Nadine Gordimer - Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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La pena de muerte es un tema adecuado para discutir a la hora de cenar; para los demás, los que irán regresando a la sala cuando Harald lo haga. Su preocupación sobre si quieren que el Estado mate o quieren desterrar al Estado como asesino es objetiva, ambos lados la asumen como una responsabilidad y un deber hacia la sociedad. No es nada personal. La pena de muerte es un tema de debate; se decidirá en ese tribunal y otra constitución, en el futuro, decidirá lo contrario, bajo otro gobierno, Dios sabe, sólo Dios sabe cómo el hombre ha manipulado e interpretado, reinterpretado, su Palabra: no matarás. Los hombres y mujeres que regresan al edificio desde las cafeterías que han encontrado en las calles se preocupan por el tema, al que otorgan un valor desapasionado; él lo sabe, y también lo sabe el Dios ante el cual ha sido responsable durante toda su vida. Como en la de él, como en la de Claudia y él, es impensable que este tema entre nunca en la vida de estos hombres y mujeres, ¿quién hay, entre ellos, entre los suyos, tan incivilizado como para matar como solución ante la rabia, el dolor, los celos, la desesperación? Los partidarios de la pena de muerte temen morir en manos de otros; los partidarios de la abolición abominan del derecho a repetir el crimen asesinando al asesino; ninguno de ellos concibe que él mismo pudiera cometer un crimen.

Las únicas personas con las que podría tener una causa común serían los padres de estos Themba Makwanyane y Mvuso Mchunu, fueran quienes fueran; para ellos, el tema de esa erudita controversia no era un tema de debate, sino algo que convivía con ellos y entró a la fuerza de la mano de unos hijos que mataron a cuatro personas, y del hijo que metió una bala en la cabeza de un hombre en un sofá. No era probable que esos padres estuvieran entre la multitud de la sala, casi seguro que eran pobres y analfabetos, temían exponerse a la autoridad en un proceso incomprensible en otros términos que no fueran si su hijo sería colgado o no al alba en Pretoria.

Esperó un rato a que todo el mundo hubiera entrado de nuevo en el edificio. El destello de la luz del sol en el metal de los coches indicaba una actividad incesante en la ciudad, su coro se amortiguaba, convertido en los murmullos de lo que quedaba siempre a medio decir; llegaba a Harald en oleadas de impulsos. La muerte es el castigo de la vida. Cincuenta. El tiene cincuenta años; es fácil recordar el número, pero en ese momento, en ese lugar, siente lo que significa su edad. En veinte años habrá recorrido toda su vida. Lo acepta, en obediencia a su fe, aunque muchos consiguen una ampliación con fármacos e implantes, el terreno de Claudia. Mucho tiempo por delante, para él. Cincuenta, pero todavía se despierta con una erección todas las mañanas, vivo. Cincuenta. Que el castigo pueda cumplirse a los veintisiete: eso es lo que queda claro, argumento por argumento, bajo la apariencia de un tema de conversación. Regresa a la sala para oír lo que nadie más oye.

Al final del segundo día de la vista, el juicio se pospuso. Con una cuchilla, Harald recortó las crónicas de los periódicos sobre el proceso y las añadió a su propia versión para dárselo todo a Claudia. No era necesario que confesara su cita; desde que Hamilton admitiera con cuidadosa brusquedad lo que todavía formaba parte de la legislación del país, ambos aceptaron que tenían sus propios medios de enfrentarse a su preocupación; la conspiración enterró su vergüenza, transformada en otro fin: cómo hacerlo todo, cualquier cosa, emplear cualquier medio para que Duncan eludiera cualquier posibilidad de que se cumpliera lo que todavía estaba en la ley. Informarse. Un periódico publicó una selección de reportajes sobre las actividades de los jueces y los puntos de vista que éstos habían expresado en el pasado, deduciendo que habían llegado al Tribunal Constitucional decididos previamente en favor de la abolición; el veredicto era una conclusión decidida de antemano. Una especulación basada en el historial personal y en el rumor, que, sin duda, también sería la fuente de la apuesta de Hamilton, disfrazada de seguridad. Pero Harald había oído el apasionado testimonio citando la petición de la restauración de la pena de muerte cuyo número de firmantes seguía creciendo, incluso mientras el tribunal estaba reunido; leía todos los días sobre robos, violaciones, asaltos -asesinatos- que añadirían cada vez más nombres a tales peticiones: la cárcel no disuade, las cadenas perpetuas siempre son conmutadas, la «buena conducta» en la cárcel libera a criminales para que maten de nuevo: la única protección, la única justicia es cambiar una vida por otra. Se lo contó todo a Claudia. Se callaron. De repente:

¿Adonde va ahora la gente con enfermedades infecciosas?

Muy despacio, ella le dirigió una sonrisa. La mayoría de aquellas epidemias ya no existe. Así que ya no quedan hospitales para enfermedades infecciosas. Todo el mundo se vacuna de pequeño. Lo que ahora nos tiene que inquietar desde un punto de vista médico se transmite por contacto íntimo, como ya sabes; no sería correcto aislar de contactos normales a los portadores, impedirles que se movieran entre nosotros. Ésa es otra de las cosas que la gente teme.

Hay un laberinto de violencia que no va contra la ciudad, sino que es una forma de comunicación dentro de la ciudad misma. Ya no son inconscientes de ello, tras sus puertas de segundad. La violencia los reclama. Supone un terrible desafío tener que admitir que, por desesperadamente que luchen para rechazarlo, Duncan está contenido en este laberinto, junto con los hombres que robaron y acuchillaron a un hombre y lanzaron su cuerpo desde la ventana de un sexto piso: la noticia del día; mañana, como ayer, habrá otro, uno que ha estrangulado a su mujer o ha prendido fuego a una familia que dormía en una cabaña. Violencia; se podría hacer una lectura de la variación de su densidad si existiera un aparato capaz de registrarla diariamente, como los que miden la contaminación del aire. El contexto dentro del cual su propio contexto, el de Duncan, Harald y Claudia, encaja, es natural. Se encuentra en el aire viciado de un cuarto de estar a las tres de la mañana, con el olor a lana seca de una alfombra, el tufillo a poso de café y el crujido de la madera sometida a los cambios de la presión atmosférica. La diferencia entre Harald y Claudia, tal como eran antes, cuando miraban la puesta de sol, y tal como son ahora, reside en que se encuentran dentro del laberinto debido a un contacto íntimo con un portador de naturaleza distinta a la de los mencionados por Claudia. Harald, una vez más, encuentra su texto. Está allí, una noche que se ha levantado de la cama sin hacer ruido para no molestarla, ha cogido un libro que ha leído ya aunque no recuerda. «… La transición desde cualquier sistema de valores a uno nuevo debe pasar necesariamente a través de un punto cero de disolución atómica, debe abrirse paso a través de una generación desprovista de toda conexión con el sistema viejo o el nuevo, una generación cuyo mismo distanciamiento, cuya indiferencia casi insensata hacia el sufrimiento de los demás, cuyo estado de carencia de valores demuestre una justificación ética y, por lo tanto, histórica, del rechazo inflexible, en momentos revolucionarios, de todo lo que es humano… Y tal vez deba ser así, puesto que sólo semejante generación puede soportar la vista de lo Absoluto y del brillo naciente de la libertad, la luz que se ilumina sobre la más profunda oscuridad, y sólo sobre la más profunda oscuridad…»

Sin rechazar todo lo que es humano, en tiempos que acaban de convertirse en pasado, un ser humano no podría haber soportado la inhumanidad del asalto del antiguo régimen sobre el cuerpo y el alma, sus palizas e interrogatorios, mutilaciones y asesinatos, o su propia necesidad de colocar bombas en las ciudades y matar en emboscadas guerrilleras. ¿Es eso lo que este texto está diciéndole a Harald? ¿Qué pasa, después, con ese rechazo de todo lo humano que se ha aprendido con tanto dolor, con una desesperación tan lacerante y apasionada, con un cultivo deliberado de la insensibilidad cruel, la duda entre soportar los golpes infligidos o infligirlos a los demás? ¿Eso es lo que perdura más allá de su tiempo, vagando a tientas? No sólo los incendios en las cabañas y los asesinatos de los rivales políticos atávicos en una parte del país, sino también los asaltantes que arrebatan la vida al mismo tiempo que las llaves del vehículo, los taxistas que matan a sus rivales para controlar las tarifas, y lo que autoriza a un joven a coger un arma que está a mano y disparar a la cabeza de un amante (amante de una amante, en nombre de Dios, qué cosas); un joven que ni siquiera estaba sujeto a las necesidades de esa revolución, ni sufría los golpes infligidos sobre él, ni tampoco infligía sufrimiento a los demás, al igual que, con la connivencia de sus padres, nunca fue empujado al conflicto más allá de los campos de entrenamiento donde el blanco era un muñeco. La violencia profana la libertad, eso es lo que dice el texto. Eso es lo que el país está haciéndose a sí mismo; Harald se reconoce como parte de eso, no como afirmación de que lo que ha hecho su hijo blanco puede excusarse dentro de un fenómeno colectivo, una aberración contagiada por aquellos en los que eso mutó como resultado del sufrimiento, sino porque la violencia es el infierno común a todos los que están asociados a ella.

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