Nadine Gordimer - Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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Hablaba. Jespersen, con su inglés con sonsonete noruego, argüía razones obvias. No somos niños. No nos pertenecemos unos a otros. Queremos vivir en libertad, ¿verdad? No deberíamos reprimir los impulsos que unen a la gente, ya impliquen sexo, ya dar un largo paseo, qué más da, ¿eh? El paseo ha terminado, el sexo ha terminado, lo hemos pasado bien, eso es todo. Sólo es de lamentar que fuéramos demasiado impulsivos. Vamos, que es una chica que por lo general se lo monta de manera un poco más discreta, ¿no? Todos lo sabemos… tú lo sabes, bra. Las otras veces no ha cambiado nada entre vosotros. ¿Sabes?, no deberías ir siguiendo a la gente por ahí, nunca, eso es un error, eso es para la gente que convierte sus sentimientos en una cárcel y encierra a alguien dentro. Si las cosas no hubieran sido como tú hiciste que fueran -es una gran chica, la tuya-, ella nunca habría vuelto a pensar en ello y yo tampoco, yo no tengo nada que decir, sólo forma parte de una buena noche, las bebidas y las risas mientras recogíamos. ¿Por qué no te sirves algo para beber?

Hablaba.

Mientras él hablaba, Duncan oía otro balbuceo en su interior, como si el botón sintonizador de un transistor corriera de una frecuencia a otra, fragmentos y ráfagas atronadoras del pasado, de la noche, otras noches, desesperación, odio hacia sí mismo, una ternura indescriptible, vivo disgusto, rabia insoportable, incontrolable. Las comunicaciones con el cerebro se habían interrumpido. No podía saber qué pensó, qué sintió bajo aquella manera de hablar, hablar, hablar. Fue el enorme apocalipsis de todo lo que habían hablado durante todas las noches hasta las tres de la mañana. Era eso con lo que tenía que haber terminado cuando cogió el arma doméstica que habían dejado en lo que ahora ocupaba su visión periférica y disparó a su amante, el de ella y el de él, en la cabeza.

Eso era todo.

Claro que nunca haría nada semejante. Por ese motivo no hay nada que explicar a esa pobre pareja cuando viene a sentarse con él en la sala de visitas. El no sabía lo que había, hay, dentro de sí mismo, y ellos, desde luego, tampoco podían saberlo. El hábil abogado debe inventar alguna explicación. Ahora estamos en tus manos, bra. Fue el abogado quien le contó que la autopsia confirmaba que Cari, Cari Jespersen, había muerto de un disparo en la cabeza. Así fue como llegó a creérselo. No vio sangrar a Cari. No había esperado a ver la consecuencia del gesto de coger el arma. Huyó, como había huido al jardín cuando tiró y rompió una lámpara en el dormitorio de su madre, cuando era pequeño. Si la pena de muerte tiene que cumplirse, quizá su cerebro deba destinarse a la investigación; quizá en él se encuentre alguna explicación que pueda ser útil. A la sociedad. Todo lo que puede hacer para los dos de la sala de visitas es confiar en que la sociedad no los someta a demasiada publicidad cuando empiece el juicio. Él tiene una posición destacada en el mundo de los negocios que lo convierte en objetivo interesante para determinados periodistas, ella tiene una posición que la convierte en objetivo en el sector de buenas obras para la humanidad; a la gente le gustará ver lo que los fotógrafos de prensa pueden mostrar de unas personas de buena posición cuyo hijo ha hecho lo que él nunca podría hacer. Aunque quizá el proceso pase inadvertido, qué es un asesinato de interior (en el terreno familiar de las zonas residenciales), o una oscura pelea de enamorados, qué son unos celos domésticos, o algo así, entre homosexuales, en comparación con la espectacular violencia pública gracias a la cual se pueden filmar o fotografiar personas muertas en las calles por el fuego cruzado de los nuevos comandos, contratados por taxistas y traficantes que han aprendido su táctica de los comandos estatales del antiguo régimen, con toda su gama de métodos para «eliminar de modo permanente» a sus adversarios políticos, que van desde hacerlos volar con su coche y un paquete bomba hasta acuchillar sus cuerpos una y otra vez para asegurarse de modo cruento de que las balas han hecho su trabajo.

Tal vez pudiera encontrarse algo en los lóbulos del cerebro que explicara cómo todos, todos ellos, él mismo, podían hacer esas cosas; seguir hiriendo, atacando y, como logro final, matar. Un arma doméstica. Si no hubiera estado allí, cómo podría defenderse uno, en esta ciudad, para no perder su equipo de música, su televisor y su ordenador, su reloj y sus anillos, para defenderse de ser amordazado, violado, acuchillado. Si no hubiera estado allí, el hombre del sofá no estaría bajo la tierra de la ciudad.

Era un niño feliz, ¿verdad? Claudia no tuvo que plantear a Harald esta pregunta. Claro que lo era. ¿Qué tenían que recordar, según había dicho el abogado, «de aquellas cosas que daban por concluidas y liquidadas»? Como si tuviera que haber algo escondido; de él; de ellos. Qué quiso Duncan de ellos. Qué necesitó de ellos.

¿Todavía tienes la carta?

En uno de esos archivadores del viejo armario que trajimos cuando nos mudamos. Pero sólo está la primera página.

Sí, él se acordaba; habían pensado en ello, era inevitable, en toda su confusión tras aquel viernes por la tarde. «Ha sucedido algo terrible», escribió el niño. Habían discutido a cuál de los dos correspondía decir a su hijo «estaremos siempre contigo. Siempre».

Estaba pensando que podría interesarle a Hamilton. Pero supongo que no. La carta no traslucía ningún tipo de impresión especial, el chico parecía haber hecho frente bastante bien a lo que pudiera suponer para él la historia de ese niño que se había colgado. Fuimos nosotros quienes nos sentimos tan inquietos.

Que no lo escribiera claramente no quiere decir que no lo sintiera. Que no estuviera alterado, asustado.

Pero no pudo escribírnoslo. Sí. Por qué.

Los niños no dicen las cosas abiertamente. Ofrecen una versión u otra que los mayores deben interpretar. Lo veo cuando intento diagnosticar a un niño.

Él alzó la cabeza y su mirada vagó por la habitación, negando, buscando. Uno de ellos -Claudia, él, qué tonta discusión habían tenido por intentar justificarse-, los dos, habían establecido un compromiso con el chico. No hay nada que no puedas decirnos. Nada. Pero no había sido capaz de contarles nada de lo que lo condujo hacia ese viernes por la tarde, cuando le sucedió algo terrible. No les había contado que quería a un hombre, o que, por lo menos, lo deseaba, que estaba explorando esa emoción, aunque le habían enseñado a expresar sus emociones, qué tontería eso de que los niños no lloran. No les había contado que había sacado a una chica del agua, que vivía con ella en conflicto con su deseo de morir. Les presentaba mujeres jóvenes y tomaban una copa en la terraza del adosado; una hora de charla sobre los acontecimientos públicos de la ciudad, las vacaciones, tal vez la política, un intercambio de anécdotas y risas, de opiniones sobre un libro que él y su padre habían leído, y no siempre volvían a ver a la mujer. Esta, con la que parecía tener una relación permanente, no la habían visto mucho; él iba a verlos solo, uno está siempre en casa para su hijo, y se quedaba a comer con ellos. Entonces se daba una vieja forma de intimidad, lo que podría llamarse un reconocimiento entre los tres; hablaban, en esta intimidad, de asuntos de familia, de sus experiencias en los distintos mundos de sus trabajos, él decía a su madre que le preocupaba que trabajara hasta tan tarde, y discutía con su padre la posibilidad de escindirse de la empresa para la que trabajaba y empezar a ejercer su carrera de modo más acorde con sus criterios estéticos. En una ocasión, Harald le preguntó: Estás enamorado de esa chica, y él pareció aceptar la afirmación procedente del exterior.

– Creo que sí.

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