Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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– ¿Qué te pasa, Nicole? -quise saber.

– Dime la verdad, ¿Willie es Santa Claus?

– Creo que mejor se lo preguntas a él -le aconsejé; temí que si le mentía ya no volvería a confiar en mí.

Willie la tomó de la mano, la llevó al cuarto donde estaba el disfraz que acababa de usar y admitió la verdad, después de advertirle que ése sería un secreto entre los dos que ella no podía compartir con los otros niños. Mi nieta menor volvió a la fiesta y se encogió en un rincón con la misma cara larga, sin tocar sus regalos.

– ¿Y qué te pasa ahora, Nicole? -le pregunté.

– ¡Siempre se han reído de mí! ¡Me han arruinado la vida! -fue su respuesta. Aún no había cumplido los tres años…

Le conté a Jason cuánto me había servido el entrenamiento de periodista para el oficio de la escritura y le sugerí que ése podría ser el primer paso para su carrera literaria. El periodismo enseña a investigar, resumir, trabajar a presión y utilizar el lenguaje con eficiencia; además obliga a tener siempre en mente al lector, algo que los autores suelen olvidar por estar preocupados por la posteridad. Tras mucho presionarlo, porque estaba lleno de dudas y ni siquiera quería llenar los formularios de admisión, postuló a varias universidades y, ante su sorpresa, lo aceptaron en todas y pudo darse el gusto de estudiar periodismo en la más prestigiosa, la de Columbia, en Nueva York. Su partida lo distanció de Sally, y me pareció que esa relación tan tibia acabaría por enfriarse, aunque seguían hablando de casarse. Sally permaneció apegada a nosotros, trabajando conmigo y con Celia, ayudando con los niños: era la tía perfecta. Él se fue en 1995 con la idea de graduarse y volver a California; de todos los hijos de Willie, Jason era el que más celebraba la idea de vivir en tribu.

«Me gusta tener una familia grande; esta mezcla de americanos y latinos funciona de lo más bien», me dijo una vez. Para integrarse pasó unos meses en México estudiando español y llegó a hablarlo muy bien, con el mismo acento de bandido de Willie. Siempre fuimos amigos, compartíamos el vicio de los libros y solíamos sentarnos en la terraza con un vaso de vino a contarnos argumentos de posibles novelas y repartirnos los temas. Consideraba que tú, Ernesto, Celia y Nico eran tan hermanos suyos como los que le habían tocado en suerte, quería que todos permaneciéramos juntos para siempre; sin embargo, después de tu muerte y la desaparición de Jennifer, nos hundimos en la tristeza y los lazos se cortaron o cambiaron. Jason dice ahora, años más tarde, que la familia se fue al carajo, pero yo le recuerdo que las familias, como casi todo en este mundo, se transforman y evolucionan.

UN PEÑASCO ENORME

Celia y Willie discutían a gritos con igual pasión tanto por tonterías como por asuntos de fondo.

– Ponte el cinturón de seguridad, Celia -le decía él en el coche. -No es obligatorio usarlo en el asiento de atrás. -Sí es.

– ¡No!

– ¡Me importa un bledo si es obligatorio o no! ¡Éste es mi automóvil y yo voy manejando! ¡Ponte el cinturón o te bajas! -bufaba Willie, rojo de ira.

– ¡Coño! ¡Entonces me bajo!

Desde niña se había rebelado contra la autoridad masculina, y Willie, que también salta a la menor provocación, la acusaba de ser una chiquilla malcriada. A menudo se ponía furioso con ella, pero todo quedaba perdonado apenas cogía la guitarra. Nico y yo procurábamos mantenerlos separados, aunque no siempre nos resultaba. La Abuela Hilda no opinaba; lo más que me dijo una vez fue que Celia no estaba acostumbrada a recibir cariño, pero que con el tiempo agacharía el moño.

A Tabra la operaron para quitarle las pelotas de fútbol y colocarle unos senos normales, unas bolsas con una solución menos letal que la silicona. A propósito, el médico que se las puso originalmente llegó a ser uno de los cirujanos plásticos más famosos de Costa Rica, así es que la experiencia adquirida con mi amiga no fue inútil. Supongo que ahora debe de ser un anciano y ni siquiera recuerda a la joven estadounidense que fue su primer experimento. Tabra estuvo seis horas en el quirófano, debieron rasparle de las costillas la silicona fosilizada, y cuando salió de la clínica estaba tan aporreada que la instalamos en nuestra casa para cuidarla hasta que pudiera valerse sola. Se le inflamaron los ganglios, no podía mover los brazos y tuvo una reacción a la anestesia que la dejó con náuseas por una semana. Sólo toleraba sopas aguadas y pan tostado. Esto coincidió con que Jason ya había partido a Nueva York a estudiar y Sally se había mudado a un piso que compartía con una amiga en San Francisco, pero la Abuela Hilda, Nico, Celia y los tres niños vivían temporalmente con nosotros. La buhardilla de Sausalito se les hizo chica y estábamos en los trámites finales de comprarles una casa, que quedaba un poco lejos y había que arreglarla, pero tenía piscina, era amplia y lindaba con cerros silvestres, perfecta para criar a los niños. La nuestra estaba llena y en general reinaba un ambiente de fiesta a pesar de lo mal que se sentía Tabra, salvo cuando a Celia o a Willie se les encabritaba el ánimo; entonces la menor chispa provocaba una pelea. Ese día estalló por un asunto de oficina bastante grave, porque Celia acusó a Willie de no ser claro con el dinero y él se puso como un energúmeno. Se batieron a insultos destemplados y no pude aplacarles ni conseguir que bajaran la voz para razonar y buscar soluciones. En pocos minutos el tono se elevó a un alboroto de arrabal que Nico finalmente detuvo con el único grito que le hemos escuchado en su vida y que nos paralizó por la sorpresa. Willie se fue con un portazo que por poco echa abajo las paredes. En una de las habitaciones, Tabra, todavía atontada por los efectos de la operación y los calmantes para el dolor, oía los gritos y creía estar soñando. La Abuela Hilda y Sally desaparecieron con los niños, creo que se escondieron en el sótano, entre las calaveras de yeso y las covachas de los zorrillos.

La intención de Celia fue protegerme y yo no reaccioné para defender a mi marido, de manera que la sospecha que ella soltó en el aire quedó flotando sin resolverse. Tampoco imaginé que esa discusión iba a traer tan largas consecuencias. Willie se sintió herido de bala, no por Celia, sino por mí. Cuando por fin pudimos hablar, me dijo que yo formaba un círculo impenetrable con mi familia y lo dejaba fuera, que ni siquiera confiaba en él. Traté de deshacer el entuerto, pero fue imposible. Habíamos descendido muy bajo. Quedamos resentidos por semanas. Esta vez yo no podía salir escapando, porque tenía a Tabra convaleciente y a mi familia completa en la casa. Willie levantó un muro a su alrededor, mudo, furioso, ausente. Se iba muy temprano a la oficina y regresaba tarde; se instalaba a ver la televisión solo y ya no cocinaba para nosotros. Comíamos arroz con huevos fritos a diario. Ni siquiera los niños lograban conmoverlo, andaban de puntillas y se cansaron de acercársele con diversos pretextos; el abuelo se había convertido en un viejo gruñón. Sin embargo, mantuvimos el pacto de no mencionar la palabra divorcio y creo que, a pesar de las apariencias, los dos sabíamos que no habíamos llegado al final, que todavía nos quedaba mucha cuerda. Por las noches nos dormíamos cada uno en su rincón de la cama, pero amanecíamos siempre abrazados. A la larga, eso nos ayudó a reconciliarnos.

Tal vez en este relato te he dado la impresión de que Willie y yo no hacíamos más que discutir. Por supuesto que no era así, hija. Excepto cuando yo me iba a dormir donde Tabra, es decir, en los momentos más álgidos de nuestras escaramuzas, andábamos de la mano. En el auto, en la calle, en todas partes, siempre de la mano. Así fue desde el principio, pero esa costumbre se convirtió en una necesidad a las dos semanas de conocernos, por un asunto de zapatos. Dada mi estatura, siempre he usado tacones altos, pero Willie insistió en que yo debía andar cómoda y no como las concubinas chinas de la antigüedad, con unos pies de lástima. Me regaló un par de zapatillas deportivas que todavía, dieciocho años más tarde, están nuevas en su caja.

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