero era mejor que nada. El gordo terminó con la suya a toda velocidad y se puso a sudar un poco más, y la Guardiana de los Huevos, que se llamaba Sylvie, lo hizo tan bien que logró que un geiser subiera hasta el techo. La miré a los ojos y me terminé mi cerveza tranquilamente, mientras ella sacudía su ropa en todas direcciones.

Yan pasó su brazo por los hombros del pelirrojo y seguimos rodando paralelos a la playa. Las pequeñas olas casi reventaban bajo las ruedas. Dejamos atrás un parque de atracciones que no tenía ni la más pequeña luz, sólo la claridad del cielo que resbalaba por los aparatos plateados y por extrañas formas cubiertas con lonas. A continuación tomamos una larga avenida, nos llenamos de semáforos en rojo hasta llegar al final. No había nadie en las aceras, debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada, aparcamos en una pequeña calle lateral, encendimos cigarrillos y esperamos.

– ¿Qué esperamos? -pregunté.

Yan se volvió hacia mí, pasando un codo por encima de su respaldo.

– Esperamos a que vuelva. Llegará. No estaba en su casa.

– Aja, pues la cosa empieza bien -dije.

La tía abrió su puerta y puso un pie en la calle. Tuvimos así un poco de aire. A los demás les pareció que la idea no estaba del todo mal y abrieron las suyas, con lo que el coche empezó a parecerse a un escarabajo o a uno de esos bichos que empiezan a abrir las alas para entrar de lleno en la noche.

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