Isabel Allende - La Suma de los Días
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A mediados de febrero llegamos con Willie y el resto de la familia a Turín, una hermosa ciudad a nivel internacional, pero no para los italianos, que ni siquiera se impresionan con Venecia o Florencia. Multitudes entusiastas aclamaban el paso de la antorcha olímpica por las calles o el de cualquiera de los ochenta equipos que competían, cada uno con sus colores. Esos jóvenes eran los mejores atletas del mundo, se habían entrenado desde los tres o cuatro años y habían sacrificado sus vidas para llegar a los Juegos. Todos merecían ganar, pero existen los imprevistos: un copo de nieve, un centímetro de hielo o la fuerza del viento pueden determinar el resultado de una carrera. Sin embargo, lo que más pesa, más que el entrenamiento o la suerte, es el corazón, ya que sólo el corazón más valiente y determinado se lleva la medalla de oro. Pasión, ése es el secreto del vencedor. Las calles de Turín estaban cubiertas con afiches que anunciaban la consigna de los Juegos: «La pasión vive aquí». Y, ése es mi mayor deseo, vivir con pasión hasta el último de mis días.
En el estadio conocí a las otras portadoras de la bandera: tres atletas y las actrices Susan Sarandon y Sofía Loren; además de dos activistas, la Premio Nobel de la Paz Wangari Maathai, de Kenia, y Somaly Mam, quien lucha contra el tráfico sexual de niños en Camboya. También recibí mi uniforme. No era el tipo de ropa que uso normalmente, pero tampoco era tan horroroso como me había imaginado: suéter, falda y abrigo de lana blanco invierno, botas y guantes del mismo color, todo con la marca de uno de esos diseñadores caros. No estaba mal, en realidad. Yo parecía un refrigerador, pero las demás también, salvo Sofía Loren, alta, imponente, pechugona y sensual a sus setenta y tantos años. No sé cómo se mantiene delgada, porque durante las muchas horas que estuvimos esperando entre bastidores no dejó de mordisquear carbohidratos: galletas, nueces, bananas, chocolate. Y no sé cómo puede estar bronceada por el sol y no tener arrugas. Sofía es de otra época, muy distinta a las modelos y actrices de hoy, que parecen esqueletos con senos postizos. Su belleza es legendaria y, por lo visto, indestructible. Hace varios años dijo en un programa de televisión que su secreto era mantener una buena postura y «no hacer ruidos de vieja», es decir, nada de quejarse, gruñir, toser, resoplar, hablar sola o soltar vientos. Tú no tienes de qué preocuparte, Paula, siempre tendrás veintiocho años, pero yo, que soy una vanidosa irremediable, he procurado seguir al pie de la letra ese consejo, ya que no puedo imitar a Sofía en ningún otro aspecto.
Quien más me impresionó fue Wangari Maathai. Trabaja con mujeres de aldeas africanas y ha plantado más de treinta millones de árboles, con lo que ha cambiado el clima y la calidad de la tierra en algunas regiones. Esta magnífica mujer brilla como una lámpara y al verla sentí el impulso irresistible de abrazarla, lo que suele ocurrirme en presencia de ciertos hombres jóvenes, pero nunca con una dama como ella. La estreché con desesperación, sin poder soltarla; era como un árbol, fuerte, sólida, quieta, contenta. Wangari, asustada ante aquel exabrupto, me apartó con disimulo.
Los Juegos Olímpicos se inauguraron con un extravagante espectáculo en el que participaron miles de personas: actores, bailarines, extras, músicos, técnicos, productores y muchos más. A cierta hora, alrededor de las once de la noche, cuando la temperatura había descendido bajo cero, nos condujeron a los bastidores y recibimos la enorme bandera olímpica. Los altoparlantes anunciaron el momento culminante de la ceremonia y empezó la «Marcha Triunfal» de Aída, coreada por cuarenta mil espectadores. Sofía Loren iba delante de mí. Mide una cabeza más que yo, sin contar su mata de pelo ondulado, y caminaba con la elegancia de una jirafa en la sabana, sosteniendo la bandera sobre su hombro. Yo trotaba detrás en la punta de los pies, con el brazo extendido, de manera que mi cabeza quedaba debajo de la maldita bandera. Por supuesto, todas las cámaras apuntaban a Sofía Loren, lo que me resultó muy conveniente, porque salí en las fotografías de prensa, aunque entre las piernas de ella. Te confieso que estaba tan feliz, que según Nico y Willie, que me vitoreaban desde la galería con lágrimas de orgullo, iba levitando: esa vuelta al estadio olímpico fueron mis cuatro magníficos minutos de fama. He juntado los artículos y fotos de prensa porque es lo único que no deseo olvidar cuando la demencia senil borre todos mis otros recuerdos.
EL MALVADO SANTA CLAUS
Pero volvamos atrás, para no perdernos, Paula. Nos encariñamos con Sally, la novia de Jason, una chica discreta y de pocas palabras, que se mantenía en un segundo plano, aunque siempre atenta y presente. Tenía mano de hada madrina con los niños. Era baja, bonita sin estridencia, con el pelo rubio liso y sin una gota de maquillaje; parecía de quince años. Estaba empleada en un centro de jóvenes delincuentes, donde se requería coraje y firmeza. Se levantaba temprano, partía y ya no la veíamos hasta la noche, cuando llegaba arrastrándose de fatiga. Varios de los jóvenes a su cargo estaban recluidos por asalto a mano armada y, aunque eran menores de edad, tenían tamaño de mastodontes; no sé cómo ella, con su aspecto de gorrión, se hacía respetar. Un día que uno de aquellos matones la amenazó con una navaja, le ofrecí un empleo algo más seguro en mi oficina, para que ayudara a Celia, quien ya no daba abasto con la carga de trabajo. Eran muy amigas, Sally siempre estaba dispuesta a ayudarla con los niños y acompañarla, porque Nico pasaba diez horas fuera de la casa estudiando inglés y trabajando. Con el tiempo llegué a conocerla y coincidí con Willie en que tenía muy poco en común con Jason.
«No te metas», me ordenó Willie. Pero cómo no me iba a meter, si vivían en nuestra casa y su vestido de novia, de encaje color merengue, estaba colgado en mi clóset. Pensaban casarse cuando él terminara sus estudios, según decía Jason, pero Sally no daba muestras de impaciencia, parecían una pareja de cincuentones aburridos. Esos noviazgos modernos, largos y relajados, me parecen sospechosos; la urgencia es inseparable del amor. Según la Abuela Hilda, que veía lo invisible, si Sally se casaba con Jason no sería por locura de amor, sino para quedarse en nuestra familia.
El único empleo temporal que consiguió Jason después de graduarse en el college fue en un centro comercial, sudando en un traje absurdo de Santa Claus. Al menos sirvió para que entendiera que debía continuar su formación y obtener un título profesional. Nos contó que la mayoría de los Santa Claus eran unos pobres diablos que llegaban al trabajo con varios tragos de alcohol entre pecho y espalda, y que algunos manoseaban a los niños. En vista de eso, Willie decidió que los nuestros contarían con su propio Santa Claus y se compró un disfraz espléndido de terciopelo rojo orillado con auténtica piel de conejo, una barba verosímil y botas de charol. Quise que escogiera algo más barato, pero me anunció que él no se ponía nada ordinario y, además, había muchos años por delante para amortizar el disfraz. Esa Navidad invitamos a una docena de niños con sus padres; a la hora señalada, bajamos las luces, alguien tocó música navideña en un órgano electrónico, y Willie apareció por una ventana con su bolsa de regalos. Se produjo una estampida de pavor entre los más pequeños, menos Sabrina, que no le tiene miedo a nada.
«Ustedes deben de ser muy ricos para conseguir que Santa Claus venga en una noche tan ocupada», comentó. Los niños mayores estaban encantados, hasta que uno de ellos manifestó que no creía en Santa Claus y Willie replicó furioso: «Entonces te quedas sin regalo, mocoso de mierda». Ahí terminó la fiesta. De inmediato los niños sospecharon que debajo de la barba se escondía Willie, quién si no, pero Alejandro puso término a las dudas con un razonamiento irrefutable: «No nos conviene saber. Esto es como el ratón que trae una moneda cuando se cae un diente. Es mejor que los padres piensen que somos tontos». Nicole era todavía muy joven para participar en aquella farsa, pero unos años más tarde las dudas la consumían. Le tenía terror a Santa Claus, y cada Navidad debíamos acompañarla al baño, donde se encerraba temblando hasta que le asegurábamos que el terrible viejo había partido en su trineo a otra casa. En esa ocasión se acurrucó junto al excusado con cara larga y se negó a abrir sus regalos.
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