Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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Me han preguntado a menudo de dónde sale la inspiración para mis libros. No sabría contestar. En el viaje de la vida acumulo experiencias que se van imprimiendo en los estratos más profundos de la memoria y allí fermentan, se transforman y a veces brotan en la superficie como extrañas plantas de otros mundos. ¿De qué se compone ese fértil humus del inconsciente? ¿Por qué ciertas imágenes se convierten en temas recurrentes de las pesadillas o de la escritura? He

explorado muchos géneros y temas diversos, me parece que en cada libro invento todo de nuevo, incluso el estilo, pero llevo más de veinte años haciéndolo y puedo ver las repeticiones. En casi todos mis libros hay mujeres desafiantes, que nacen pobres o vulnerables, destinadas a ser sometidas, pero se rebelan, dispuestas a pagar el precio de la libertad a cualquier costo. Inés Suárez es una de ellas. Siempre son apasionadas en sus amores y solidarias con otras mujeres. No las mueve la ambición, sino el amor; se lanzan a la aventura sin medir los riesgos ni mirar hacia atrás, porque quedarse paralizadas en el sitio que la sociedad les designa es mucho peor. Tal vez por eso no me interesan las reinas o las herederas, que vienen al mundo en cuna de oro, ni las mujeres demasiado bellas, que tienen la ruta pavimentada por el deseo de los hombres. Tú te reías de mí, Paula, porque las mujeres bonitas de mis libros mueren antes de la página sesenta. Decías que era pura envidia de mi parte, y seguramente tenías cierta razón, ya que me habría gustado ser una de esas bellezas que obtienen lo que desean sin esfuerzo, pero para mis novelas prefiero heroínas de temple a quienes nadie les da nada, todo lo consiguen solas. No es raro, por lo tanto, que cuando leí sobre Inés Suárez entre líneas en un libro de historia -rara vez hay más que un par de líneas cuando se trata de mujeres- me picara la curiosidad. Era el tipo de personaje que normalmente debo inventar. Al hacer la investigación comprendí que nada que yo imaginara podría superar la realidad de esa vida. Lo poco que se sabe de ella es espectacular, casi mágico. Pronto tendría que contar su historia, pero mis planes fueron modificados por tres insólitos visitantes.

Un sábado a mediodía llegaron a nuestra casa tres personas, que al principio confundimos con misioneros mormones. No lo eran, por suerte. Me explicaron que manejaban los derechos mundiales de El Zorro, el héroe californiano que todos conocemos. Me crié con El Zorro porque el tío Ramón era uno de sus fanáticos admiradores. Recuerda, Paula, que en 1970 Salvador Allende nombró a tu abuelo embajador en Argentina, una de las misiones diplomáticas más difíciles de esos tiempos, que él cumplió con honores hasta el día del golpe militar, cuando renunció a su puesto porque no estaba dispuesto a representar a una tiranía. Tú lo visitaste muchas veces; tenías siete años y viajabas sola en avión. En ese enorme edificio, con innumerables salones, veintitrés baños, tres pianos de cola y un ejército de empleados, te sentías como una princesa, porque tu abuelo te había convencido de que era su propio palacio y él pertenecía a la realeza. Durante esos tres años de intenso trabajo en Buenos Aires, el señor embajador escapaba de cualquier compromiso a las cuatro de la tarde para gozar en secreto durante media hora de la serial de El Zorro en la televisión. Con ese antecedente, no pude menos que recibir con los brazos abiertos a aquellos tres visitantes.

El Zorro fue creado en 1919 por Johnston McCulley, un escritor californiano de novelitas de diez centavos, y desde entonces ha permanecido en la imaginación popular. La maldición de Capistrano narraba las aventuras de un joven hidalgo español en Los Ángeles en el siglo XIX. De día don Diego de la Vega era un señorito hipocondríaco y frívolo; de noche se vestía de negro, se ponía una máscara y se convertía en El Zorro, vengador de indios y pobres.

– Hemos hecho de todo con El Zorro: películas, seriales de televisión, historietas, disfraces, menos una obra literaria. ¿Le gustaría escribirla? -me propusieron.

– ¿Qué se han imaginado? Soy una escritora seria, no escribo por encargo -fue mi primera reacción.

Pero me acordé del tío Ramón y de mi nieto postizo, Aquiles, disfrazado de El Zorro para Halloween, y la idea empezó a rondarme tanto que Inés Suárez y la conquista de Chile debieron aguardar su turno. Según los dueños de El Zorro, el proyecto me calzaba como un guante: soy hispana, escribo en español, conozco California y

tengo alguna experiencia con novelas históricas y de aventuras. Era el caso clásico de un personaje en busca de autor. Para mí, sin embargo, el asunto no era tan claro, porque El Zorro no se parece a ninguno de mis protagonistas, no era un tema que yo hubiese escogido. Con el último libro de la trilogía había dado por terminado el experimento con las novelas juveniles, descubrí que prefiero escribir para adultos: tiene menos limitaciones. Un libro juvenil requiere el mismo trabajo que uno para adultos, pero hay que andar con suma prudencia en lo que se refiere a sexo, violencia, maldad, política y otros asuntos que dan mucho sabor a una historia pero que los editores no consideran adecuados para esa edad. Me revienta la idea de escribir «con un mensaje positivo». No veo razón para proteger a los chiquillos, que de todos modos ya tienen mucha mugre dentro de la cabeza; pueden ver en internet a gordas fornicando con burros o narcotraficantes y policías torturándose mutuamente con la mayor ferocidad. Es ingenuo machacarles mensajes positivos en las páginas de un libro; lo único que se consigue es que no lo lean. El Zorro es un personaje positivo, el héroe por excelencia, una mezcla de Che Guevara, obsesionado con la justicia, de Robin Hood, siempre dispuesto a quitarles a los ricos para darles a los pobres, y de Peter Pan, eternamente joven. Habría que esmerarse mucho para convertirlo en un villano, y, tal como me explicaron sus dueños, no se trataba de eso. Además, me advirtieron de que la novela no debía contener sexo explícito. En pocas palabras, era un gran desafío. Lo pensé concienzudamente y al final resolví mis dudas en la forma habitual: tiré una moneda al aire. Y así fue como terminé encerrándome en mi cuchitril con Diego de la Vega durante varios meses.

El Zorro se había explotado demasiado, no quedaba mucho por contar, salvo su juventud y su vejez. Opté por lo primero, porque a nadie le gusta ver a su héroe en silla de ruedas. ¿Cómo era Diego de la Vega de niño? ¿Por qué se convirtió en El Zorro? Investigué el período histórico, los comienzos del mil ochocientos, época extraordinaria en el mundo occidental. Las ideas democráticas de la Revolución francesa estaban transformando a Europa y en ellas se inspiraban las guerras libertadoras de las colonias americanas. Los ejércitos victoriosos de Napoleón invadieron varios países, incluida España, donde la población inició una guerrilla sin cuartel que finalmente expulsó a los franceses de su suelo. Eran tiempos de piratas, sociedades secretas, tráfico de esclavos, gitanos y peregrinos. En California, en cambio, nada novelesco sucedía; era una vasta extensión rural con vacas, indios, osos y algunos colonos españoles. Tenía que llevarme a Diego de la Vega a Europa.

Como la investigación me dio material de sobra y el protagonista ya existía, mi tarea fue crear la aventura. Entre otras cosas, fuimos con Willie a Nueva Orleans tras las huellas del célebre corsario Jean Laffitte, y alcanzamos a conocer esa exuberante ciudad antes de que el huracán Katrina la redujera a una vergüenza nacional. En el French Quarter se oían de noche y de día las charangas y el banjo, las voces de oro de los blues, el llamado irresistible del jazz. La gente bebía y bailaba al ritmo cálido de los tambores en el medio de la calle; color, música, aroma de sus guisos y magia. Daba para una novela entera, pero tuve que limitarme a una breve visita de El Zorro. Ahora trato de recordar Nueva Orleans como era entonces, con su pagano carnaval, en el que la gente de diversos pelajes se mezclaba danzando, con sus antiguas calles residenciales de árboles centenarios -cipreses, olmos, magnolios en flor- y balcones de hierro forjado, donde hace doscientos años tomaban el fresco las mujeres más hermosas del mundo, nietas de reinas senegalesas y de los amos de entonces, barones del azúcar y el algodón. Pero las imágenes más perseverantes de Nueva Orleans son las del reciente huracán: torrentes de agua inmunda y sus habitantes, siempre los más pobres, luchando contra la devastación de la naturaleza y la desidia de las autoridades. Se convirtieron en refugiados en su propio país, abandonados a su suerte, mientras el resto de la nación, estupefacta ante escenas que parecían

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