Nadine Gordimer - Un Arma En Casa
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No tuvo que aguantar ningún ejemplo de divorcio ni de niño llorón con nosotros.
Quería ser uno de los chicos. De esos chicos. Emancipado. Superior. Libre.
O quería probarlo todo. Quién sabe. Tengo pacientes que son así. Se sienten atraídos por las drogas. No es que tiendan a la adicción por naturaleza, por alguna predisposición fisiológica o genética, sino que se atreven a todo por deseo de tener esa experiencia. Y, después, menudo lío.
Una lasitud, como una droga benigna, se había apoderado de ellos, tanto en la cama como cuando se movían por el adosado, como si fuera un paréntesis. Se veían a sí mismos, Harald, Claudia, Duncan, con apatía, desde lejos. Ella iba a su hospital, él iba a su sala de juntas. Duncan estaba en la cárcel. Descubrir algo no supone el final. Sólo es un nuevo misterio.
Cuando se sentaban en la sala de visitas, ya no tenían la angustia de que no les contara nada, aunque existía aquel compromiso, siempre podría acudir a ellos… excepto en caso de asesinato; qué importaba aquella relación sexual. Sin embargo, al sentarse delante de él y los vigilantes, sintieron verdadera repulsión hacia él, como la persona que había cometido semejante acto: había matado. El resentimiento fugaz del momento de confusión inicial volvió, corroyendo lo que se conoce como sentimientos naturales.
Otro descubrimiento. Ambos lo sentían en el otro, como una conspiración; no debía ser revelado al abogado que creía poseer todas sus confidencias. Su pecado era el rechazo que les inspiraba su propio hijo, y lo habían cometido los dos. Los sellos de los silencios que había habido entre ellos estaban rotos; se encerraron en el adosado y hablaron; fueron en coche al campo y caminaron con el perro mientras, acompasadamente, añadían las dudas de uno a las del otro en relación con las tendencias observadas que no comentaron en su momento, en el niño, el adolescente, el adulto. El encanto que el niño había utilizado para dominar a sus amigos: todos los juegos tenían que ser los suyos, escogidos e impuestos por él, tendencia que no terminó allí; la falta de valor físico escondida tras la bravuconería: ¿en la vida de adulto, el único escape para aquellos que tienen miedo ha de ser estallar una sola vez, en un ataque de violencia? Su indecisión, ya como joven adulto, en el momento de escoger una carrera: ¿qué quería ser? ¿Qué quieres ser? Así que optó por la arquitectura, una carrera con ideas de gran magnitud (que su madre médico acogió como rasgo heredado de su cultivado padre, un directivo fuera de lo común), y, afortunadamente, del mismo modo que había resultado encantador, resultó poseer talento, ser más hábil que el colega del estudio que se convertiría en su mensajero, Verster. Qué quería ser. Era un error interpretarlo, como se hacía generalmente, como algo referido tan sólo a una carrera profesional.
Aparentemente, no sabía qué quería ser. Entendía Claudia que esta observación cómplice se refería a la sexualidad de su hijo. Ni siquiera en esa extraña nueva intimidad que había sustituido a la otra (revitalizada de un modo que no debía analizarse), él podía decirle qué era lo que estaba pensando: «… el hombre es como desea ser y como, hasta su último aliento, no ha cesado nunca de desear ser. Se ha recreado en darla muerte».
Las afirmaciones que parecen haber sido vaciadas de todo significado tras innumerables repeticiones son las más ciertas. La sabiduría convencional es la más demostrable: la vida sigue. No se detuvo aquel viernes por la tarde; eso no era posible, nunca lo es. Harald tuvo que aceptar esa imposibilidad, si no como voluntad de Dios en su sabiduría, por lo menos como el destino del hombre; también Claudia, desde su experiencia racional, que decía que bajo algunas condiciones que parecen terminales persiste cierta apariencia de vida. Hamilton dijo que estaba satisfecho con la preparación de los puntos del alegato y que, de camino a su casa, podía pasar por la de sus clientes y ponerlos al día, por qué no, no era ninguna molestia. De manera que sacaron una bandeja con vasos, hielo, soda y botellas. A Hamilton le gusta tomar una copita de coñac. Unos días antes, mientras esperaba en un semáforo, Claudia hizo un gesto mecánico a un hombre que brincaba sosteniendo un candelabro de lirios rojos y compró flores otra vez, como acostumbraba a hacer de regreso de la consulta. Las lámparas con pantalla iluminaban la habitación. Hamilton entró en aquella puesta en escena que ilustraba el fluir de la vida como lo hacía en la igualmente bien amueblada sala de su bufete; como si cualquier lugar estuviera dispuesto para su presencia. Agradeció algo para beber; probó el coñac, chasqueó la lengua y se levantó de la butaca que había escogido para servirse un chorro de soda.
– La noticia que traigo es que se ha fijado la fecha. Será dentro de un mes justo.
– ¿No podía ser antes?
– Ya sé que parece mucho, pero Duncan lo entiende. Y el juez es el que yo esperaba. Así que…
– ¿Qué es lo que Duncan entiende, Hamilton? -Harald no quería que lo engatusara y lo convenciera de las ventajas del retraso-. No hemos conseguido sacarle casi nada. Pero ya lo sabes, lo hemos comentado muchas veces. ¿Comprende Duncan que confías en que la chica deje claro que fue ella quien lo llevó hasta el límite de la locura y que eso hizo posible que hiciera lo que hizo? ¿Lo dirá ella, con sus propias palabras? Quiero decir que si él lo cree así: que fue ella. Que él, en cierta medida, estaba poseído. No veo cómo esta manera de utilizarla podría ayudar a Duncan si él no quiere aceptar esta maniobra de…, no sé cómo llamarla…, justificación.
– No, no; no me refiero al acto en sí, sino al estado mental, el estado mental, Harald. No fue algo premeditado. Él estaba en una situación límite y fue ella quien lo puso allí, ¡fue ella! ¡En el sofá con Jespersen! ¡Fue ella!
Motsamai estaba sentado con los muslos muy separados, inclinado hacia ellos, movido por el énfasis de su cuerpo, tal como lo hacía desde detrás de la mesa en su bufete; el brillo de los esfuerzos del día relucía en la obsidiana de su rostro, su negrura tenía el sello de la autoridad en la habitación.
– El dice que es culpable. Eso es todo. Voy a demostrar por qué. Voy a demostrar quién es también culpable. Cómo es posible.
– Así que, ahora, la odia. Esté dispuesto o no a echarle la culpa por lo que hizo. La odia por lo que él vio. -Claudia miró a Harald.
Motsamai contestó dirigiéndose a ambos, pero reflexionó primero.
– No habla sobre ella. No quiere pensar en ella, ésa es la impresión que tengo. En esta dirección no he tenido éxito con él. Así que deduzco que lo deja en mis manos. Sabe que yo también la interrogaré.
– La odia. O la quiere.
La lacónica disyuntiva que plantea Claudia carece de importancia para Motsamai.
– Naturalmente, sabe también que citaré a Khulu Dladla. Ejeee…
– Para lo de la aventura con Jespersen.
– Oh, claro. Claro que lo haré, Harald. Jespersen tiene… tuvo también influencia en el estado mental, naturalmente. Mu-chí-si-ma influencia. El, y también la chica. Una combinación fatal. ¿No hay motivos para pensar que, no contento con dejar plantado a su amante, buscó un placer suplementario al acostarse con la mujer de su ex amante? Quizá fue por desprecio o algún tipo de venganza: el amante ha abandonado al grupo de la casa y, por así decir, ha cambiado de bando sexual. ¡Preferir a las mujeres! Quién puede seguir estas variaciones bisexuales. Los dos eran amantes de Duncan. Quizá los dos tenían algún resentimiento contra él, ya sabéis cómo son estas cosas, incluso en las cuestiones amorosas corrientes. Dios mío, si conocierais algunos de los motivos con los que tropiezo en mis casos. ¡Pero bueno! Esa pareja de sinvergüenzas pudo haber actuado por resentimiento, para divertirse con ello. Desde luego, no podía habérseles ocurrido mejor manera de herir, humillar y empujar a un hombre como él a la autodestrucción. Una confesión de culpabilidad puede ser una especie de suicidio. Eso es lo que veo en este caso y mi trabajo es salvar a mi cliente de ello. Por eso voy a interrogar yo también a la señorita Natalie James y voy a llamar como testigo al señor Nkululeko Dladla.
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