Nadine Gordimer - Un Arma En Casa
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Así pues, crees que existe este tipo de amor, ¡ella folla con otro y su amante lo mata! Prueba de amor. Pensaba que tenías mejor opinión de tu propio sexo, las mujeres sois responsables de vuestros actos, igual que los hombres. Y llamas a eso amor. ¡De dónde sacaría él ese amor!
Sólo intento entenderlo, Harald. ¿No has estado enamorado?
Qué pregunta más imbécil. Y tú me lo preguntas. He estado enamorado de ti. Pensaba que podría morir por ti, aunque supongo que eso era una fantasía juvenil, consciente de que no era fácil que fuera necesario. Pero de ahí a imaginar que podría haber matado a alguien… O a mí mismo… No. El amor es vida, es procreador, no puede matar. Si lo hace, no es amor. No soy capaz, no soy capaz de imaginarme lo que sentía por esa mujer.
Entonces, quizá la odia. La castigó por hacerlo con quien le daba la gana. Si la matas, le ahorras sufrimiento.
No estamos hablando de un debate médico acerca de la eutanasia. Como si él no supiera que si ella pierde un hombre, encontrará otro.
Estábamos enamorados, estabas enamorado de mí, con locura, decías, ¿y si me hubieras encontrado como la encontró a ella?
Claudia. Cómo voy a saberlo. No puedo sentir ahora lo que habría sentido entonces. Me habría alejado de ti, no habríamos estado aquí, no habría Duncan: esto es lo que te puedo decir ahora.
O quizá te habría reclamado y te habría follado yo, cómo puedo saber lo que habría hecho, enamorado. Crío mimado o no, ese tipo de amor no lo ha heredado de mí. No le habría quitado la vida a nadie.
Puedes decir esto porque ahora sabemos que uno tiene que sobrevivir a cualquier desastre.
¿Podrías haberlo hecho tú? Hay mujeres que dicen que han matado «por amor». Pero qué cosas te pregunto, a ti, que pasas la vida manteniendo viva a la gente. Qué insulto, preguntártelo.
Pero parecía una burla.
Hay mujeres que, cuando tienen algo que decir que nunca debiera decirse, alzan la voz, lanzan las palabras, y hay otras mujeres que la bajan, como si se comunicaran consigo mismas y los demás las oyeran sin querer. Claudia es una de éstas.
Ahora me doy cuenta de que nunca he estado enamorada así. Locamente, como tu dirías. Nunca.
Aunque se paren los relojes y se cierren las puertas, en cada noche de verano se repite el arrebol que antes salían a contemplar cuando llenaba el cielo con la luz de la hoguera del día. Otro día; esperando. Todavía salen. Esperando el juicio. Se ceden el periódico como individuos que no se conocen lo bastante para hablarse, pero sí para reconocer la presencia del otro. Allí están, no hay remedio. Cuando se producían las habituales decepciones y contratiempos de la vida -pequeños, pequeños, reducidos a lo trivial- iban a casa y hundían la cabeza en el otro, en la cama. Él bebe su ración de alcohol nocturna mientras los pájaros (tejedores de cara negra, propios de la región) charlan como extranjeros en un bar.
Crío mimado.
Ella levantó la vista al oírle repetir la frase.
Oh, eso es sacudirse la responsabilidad de adulto por lo que uno hace. El síndrome de aprendizaje del uso del retrete. Nunca habría tolerado que un hijo mío fuera mimado.
«Mimado.» Consentido. Chocolate y juguetes. Pero la palabra tiene otro sentido en inglés: estropear algo para siempre. Como una quemadura en la alfombra.
Tú lo sabes todo, lo has leído todo, ¿la gente comete crímenes por odio hacia uno mismo? ¿Es cierto? ¿No es otra de las explicaciones que da la gente? ¿Por qué iba a odiarse? ¿Qué había hecho que lo hiciera capaz de hacer lo que hizo?
Él le pasó otra sección del periódico y regresó a las páginas que tenía. Pensar -pensaba- en cosas a las que antes dedicaba una pizca de atención: una persona inteligente lee de forma selectiva, no tiene verdadero interés en seguir las aventuras sexuales de las estrellas del pop o los crímenes morbosos que deben de haber cometido individuos trastornados. Pero ahora, ahí estaba esa mujer que ató a sus hijos pequeños en los asientos de segundad del coche, salió y dejó que cayera por un embarcadero hasta el agua, ahogándolos.
¡Otras personas! ¡Otras personas! Esas cosas horribles les suceden a otras personas.
Qué más da de quién fueran estos pensamientos, de Harald o de Claudia; estaban en el aire vespertino de la terraza, estaban en las habitaciones del adosado como el olor perenne del humo del cigarrillo queda en las cortinas y la tapicería.
Él se daba cuenta de que él y ella pensaban en esas cosas como algo que sucede al autor del crimen, no a la víctima: como si el motivo, la voluntad, viniera del exterior. Pero venía de dentro. «El hombre es como desea ser, ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.»
Claudia fue sola a la cárcel. Harald asistía como delegado a una conferencia de banqueros y agentes de seguros convocada por el Ministro de Desarrollo Económico; no podía seguir subordinando su agenda a los susurros de su mente: sin el desempeño de las ocupaciones normales, la vida no podía mantenerse, ni siquiera materialmente. El abogado Hamilton Motsamai, el desconocido al que estaba unido en los procesos de la ley, costaría seis mil rands diarios cuando estuviera ante el tribunal y la mitad durante el tiempo que trabajara en el caso en su bufete.
Claudia dudaba sobre qué debía ponerse; como si, sin Harald, se produjera una concentración en su presencia por la que sus ropas revelaran una actitud -hacia su hijo-, su actitud. En invierno, llevaba pantalones, blusa y jersey bajo la bata blanca de los días laborables; en verano, una falda de algodón con lo que estuviera en las tiendas ese año, le gustaba seguir la moda, en tanto que su profesión era tan vieja como la historia humana. La persona dedicada a curar no tiene por qué carecer de estilo; los antiguos, como los sangomas y los chamanes de ahora, llevaban cuentas y plumas. Si iba a la cárcel en ropa de trabajo, en cierto sentido sería un disfraz; esa mañana no estaría en la consulta. Si se ponía el tipo de traje que llevaba cuando asistía a algún congreso (igual que Harald llevaba un traje negro para su conferencia) o iba a un restaurante con Harald, invitados por alguno de los colegas de éste, parecería dar muestras de un excesivo respeto hacia la autoridad del lúgubre lugar que retenía a su hijo. Si llevaba los téjanos de sus fines de semana de descanso (un eufemismo, su busca de médico podía hacer que los pacientes la reclamaran a cualquier hora del día o la noche), podría parecer un torpe recordatorio de que fuera de allí, más allá de los muros y puestos de vigilancia con vigilantes armados, la gente caminaba sobre la hierba y bajo los árboles, las aves del paraíso en flor colgaban sobre la terraza del adosado donde sus padres se sentaban en verano, el hombre llamado Petrus Ntuli estaba regando el macizo de helechos. Al final, se vistió sin darle mayor importancia, sólo para gustarle. Para ser el tipo de madre que él querría; sin representar los convencionalismos sentenciosos de la generación de sus padres ni intentando proyectarse en la suya, llegar hasta él intentando parecer más joven, ya que ella sabía que, en ocasiones, se aprovechaba de modo poco prudente del hecho de no aparentar los cuarenta y siete años que tenía para escoger ropa destinada a mujeres más jóvenes. Lo que llevaba debía confirmar: suceda lo que suceda, hagas lo que hagas, siempre puedes venir a mí.
Duncan no hizo ningún comentario sobre la ausencia de Harald; como si la esperara a ella. Claudia fue quien mencionó la circunstancia de que su padre se había visto obligado a asistir a la invitación de un ministerio. Te envía un abrazo. Era la línea garrapateada en último momento al final de una carta, aunque nadie hubiera pedido que se enviara el supuesto mensaje.
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