Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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LAS MADRES BUDISTAS

Fu y Grace no habían adoptado a Sabrina, no se les ocurrió que fuese indispensable, pero entonces el antiguo conviviente de Jennifer salió de la prisión, donde había ido a parar por alguna felonía, y manifestó la intención de ver a su hija. Nunca aceptó hacerse un examen de sangre para probar su dudosa paternidad, y en cualquier caso ya había perdido sus derechos sobre ella, pero su voz en el teléfono puso a las madres sobre alerta. El hombre pretendía llevarse a la niña los fines de semana, lo que no estaban dispuestas a permitir, aunque él fuese el padre, por su prontuario y su estilo de vida, que no les daba confianza. Decidieron entonces que había llegado el momento de legalizar la situación de Sabrina. Esto coincidió con la muerte del padre de Grace, de setenta y cinco años, que había fumado la vida entera, tenía los pulmones arruinados y había terminado en un hospital conectado a una máquina para respirar. Vivía en Oregón, el único estado del país donde nadie invoca la ley cuando se trata de que un enfermo sin esperanza escoja el momento de morir. El padre de Grace calculó que seguir viviendo de mala manera costaba una fortuna y no valía la pena. Llamó a sus hijos, que acudieron de lejos, y mediante su computadora personal les explicó que los había citado para despedirse.

– ¿Para adónde va, papá?

– Al cielo, si me dejan entrar -escribió en la pantalla. -¿Y cuándo piensa morirse? -le preguntaron, divertidos. -¿Qué hora es? -quiso saber el paciente.

– Las diez.

– Digamos al mediodía. ¿Qué les parece?

Y al mediodía exacto, después de despedirse de cada uno de sus sorprendidos descendientes y consolarlos con la idea de que esa solución convenía a todos, en especial a él mismo, porque no pensaba pasar años enchufado a una máquina de respirar y tenía una gran curiosidad por ver lo que hay al otro lado de la muerte, se desconectó y se fue, feliz.

Para la adopción de Sabrina acudió de San Francisco una jueza, ante quien nos presentamos en familia. Desde la puerta de una sala del Ayuntamiento vimos un largo pasillo por donde venía esa nieta milagrosa caminando por primera vez sin ayuda de un andador. Su figura menuda avanzaba con inmensa dificultad por ese camino eterno de baldosas, seguida por sus madres, que la vigilaban sin tocarla, listas para intervenir en caso necesario.

«¿No les dije que iba a caminar?», nos desafió Sabrina con ese gesto de orgullo con que celebra cada conquista de su tenacidad. La habían vestido de fiesta, con lazos en el pelo y zapatillas rosadas. Nos saludó sin darse por aludida de la emoción de Willie, posó para las fotos, agradeció la presencia de la tribu y anunció, solemne, que desde ese momento su nombre era Sabrina y el apellido de Jennifer, seguido por los de sus madres adoptivas. Enseguida se volvió a la jueza y agregó: «La próxima vez que nos veamos, seré una actriz famosa». Y a todos nos quedó la certeza de que así sería. Sabrina, criada en el refugio macrobiótico y espiritual del Centro del Budismo Zen, sólo aspira a ser estrella de cine y su plato favorito es una hamburguesa poco hecha. No sé cómo consigue que la inviten cada año a la ceremonia de los Premios de la Academia en Hollywood. La noche de los Oscar la vemos en la televisión sentada en la galería con una libreta en la mano para llevar la cuenta de las celebridades. Se está entrenando para el momento en que le toque a ella recorrer la alfombra roja.

Fu y Grace ya no son pareja, después de haberlo sido durante más

de una década, pero siguen unidas por Sabrina y una amistad tan larga que no vale la pena separarse. Arreglaron la casita de muñecas que tienen en el fundo de los budistas, donde la vivienda es muy codiciada, porque siempre hay postulantes para una existencia contemplativa en ese remanso de espiritualidad. Dividieron el espacio, dejaron una habitación al medio para Sabrina y ellas ocupan los extremos. Hay que pasar saltando por encima de los muebles y de los juguetes desparramados en esas piezas diminutas, que además comparten con Mack, uno de esos perrazos entrenados para ciegos, que consiguieron para Sabrina. Ella lo quiere mucho, pero no lo necesita, se las arregla sola. Se demoraron un año de rigurosos trámites para obtener a Mack, debieron hacer un curso para comunicarse con él, les entregaron un álbum con fotos del cachorro y les advirtieron que recibirían visitas sorpresivas de un inspector, porque si lo descuidaban se lo quitarían. Por fin les llegó un labrador blancuzco con ojos como uvas y más listo que la mayoría de los humanos. Un día Grace lo llevó a su hospital para que la secundara en sus rondas por las salas y vio que hasta los moribundos se animaban en presencia de Mack. Había un paciente psicótico, sumido en su infierno personal durante mucho tiempo, que tenía una mano deforme, siempre oculta en un bolsillo. El perro entró a su cuarto moviendo la cola, apoyó su cabezota de bestia mansa en las rodillas del desdichado, husmeó con el hocico en el bolsillo hasta que éste sacó la mano, que tanto le avergonzaba, y Mack comenzó a lamérsela. Tal vez nadie lo había tocado nunca de esa manera. Los ojos del enfermo se cruzaron con los de Grace y por un instante a ella le pareció que salía de la celda donde estaba atrapado y se asomaba a la luz. Desde entonces el perro está muy ocupado en el hospital, donde le cuelgan un letrero de VOLUNTARIO en el pecho y lo mandan de ronda. Los pacientes esconden las galletas de su cena para dárselas y Mack se ha puesto barrigón. Comparada con ese animal, mi Olivia no es más que un montón de pelos con el cerebro de una mosca.

Mientras Grace y el perro trabajan en el hospital, Fu sigue a cargo del Centro de Budismo Zen, donde yo creo que algún día será abadesa, aunque ella jamás ha demostrado ningún interés en ese puesto. Esa mujer imponente, con el pelo rapado y los ropajes de un monje japonés, siempre me produce el mismo impacto de la primera vez que la vi. Fu no es la única notable en su familia. Tiene una hermana ciega, que se ha casado cinco veces, ha traído al mundo once hijos y salió en la televisión porque a los sesenta y tres años dio a luz el número doce, un niño grande y gordo, que apareció en la pantalla prendido del seno algo flácido de su madre. El último marido es veintidós años menor que ella, por eso esta atrevida señora recurrió a la ciencia y quedó embarazada a una edad en que otras mujeres tejen para los bisnietos. Cuando los reporteros de la prensa le preguntaron por qué lo había hecho, contestó: «Para que acompañe a mi marido cuando yo me muera». Me pareció muy noble de su parte, porque cuando yo me muera prefiero que Willie lo pase pésimo y me eche de menos.

EL ENANO PERVERTIDO

En esos días nos invitaron a un cóctel en San Francisco y fui de mala gana; accedí sólo porque Willie me lo pidió. Un cóctel es una prueba terrible para cualquiera, Paula, pero es peor para las personas de mi estatura, en especial en un país de gente alta; distinto sería en Tailandia. Es prudente evitar estos eventos, porque los comensales están de pie, apretujados, sin aire, con un vaso en una mano y algún hors-d'oeuvre imposible de identificar en la otra. Alcanzo, con tacones altos, al esternón de las mujeres y el ombligo de los hombres; los meseros pasan con las bandejas por encima de mi cabeza. Medir un metro cincuenta no tiene ninguna ventaja, salvo que es fácil recoger lo que se cae al suelo y que en la época de la minifalda me hacía vestidos con cuatro corbatas de tu padre. Mientras Willie, rodeado de admiradoras, devoraba los langostinos del bufet y narraba anécdotas de su juventud, cuando dio la vuelta al mundo durmiendo en cementerios, yo me atrincheré en un rincón, para que no me pisaran. En estos eventos no puedo probar bocado porque me caen las manchas propias y otras ajenas que vuelan en mi dirección. Se me acercó un caballero de lo más amable que, al mirar hacia abajo, logró distinguirme en el diseño de la alfombra y desde su cumbre anglosajona me ofreció una copa de vino-Hola, soy David, mucho gusto.

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