Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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– Isabel, el gusto es mío -me presenté, ojeando la copa con aprensión; la mancha de vino tinto no sale de la seda blanca.

– ¿Qué haces? -me preguntó con ánimo de iniciar una conversación.

Eso se presta a varias respuestas. Podría haberle dicho que estaba allí, calladita, maldiciendo a mi marido por haberme llevado a ese plomazo, pero opté por algo menos filosófico.

– Soy novelista.

– ¡Vaya! ¡Qué interesante! Cuando yo me jubile voy a escribir una novela -me dijo.

– ¡No me diga! ¿Y cuál es su trabajo ahora?

Soy dentista. -Y me pasó su tarjeta.

– Cuando yo me jubile voy a arrancar muelas -le contesté.

Cualquiera diría que escribir novelas es como plantar geranios.

Paso diez horas al día clavada en una silla dando vueltas a las frases una y mil veces para poder contar algo en la forma más efectiva posible. Sufro con los temas, me involucro a fondo con los personajes, investigo, estudio, corrijo, edito, reviso traducciones y además ando por el mundo promoviendo mis libros con la tenacidad de un vendedor ambulante.

En el coche, de vuelta a casa, cruzando el magnífico puente del Golden Gate, iluminado por la luna clara, le comenté a Willie, riéndome como una hiena, lo que me había dicho aquel dentista; pero mi marido no le vio la gracia.

– Yo no pienso esperar a jubilarme. Pronto empezaré a escribir mi propia novela -me anunció.

– ¡Jesús! ¡Hay que ver la petulancia de cierta gente! ¿Y se puede saber de qué va a tratar tu novelita? -le pregunté.

– De un enano obsesionado con el sexo.

Creí que al fin mi marido empezaba a captar el sentido del humor chileno, pero hablaba en serio. Unos meses más tarde comenzó a escribir a mano en un papel de líneas amarillo. Andaba con el bloc de notas bajo el brazo y le mostraba sus escritos a quien quisiera verlos, menos a mí. Escribía en los aviones, en la cocina, en la cama, mientras yo me burlaba de él sin piedad. ¡Un enano pervertido! ¡Qué idea tan brillante! El optimismo irracional, que tanto le ha servido a

Willie en su existencia, una vez más lo mantuvo a flote y pudo ignorar el sarcasmo chileno, que es como esos tsunamis que arrastran con todo a su paso. Pensé que el afán literario se le esfumaría en cuanto comprobara las dificultades del oficio, pero nada lo detuvo. Terminó una novela abominable en la que un amor frustrado, un caso judicial y el enano se mezclaban, confundiendo al lector, que no lograba determinar si estaba ante un romance, una memoria de abogado o la sarta de fantasías hormonales de un adolescente reprimido. Las amigas que la leyeron fueron muy francas con Willie: debía eliminar al maldito enano y tal vez así podría salvar el resto del libro, si lo reescribía con más cuidado. Los amigos le aconsejaron eliminar el romance y profundizar en la depravación del enano. Jason le dijo que sacara el romance, los tribunales y el enano y escribiera algo situado en México. A mí me pasó algo inesperado: la mala novela aumentó mi admiración por Willie, porque en el proceso pude apreciar más que nunca sus virtudes esenciales: fortaleza y perseverancia. Como algo he aprendido en los años que llevo escribiendo -al menos he aprendido a no repetir los mismos errores, aunque siempre invento nuevos-, le ofrecí a mi marido mis servicios de editora. Willie aceptó mis comentarios con una humildad que no tiene en otros aspectos de la vida y rehizo el manuscrito, pero me pareció que esa segunda versión también presentaba problemas fundamentales. La escritura es como el ilusionismo: no basta con sacar conejos de un sombrero, hay que hacerlo con elegancia y de manera convincente.

ORACIONES

Con una abuela como la mía, que me inició temprano en la idea de que el mundo es mágico y lo demás son ilusiones de grandeza de los humanos, ya que no controlamos casi nada, sabemos muy poco y basta echar un vistazo a la Historia para comprender las limitaciones de la razón, no es raro que todo me parezca posible. Hace miles de años, cuando ella estaba viva y yo era una criatura asustada, esa buena señora y sus amigas me incluían en sus sesiones de espiritismo, seguramente a espaldas de mi madre. Ponían dos cojines sobre una silla para que yo alcanzara el borde de la mesa, la misma mesa de roble con patas de león que hoy tengo en mi poder. Aunque era muy niña y no tengo recuerdos sino fantasía, veo la mesa saltando bajo la influencia de las ánimas invocadas por aquellas damas, sin embargo no se ha movido nunca en mi casa, está en su sitio, pesada y definitiva como un buey muerto, cumpliendo las funciones modestas de los muebles comunes. El misterio no es un recurso literario, sal y pimienta para mis libros, como me acusan mis enemigos, sino parte de la vida misma. Misterios profundos, como el que ya mencioné de mi hermana del desorden, Jean, quien se paseó descalza sobre brasas ardientes.

«Es una experiencia transformadora, porque no tiene explicación racional o científica. En ese momento supe que tenemos capacidades increíbles; tal como sabemos nacer, dar a luz y morir, igual sabemos responder ante las brasas ardientes que suele haber en nuestro camino. Después de pasar por eso tengo tranquilidad ante el futuro, puedo enfrentar las peores crisis si me relajo y dejo que el espíritu

me guíe», me dijo. Y eso fue lo que hizo Jean cuando su hijo se le murió en los brazos: caminó sobre el fuego sin quemarse.

Nico me ha preguntado por qué creo en prodigios, sueños, espíritus y otros fenómenos dudosos; su mente pragmática requiere pruebas más contundentes que las anécdotas de una bisabuela enterrada hace más de medio siglo, pero a mí la inmensidad de lo que no puedo explicar me inclina al pensamiento mágico. ¿Milagros? Me parece que ocurren a cada rato, como el hecho de que nuestra tribu siga navegando en el mismo bote, pero según tu hermano son sólo una mezcla de percepción, oportunidad y deseos de creer. Tú, en cambio, tenías la misma ansiedad espiritual de mi abuela y ante los milagros diarios buscabas explicación en la fe católica, porque en ella te criaste. Te acosaban muchas dudas. Lo último que me dijiste, antes de caer en coma, fue: «Ando buscando a Dios y no lo encuentro. Te quiero, mamá». Quiero pensar que ya lo hallaste, hija, y que tal vez te llevaste una sorpresa, porque no era como esperabas.

Aquí, en este mundo que dejaste atrás, a Dios lo han secuestrado los hombres. Han creado unas religiones disparatadas, que no entiendo cómo han sobrevivido durante siglos y siguen expandiéndose. Son implacables, predican amor, justicia y caridad, y para imponerlas cometen atrocidades. Los señores muy principales que propagan estas religiones juzgan, castigan, fruncen el ceño ante la alegría, el placer, la curiosidad y la imaginación. Muchas mujeres de mi generación hemos tenido que inventar una espiritualidad que nos calce, y si hubieras vivido más, tal vez habrías hecho lo mismo, porque los dioses del patriarcado definitivamente no nos convienen: nos hacen pagar por las tentaciones y pecados de los hombres. ¿Por qué nos temen tanto? Me gusta la idea de una divinidad incluyente y maternal, conectada a la naturaleza, sinónimo de vida, un proceso eterno de renovación y evolución. Mi Diosa es un océano y nosotros somos gotas de agua, pero el océano existe por las gotas que lo forman.

Mi amigo Miki Shima practica el antiguo sintoísmo del Japón, religión que proclama que somos criaturas perfectas, creadas por la Diosa Madre para vivir con alegría; nada de culpa, penitencias, infierno, pecado, karma, ni necesidad alguna de sacrificios. La vida es para celebrarla. Hace unos meses Miki fue a Osaka a hacer un entrenamiento sintoísta de diez días junto a un centenar de japoneses y quinientos brasileros, que llegaron allí con un bullicio de carnaval. La práctica comenzaba a las cuatro de la madrugada con cánticos. Cuando los maestros y las maestras le decían a la multitud, congregada en aquel inmenso y sencillo templo de madera, que cada uno de ellos era perfecto, los japoneses hacían una reverencia y daban las gracias, mientras los brasileros aullaban y danzaban de dicha, como en un gol de Brasil en el Campeonato Mundial de Fútbol. Cada amanecer, Miki sale al jardín, hace una reverencia y saluda con un breve cántico al nuevo día y a los millones de espíritus que lo habitan, luego entra a su casa, desayuna sushi y sopa de yerbas y se va a su consultorio, riéndose en el coche. Una vez lo detuvo una patrulla porque creyeron que iba ebrio.

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