Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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«No estoy bebido, sino haciendo mi práctica espiritual», explicó Miki. Los policías creyeron que se estaba burlando. La alegría es sospechosa.

Hace poco fuimos con Lori a escuchar a un teólogo cristiano irlandés. A pesar de los obstáculos de su acento y mi ignorancia, saqué algo en limpio de la charla, que comenzó con una breve meditación. El hombre pidió al público que cerrara los ojos, se relajara, tomara conciencia de la respiración, en fin, lo de siempre en estos casos, y luego pensáramos en nuestro lugar favorito -yo escogí un tronco en tu bosque- y en una figura que se acerca y se sienta frente a nosotros. Debíamos hundirnos en la mirada infinita de aquel ser que nos amaba tal como éramos, con defectos y virtudes, sin juzgarnos. Ése, dijo el teólogo, era el rostro de Dios. A mí se me presentó una mujer de unos sesenta años, una africana rotunda: carne firme y pura sonrisa, ojos traviesos, la piel brillante y lisa como caoba pulida, olorosa a humo y miel, una presencia tan poderosa que hasta los árboles se inclinaban en señal de respeto. Ella me miraba como yo lo hacía contigo, con Nico y mis nietos cuando eran pequeños: con total aceptación. Eran perfectos, desde sus orejas transparentes hasta su olor a pañal usado, y deseaba que permanecieran para siempre fieles a su esencia, protegerlos de todo mal, tomarlos de la mano y guiarlos hasta que aprendieran a caminar solos. Ese amor era sólo dicha y celebración, aunque contenía la angustia de saber que cada instante transcurrido los cambiaba un poco y los alejaba de mí.

Por fin pudieron hacerles los exámenes a mis nietos para averiguar si tienen porfiria. Mis hermanas del desorden en California, y Pía y mi madre en Chile, llevaban años rezando por mi familia, mientras yo me preguntaba si eso servía de algo. Se han hecho pruebas lo más rigurosas posibles y las conclusiones son ambiguas, no hay certeza de que la oración surta efecto, lo que debe de ser un golpe bajo para quienes dedican sus vidas a rezar por el bien de la humanidad, pero no ha logrado desanimar a mis hermanas del desorden ni a mí. Lo hacemos por si acaso. A Lucille, la madre de Lori, le diagnosticaron un cáncer de mama justamente cuando yo andaba en una gira por la tierra del extremismo cristiano, el sur profundo de Estados Unidos. También en ese momento Willie iba volando con un amigo a lo largo y ancho de América Latina en una avioneta que no era más que un matapiojo de latón, una aventura de lunáticos desde California hasta Chile.

Hay cuarenta millones de estadounidenses que se confiesan cristianos renacidos -born again Christians- y la mayoría vive en e centro y el sur del país. Minutos antes de mi conferencia se me acercó una muchacha y se ofreció para orar por mí. Le pedí que en vez de hacerlo por mí rezara por Lucille, quien ese día estaba en el hospital, y por Willie, mi marido, que podía perder la vida en algún veri cueto de los Andes. Me tomó de las manos, cerró los ojos y comenzó una letanía en alta voz, atrayendo a otras personas, que se unieron al círculo, invocando a Jesús, plenos de fe, con los nombres de Lucille y Willie en cada frase. Después de la conferencia llamé a Lori para averiguar cómo estaba su madre y me enteré de que la operación no se había efectuado porque antes de entrar al quirófano la examinaron y no encontraron el tumor. Esa mañana la sometieron a ocho mamogramas y un sonograma. Nada. El cirujano, que ya tenía los guantes puestos, decidió postergar la intervención para el día siguiente y envió a Lucille a otro hospital para un escáner. Tampoco allí dieron con el cáncer. No había explicación alguna, porque días antes una biopsia lo había confirmado. Esto habría sido un milagro seguro de la oración si dos semanas más tarde no hubiera reaparecido el tumor. Lucille fue operada de todos modos. Sin embargo, ese mismo día, cuando Willie iba volando sobre Panamá, hubo un cambio de presión en el aire y la avioneta descendió en picada dos mil metros en pocos segundos. La habilidad del amigo de Willie, que pilotaba ese frágil insecto mecánico, los salvó por un pelo de una muerte aparatosa. ¿O fueron las buenas intenciones de aquellos cristianos?

A pesar de las oraciones de mis amigas y de lo mucho que te lo pedí, Paula, los resultados de los exámenes de Andrea y Nicole fueron malas noticias. Como tú misma pudiste comprobar de la manera más dolorosa, esta condición es mucho más seria en las mujeres que en los hombres, ya que los inevitables cambios hormonales pueden provocar una crisis. Tendríamos que vivir con el temor de que ocurriese otra tragedia en la familia. Nico me recordó que esto no debilita ni impide tener una vida normal, sólo aumenta el riesgo ante ciertos estímulos, que pueden evitarse. Tu caso fue una combinación de circunstancias y errores, una terrible mala suerte.

«Tomaremos precauciones sin exagerar», dijo tu hermano.

«Esto es un inconveniente, pero tiene algo de positivo: las niñas aprenderán a cuidarse y será un buen pretexto para mantenerlas siempre más o menos cerca. Esta amenaza

nos unirá más.» Me aseguró que con los avances de la medicina las niñas tendrían salud, hijos y larga vida; la investigación en ingeniería genética podrá evitar que la porfiria pase a la próxima generación.

«Es mucho menos serio que la diabetes y otras enfermedades hereditarias», concluyó.

Para entonces mi relación con Nico había superado los escollos de los años anteriores, habíamos cortado el cordón umbilical sin perder el cariño. Teníamos la intimidad de siempre, pero yo había aprendido a respetarlo y procuraba honestamente no fastidiarlo. Mi amor por mis tres nietos era una verdadera obsesión y me costó muchos años aceptar que esos chiquillos no eran míos, sino de Nico y Celia. No sé cómo me demoré tanto en aprender algo obvio, algo que todas las abuelas del mundo saben sin necesidad de que se lo enseñe un psiquiatra. Tu hermano y yo fuimos juntos a terapia por un tiempo e incluso hicimos contratos escritos para establecer ciertos límites y reglas de convivencia, aunque no podíamos ser demasiado estrictos. La vida no es una foto, en que uno ordena las cosas para que se vean bien y luego fija la imagen para la posteridad; es un proceso sucio, desordenado, rápido, lleno de imprevistos. Lo único seguro es que todo cambia. A pesar de los contratos, surgían problemas inevitables, así es que era inútil preocuparse, discutir demasiado o tratar de controlar hasta el último detalle; teníamos que abandonarnos al flujo de la existencia cotidiana, confiando en la suerte y en nuestro buen corazón, porque ninguno de los dos hería al otro adrede. Si yo fallaba -y fallaba a menudo-, él me lo recordaba con su característica gentileza y así no volvimos a distanciarnos. Desde hace muchos años nos vemos casi a diario, pero siempre me sorprendo, ese hombre alto, musculoso, con canas y aire de paz. Si no fuese por el innegable parecido con su abuelo paterno, sospecharía en serio que me lo cambiaron en el hospital al nacer y que en alguna parte existe una familia con un hijo chaparrito y explosivo que lleva mis genes. Su vida mejoró al dejar el empleo que tuvo por años. La corporación decidió mandar a hacer el trabajo en la India, donde el costo resultaba menor, y despidió a sus empleados, menos a Nico, porque podía coordinar los programas con la oficina en Nueva Dehli, pero él prefirió marcharse por solidaridad con sus compañeros. Consiguió un trabajo por horas en un banco de San Francisco y además empezó a hacer transacciones en el mercado de valores con bastante acierto. Tiene instinto y sangre fría para eso, tal como Lori y yo le habíamos sugerido hacía bastante tiempo, pero no se lo refregamos; al contrario, le preguntamos cómo se le había ocurrido una idea tan buena. Nos fulminó con una de sus miradas que trizan los vidrios.

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