Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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STRIPTEASE

Willie y Lori han trabajado juntos en el burdel de Sausalito durante años, compartiendo incluso el baño. Es divertido observar la relación de ese par de personas que ya no pueden ser más diferentes. Al desorden, el apuro y las maldiciones de Willie, Lori opone calma, orden, precisión y finura. A mediodía él se come unas longanizas picantes que pueden perforar los intestinos de un rinoceronte y dejan el ambiente perfumado a ajo, y Lori picotea ensalada macrobiótica con tofu. Él entra a la oficina con botas de obrero metalúrgico embarradas, porque viene de caminar con la perra, y Lori amablemente limpia la escalera, para evitar que algún cliente se resbale y se rompa la crisma. Willie junta montañas de papeles sobre su escritorio, desde documentos legales hasta servilletas usadas de papel, y cada cierto tiempo Lori hace una pasada rápida y se los bota a la basura; él ni cuenta se da, o tal vez lo nota, pero no patalea. Ambos comparten el vicio de la fotografía y de los viajes. Se consultan todo y se celebran mutuamente, sin muestras obvias de sentimentalismo: ella siempre eficiente y tranquila, él siempre apurado y gruñón. Ella le arregla la computadora, le mantiene al día la página web y le prepara albóndigas con la receta de su abuela; él comparte con ella lo que compra al por mayor, desde papel para el baño hasta papayas, y la quiere más que a nadie en esta familia, excepto a mí… tal vez.

Willie se burla de ella, por supuesto, pero también aguanta SUS bromas. Una vez Lori hizo con primor un letrero engomado y se lo pegó en el parachoques trasero del coche. Decía: PAREZCO MUY MACHO, PERO USO CALZONES DE MUJER. Willie manejó durante un par de semanas con el letrero, sin entender por qué tantos hombres le hacían señales desde otros coches. Considerando que vivimos en el lugar del mundo donde posiblemente hay más homosexuales per cápita, no era de extrañar. Cuando descubrió el letrero casi le da una apoplejía.

De vez en cuando la alarma del burdel se dispara sola, sin provocación alguna, lo que suele producir inconvenientes, como aquella vez en que Willie llegó a tiempo para oír el ruido atronador de la alarma y entró rápidamente por la cocina -en el piso de abajo- para apagarla. Era por la tarde, en invierno, y estaba más o menos oscuro. En ese momento descendió por la escalera un policía, que había entrado a patadas por la puerta principal, con lentes de sol y una pistola en la mano, y lo conminó a grito pelado a poner las manos en alto.

«Calma, hombre, soy el dueño», trató de explicarle mi marido, pero el otro le ordenó que se callara. Era joven e inexperto, se puso nervioso y siguió aullando y pidiendo refuerzos por su teléfono, mientras el caballero de pelo blanco, con la cara aplastada contra la pared, hervía de rabia. El incidente se disolvió sin consecuencias cuando llegaron otros agentes armados como para un combate y, después de cachear a Willie, atendieron a sus razones. Esto causó una interminable retahíla de maldiciones de Willie y verdaderos ataques de risa de Lori, aunque se hubiera reído menos si la víctima hubiera sido ella. Una semana más tarde estábamos todos trabajando y empezaron a llegar algunos amigos de Lori, que también son muy amigos nuestros. Me pareció un poco raro, pero estaba en el teléfono con un periodista de Grecia y me limité a saludarlos de lejos con un gesto. Terminé de hablar justamente cuando entraba un agente de policía, alto, joven, rubio y muy guapo, con lentes de sol y pistola al cinto, que pidió hablar con el señor Gordon. Lori llamó a Willie y él bajó desde el segundo piso dispuesto a decirle a ese uniformado que si lo seguían jorobando iba a meterle juicio al Departamento de Policía. Los amigos se instalaron en la escalera a observar el espectáculo.

El guapo agente de policía enarboló un atado de papeles y le dijo a Willie que se sentara porque tenía que llenar unos formularios. De malas pulgas, mi marido obedeció. Entonces oímos una música árabe y el hombre empezó a danzar como una enorme odalisca y a quitarse la gorra primero, las botas después, enseguida la pistola, la chaqueta y los pantalones, ante el horror absoluto de Willie, que retrocedió, rojo como cangrejo cocido, seguro de que estaba ante un enfermo mental escapado de un sanatorio. Las carcajadas del público, que observaba desde la escalera, le dieron la clave de que se trataba de un actor contratado por Lori, pero para entonces el bailarín no tenía encima más que los lentes de sol y una mínima tanga que no cubría del todo sus partes íntimas.

Considerando que trabajamos en el mismo local, manejamos el bufete de Willie, la fundación y mi oficina entre todos, nos vemos casi a diario, vamos juntos de vacaciones a los confines del planeta y vivimos en un radio de seis cuadras, es sorprendente que nos llevemos tan bien. Milagro, diría yo. Terapia, diría Nico.

MI ESCRITOR FAVORITO

En contra de lo que podría esperarse, mis juicios lapidarios sobre la novela de Willie y su enano pervertido no provocaron una guerra entre nosotros, como hubiese ocurrido si a Willie se le ocurriera la temeraria idea de hacer una crítica negativa de mis libros, pero era evidente que yo no era la persona adecuada para ayudarlo, que necesitaba un editor profesional. En eso apareció una joven agente literaria que se interesó mucho por el libro al principio y se dedicó a inflarle el ego a mi marido; sin embargo, poco a poco se le fue enfriando el entusiasmo. Al cabo de seis meses lo felicitó por el esfuerzo, le aseguró que tenía talento y le recordó que muchos autores, incluido Shakespeare, habían escrito páginas cuyo destino final fue un baúl. Había varios baúles en nuestra casa donde el enano podría dormir el sueño de los justos por tiempo indefinido mientras él pensaba en otro tema. Willie no hizo caso de las opiniones ajenas y mandó el libro a otros agentes y a algunas editoriales, que se lo devolvieron con una cortés, aunque rotunda, negativa. Lejos de deprimirlo, aquellas cartas de condenación reforzaron su espíritu de lucha; mi marido no es de los que se dejan apabullar por la realidad. Esta vez no me burlé de él, porque se me ocurrió que la literatura podría darle sentido a la última parte de su existencia. Si lo que había dicho la agente era cierto y Willie tenía talento, y si se tomaba el asunto en serio y era capaz de convertirse en escritor después de los sesenta años, yo no tendría que cuidar a un viejo gagá en el futuro. Resultaba muy conveniente para los dos: la creatividad lo podría mantener alegre y sano hasta una edad avanzada.

Una noche, abrazados en la cama, le expliqué las ventajas de escribir sobre lo que uno conoce. ¿Qué sabía él de enanos sodomitas? Nada, a menos que estuviese proyectando en ese lamentable personaje algún aspecto de su carácter que yo ignoraba. En cambio, tenía más de treinta años como abogado y una memoria formidable para los detalles. ¿Por qué no exploraba el género detectivesco? Cualquiera de los muchos casos que había tratado podía servirle de punto de partida. No hay nada tan entretenido como un sangriento asesinato. Se quedó meditando sin decir palabra. Al día siguiente íbamos paseando por el barrio chino de San Francisco y vimos a un chino albino esperando en una esquina.

«Ya sé cuál será mi próxima novela. Será un caso criminal con un chino albino como ése», me anunció en el mismo tono en que mencionó por primera vez su aspiración literaria en la feria sadomasoquista de San Francisco, donde vio al enano con una correa de perro. Dos años más tarde su novela se publicó en España bajo el título Duelo en Chinatown y otros editores la compraron para traducirla a varias lenguas. Fuimos juntos al lanzamiento de la novela en Madrid y Barcelona, acompañados por sus hijos y un par de amigos fieles dispuestos a aplaudirlo. En todas partes la prensa lo recibió con curiosidad y después de hablar con él publicaron artículos llenos de simpatía, porque se ganaba a todos, especialmente a las mujeres, con su llaneza. No tiene ninguna pretensión, sólo la mirada azul y la sonrisa atrevida bajo el ala de su eterno sombrero. El día del lanzamiento del libro en Madrid uno de los asistentes le preguntó si pretendía ser famoso, y contestó, emocionado, que ya tenía más de lo que nunca soñó; el hecho de que la prensa estuviese allí y algunas personas quisieran leer su libro era un regalo. Los desarmó, mientras su editor se retorcía en la silla porque nunca le había tocado un autor tan honesto. Por una vez, fue mi turno de llevar las maletas y así pude pagarle en una mínima parte los plomazos que ha soportado durante años acompañándome por el mundo.

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