Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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Nos contó esta macabra historia con la elocuencia de una consumada actriz del cine mudo, ponía los ojos en blanco, se disparaba en la cabeza, caía al suelo, empuñaba un bisturí, cortaba, arrancaba órganos, todo con tal detalle, que a mi madre y a mí nos dio un ataque de risa nerviosa, ante la mirada horrorizada de los demás, que no entendían qué diablos nos parecía tan cómico. La risa alcanzó niveles de histeria cuando Lili agregó que en una ocasión el coche se dio vuelta en el camino cuando venían de regreso de la prisión, el cirujano murió al instante y ella quedó abandonada en un descampado con un cadáver despachurrado al volante y un cargamento de órganos humanos reposando en hielo. A menudo me he preguntado si entendimos bien la historia, si fue una broma de Lili o si en realidad esa encantadora mujer, que recoge a mis nietos en la escuela y cuida a mi perra como si fuera su hija, pasó por esas espeluznantes experiencias.

– Claro que es cierto -opinó Tabra, cuando se lo conté-. En China hay un campo de concentración asociado con un hospital, donde han desaparecido miles de personas. Les arrancan los órganos cuando están vivas y creman los cuerpos. Los refugiados que trabajan en mi taller cuentan historias tan terribles como ésa. En sus países hay gente tan pobre que vende sus riñones para alimentar a sus hijos.

– ¿Y quién los compra, Tabra?

– Los ricos, incluso aquí, en América. Si uno de tus nietos necesitara un órgano para seguir viviendo y alguien te lo ofreciera, ¿no lo comprarías sin hacer preguntas?

Era uno de los interrogantes que me planteaba en nuestras caminatas por el bosque. En vez de gozar del aroma de los árboles y el canto de los pajarillos, yo solía volver descompuesta de esos paseos. Pero no siempre discutíamos las atrocidades cometidas por la humanidad, o la política, también hablábamos de Lagarto Emplumado, quien hacía apariciones esporádicas en la vida de mi amiga y luego se esfumaba por meses. El ideal de Tabra sería tenerlo de adorno, con sus trenzas y collares, en una tienda comanche en su patio.

– Me parece poco práctico, Tabra. ¿Quién se haría cargo de alimentarlo y lavarle los calzoncillos? Tendría que usar tu baño y después te tocaría limpiarlo a ti -le dije, pero ella es impermeable a ese tipo de razonamiento mezquino.

LOS NIÑOS QUE NO VINIERON

Tres veces le colocaron a Juliette los embriones de laboratorio formados por los óvulos de la donante brasilera y el esperma de Nico. En las tres ocasiones nuestra tribu estuvo durante semanas con el alma suspendida de un hilo aguardando los resultados. Invocamos los recursos mágicos de siempre. En Chile, mi amiga Pía y mi madre acudieron al santo nacional, el padre Hurtado, mediante nuevas donaciones para sus obras de caridad. La imagen de ese santo revolucionario, que todos los chilenos llevamos en el corazón, es la de un hombre joven y enérgico, vestido con sotana negra y con una pala en la mano, trabajando. Su sonrisa nada tiene de beatitud, sino de desafío. Fue él quien acuñó tu frase favorita: «Dar hasta que duela». El tercer implante de embriones, después del fracaso de los dos primeros, fue en el verano. Un año antes, Lori y Nico habían planeado un viaje a Japón y decidieron realizarlo, porque si se cumplía la ilusión de tener un bebé serían sus últimas vacaciones en mucho tiempo. Recibirían la noticia allá y si era positiva podrían celebrarlo, mientras que si era negativa dispondrían de un par de semanas de intimidad y silencio para resignarse, lejos de las condolencias de amigos y parientes.

Una de esas madrugadas desperté sobresaltada. La habitación estaba apenas iluminada por el sutil resplandor del amanecer y una lamparita que siempre dejamos encendida en el pasillo. El aire estaba inmóvil y la casa envuelta en un silencio anormal; no se oían los ronquidos acompasados de Willie y Olivia, ni el murmullo habitual de las tres palmeras bailando en la brisa del patio. De pie junto a mi cama había dos niños pálidos tomados de la mano, una niña de unos diez años y un chico algo menor. Vestían ropa del mil novecientos, con cuellos de encaje y botines de charol. Me pareció que tenían una expresión muy triste en sus grandes ojos oscuros. Nos miramos por un segundo o dos y, cuando encendí la luz, desaparecieron. Me que dé un rato esperando en vano a que volvieran y por último, cuando se me calmó el galope del corazón, me fui en puntillas a llamar a Pía.

En Chile eran cinco horas más tarde y mi amiga estaba en cama, bordando una de sus carteras de trapitos.

– ¿Crees que esos niños tienen algo que ver con Lori y Nico? -le pregunté.

– ¡Por supuesto que no! Son los hijos de las dos señoras inglesas -respondió con tranquila convicción.

– ¿Cuáles?

– Las señoras que me visitan, las que atraviesan las paredes. ¿No te he contado de ellas?

El día acordado, Lori y Nico debían llamar a la enfermera que coordinaba el tratamiento en la clínica de fertilidad, una mujer con vocación de madrina que trataba cada caso con delicadeza, porque comprendía cuánto estaba en juego para esas parejas. Debido a la diferencia de hora entre Tokio y California, fijaron la alarma del reloj para las cinco de la madrugada. Como no se podía hacer llamadas internacionales desde la habitación, se vistieron deprisa y bajaron a la recepción del hotel, donde en ese momento no encontraron a nadie que pudiese ayudarlos, pero sabían que fuera había una cabina de teléfono. Salieron a una callejuela lateral, que durante el día era un hervidero de actividad gracias a los restaurantes populares y tiendas para turistas del barrio, pero a esa hora estaba desierta. La anticuada cabina, arrancada de una película de los años cincuenta, funcionaba sólo con monedas, pero Lori lo había previsto y llevaba las Suficientes para comunicarse con la clínica. La sangre le martillaba en las sienes y temblaba de ansiedad al marcar el número, con una

plegaria en los labios. En esos instantes se definía su futuro. Desde el otro lado del planeta le llegó la voz de la madrina.

«No resultó, Lori, lo lamento mucho; no entiendo lo que pasó, los embriones eran de primera…», dijo, pero ella ya no la escuchaba. Colgó el auricular anonadada y cayó en brazos de su marido. Y ese hombre, que tanto se había resistido a la idea de traer más hijos al mundo, soltó un sollozo, porque estaba tan ilusionado como ella con la idea de un niño de los dos. Se abrazaron sin una palabra y minutos más tarde salieron tambaleándose de la cabina a esa calle vacía, silenciosa, gris en la penumbra del alba. Por los huecos de ventilación en las aceras salían columnas de vapor que daban un aire fantasmagórico a aquel escenario, apropiado a la desolación que los embargaba. El resto de ese viaje a Japón fue un tiempo de convalecencia. Nunca habían estado tan unidos. En la tristeza compartida se encontraron a un nivel muy profundo, desnudos, sin defensas.

Algo cambió en Lori después de esto, como si un vaso se hubiese roto en su pecho y aquel deseo obsesivo, que había sido su esperanza y su tormento se escurriera como el agua. Se dio cuenta de que no podía continuar junto a Nico vencida por la frustración. No sería justo con él. Nico merecía la clase de amor rendido y alegre que tanto habían intentado cultivar entre los dos. Entonces comprendió que había llegado al final de un tortuoso camino y debía arrancarse de raíz la ansiedad de ser madre para poder seguir viviendo. Después de haber probado todos los recursos posibles, era evidente que un hijo propio no estaba en su destino, pero los niños de su marido, que llevaban varios años a su lado y la querían mucho, podrían llenar ese vacío. Esta resignación no ocurrió de un día para otro, pasó casi un año enferma del cuerpo y del alma. Lori siempre fue delgada, pero en cosa de semanas perdió varios kilos y quedó en los huesos, con los ojos hundidos. Se lesionó un disco en la columna y durante meses estuvo casi inválida, tratando de funcionar a punta de calmantes para el dolor, tan fuertes que la hacían alucinar. En algunos momentos estuvo desesperada, pero llegó un día en que emergió de ese largo duelo curada de la espalda, sana del alma y transformada en otra mujer. El cambio lo notamos todos. Recuperó peso, rejuveneció, se dejó crecer el pelo, se pintó los labios, reinició su práctica de yoga y sus largas caminatas por los cerros, pero ahora por deporte y no para escapar. Volvió a reírse de esa manera contagiosa que había seducido a Nico, como no la habíamos oído reírse en mucho, mucho tiempo. Entonces pudo por fin entregarse a los niños a pleno corazón, con alegría, como si se hubiese despejado la neblina y pudiera verlos con precisión. Eran suyos. Sus tres hijos. Los hijos que le anunciaron las conchitas de Bahía y la astróloga de Colorado.

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