Nadine Gordimer - Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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En la atención absoluta que prestaban, que magnificaba cada detalle de su actitud, ambos vieron cómo los músculos de Motsamai se relajaban bajo la americana, el cuello de la camisa y el nudo de la corbata.

– ¡Ah!, me alegro de que os lo toméis así. Harald, Claudia. -Los llamó a los dos, formalmente-. Así debe ser. Estoy impresionado. Eso es lo que necesitamos si tengo que actuar de acuerdo con el interés de mi cliente, eficazmente, sin tonterías. Debo tomar decisiones difíciles. ¡Porque sí tiene importancia! ¡Podría tener una importancia crucial, este factor! El fiscal no tiene por qué llamar a los amigos: ¿como testigos de qué? Para él, el caso se basa en la confesión. Eso es suficiente. Es decisión de la defensa colocar a Dladla en el estrado para que haga de testigo. Dladla no recibirá preguntas sobre este aspecto a menos que la defensa decida sacarlo a la luz. Lo que importa es la decisión mía y de mis colegas. Así es como hay que mirar lo que acabamos de oír. Eso es lo que importa. Sois sensatos, os lo aseguro. Muy sensatos.

Harald se puso de pie como si alguien le hubiera hecho una seña, de manera que Claudia se volvió hacia la puerta. Por dónde, por dónde.

Claudia se levantó. Motsamai -Hamilton- se acercó amablemente para acompañarlos.

– No habléis de esto con nadie.

Claudia se apartó un mechón de pelo de la frente y lo colocó detrás de la oreja mientras miraba al abogado.

– Si llamas a Dladla a testificar, qué efecto va a causar en el juez. Cómo puedes saber su actitud ante este tipo de complicación.

– ¡Oh!, como la vuestra y la mía, todo el mundo es consciente de la clase de tinglado que, por lo que parece, había en esa casa. Hombres con hombres. Nada especial, nada vergonzoso ni condenado, actualmente: la nueva Constitución reconoce su derecho a escoger. Así es. Eso dice la ley.

Se hundían.

Mientras se hundían en el ascensor, estaban solos. Encerrados juntos.

Qué lío.

Iban pensando en ello, como si aquello hubiera sucedido, por azar, en la vida de otra persona.

¿Lo decías en serio eso de que no importa a cuál de sus dos amantes disparara?

La tela de su manga y la de él se tocaban.

Lo decía en serio. ¿Por qué se embarcó en un tipo de vida, en un tipo de emociones a las que no es capaz de hacer frente? ¿Quién se creía que era?

Harald puede decir lo que piensa, a Claudia.

Claudia se encogió de hombros; estuvo a punto de soltar una tonta risita que le habría avergonzado. Hamilton creía que nos preocuparía más la homosexualidad que lo sucedido.

Quizá para él la sodomía sea un acto criminal.

La caja cubierta de espejos que atrapaba sus imágenes privadas desde todos los ángulos, con una cámara que los identificaba, se detuvo con un estremecimiento y Harald dio un paso atrás en un exagerado gesto de cortesía convencional para que ella lo precediera.

En el coche, él accionó el cierre contra los ladrones; se ataron el cinturón de seguridad. Eso es lo que pregunté sobre el juez.

Estaba pensando en la vieja guardia, en los buenos cristianos de la Iglesia Reformada Holandesa, seguro que algunos de ellos siguen en la judicatura. De todos modos, un juez negro sería casi lo mismo, llegado el caso.

Un lío es aquello ante lo cual uno no sabe por dónde empezar: a qué dar la vuelta, qué coger primero, sólo para dejar el fragmento de nuevo, tal vez en un lugar que no le corresponde. Este «descubrimiento» de Hamilton no podía hacer daño donde el golpe de aquel viernes había dado ya con puño de hierro; después de eso, todo lo demás no son más que secuelas. Como lo fue la visión de Duncan llegando a la sala del tribunal entre dos policías, como lo fue la primera visita. Qué más puede suceder después de que haya sucedido algo terrible; qué puede compararse con ese hecho. Por la noche, hablaron con voz queda, aunque no había nadie que pudiera oírlos en el adosado; la cara construcción de las paredes estaba a prueba de la curiosidad de los vecinos. Acostados en la oscuridad, roto el aislamiento. Buscaban orden en un lío. Uno no puede hacer eso solo.

Eso es lo que andaba buscando Motsamai cuando vino a verme a la consulta.

No lo creo. Entonces no lo sabía. Era antes de que hubiera visto a Dladla. Aunque a lo mejor le rondaba la idea, después de todas las veces que ha estado sondeando a Duncan. Sabe cómo sonsacar a los demás cosas que ni siquiera saben que están revelando. Eso dice. Alardea de ello, pero hay algo de verdad, es como el ojo clínico que tienen unos médicos y otros no.

Podían retomar el tema ahí donde lo habían dejado; durante el fin de semana; cualquier noche. En el cuarto de estar, Harald dio vueltas, puso la alarma antirrobo antes de irse a la cama, se detuvo delante de un cuadro, se plantó ante el armario donde guardaban los licores y empezó a mover las botellas, golpeándolas entre sí. Encontró una relegada al fondo, en la que quedaba un dedo de algún licor. Vertió el líquido incoloro en un vaso del tamaño de un dosificador de medicamento y lo olfateó. El resto -puso la botella al revés para vaciarla hasta la última gota- fue a parar a otro vaso; se lo tendió a ella, pero Claudia lo rechazó con un movimiento de la cabeza.

Pudo haberlo probado en el colegio. En los colegios de chicos es difícil resistirse. Pero yo habría pensado… -¡claro que lo pensamos!- que, en un colegio como aquél, las primeras experiencias serían con chicas. Había bastantes chicas disponibles… Educación sexual. Las chicas ya tomarían la píldora en aquel tiempo, ¿no?

Se acercó a ella con el vaso y ella lo cogió. Bebieron e hicieron una mueca ante la potencia de una destilación procedente del helado Norte de sus antepasados. Ahora, el único vínculo con el Norte era la identidad del individuo muerto de un tiro en el sofá.

¿Tú crees que era un experimento? ¿Era eso?

Bueno, siempre se ha sentido atraído por las mujeres, ¿no? Si juzgamos por los enamoramientos que presenciamos cuando sólo tenía quince o dieciséis años, las horas colgado del teléfono, cómo se arrullaban, él y aquellas rubitas con las que me encontraba si entraba en su habitación inoportunamente.

Claudia buscó a tientas el vaso situado a su lado, en la mesa, y bebió el licor a sorbos. «Arrullarse» pertenecía al vocabulario de su juventud, la suya y la de Harald; procedente del modo en que se comunican algunos pájaros durante el juego amoroso, de esas danzas de apareamiento que Harald tuvo la paciencia de enseñar a admirar a su hijo a través de los gemelos.

Eso es lo que vimos. Eso es lo que quisimos ver, pero pudo haber algo más. Quizá él quería tener un secreto. Cuando uno crece -me acuerdo bien-, parte del proceso lleva consigo tener una zona de tu vida en la que nadie puede mirar, aunque sólo fuera para decir, asumiéndolo: «Está bien si así eres feliz, hijo mío».

Pero estaba locamente enamorado de una mujer. Esa mujer. Es indiscutible. Verster nos contó lo suficiente. Un compromiso serio. Toleraba sus juegos, nadie sabe qué más. Por lo que parece, estaba colado por ella. En el terreno sexual, debía de haber algo muy fuerte entre ellos, incluso destructor, tal como imagino que debe de ser si… Ese asunto con un hombre, antes que ella. ¿No se debería a que estaba fascinado por el grupo que vivía en la casa? Ha sido casi una moda, en esta generación, la idea de que la homosexualidad es la verdadera liberación, la sugerencia de que te coloca en un nivel de superioridad sobre la vulgar rutina. ¿Por qué decidió vivir con esos hombres? Resulta que no se quedó con la casita por la chica. Se fue con ellos a la finca porque su libertad pretende ir más allá de las viejas ataduras entre hombres y mujeres, matrimonios y divorcios, niños llorones.

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