– Un primogénito corre junto al río -empecé-. Está verde como el bambú. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, su padre, su hermano pequeño y su hermana pequeña. El hermano menor seguirá el negocio de su padre. La hermana pequeña se casará y se marchará de su casa. La madre y el padre nunca se fijan en su hijo mayor. Cuando se fijan en él, le aporrean la cabeza hasta que se le hincha como un melón.
El niño, acurrucado a mi lado junto al fuego, me miraba con fijeza. Proseguí:
– Un día, el niño va al sitio donde su padre guarda el dinero. Coge unas monedas y se las esconde en el bolsillo. A continuación va a donde su madre guarda la comida. Llena un saco con todo lo que puede transportar. Luego, sin despedirse de nadie, sale de su casa y atraviesa los campos. Cruza el río a nado y sigue caminando. -Pensé en un lugar lejano-. Va caminando hasta Guilin. ¿Crees que éste viaje a las montañas ha sido duro? ¿Crees que vivir a la intemperie en invierno es duro? Pues esto no es nada. El niño no tenía amigos ni protectores, ni más ropa que la que llevaba puesta. Cuando se le acabaron la comida y el dinero, tuvo que mendigar para sobrevivir.
El crío se ruborizó, no por el calor de la hoguera, sino de vergüenza. Debía de haber oído que sus abuelos maternos habían acabado convertidos en pordioseros.
– Hay quien dice que eso es vergonzoso -continué-, pero, si es la única forma de sobrevivir, entonces requiere un gran valor.
Al otro lado de la hoguera, la madre del carnicero masculló:
– La historia no es así.
No le hice caso. Sabía cómo era la historia, pero quería ofrecer al niño algo a lo que aferrarse.
– El crío deambulaba por las calles de Guilin tras los hombres vestidos de mandarines. Los escuchaba e imitaba su forma de hablar. Se sentaba junto a las casas de té e intentaba hablar con los hombres que entraban en ellas. Cuando empezó a hablar con refinamiento, uno se fijó en él. -Al llegar a este punto hice un paréntesis para decir-: Muchacho, en el mundo hay gente amable. Quizá no lo creas, pero yo he conocido a personas de buen corazón. Debes buscar siempre a alguien que pueda ser tu benefactor.
– ¿Como tú? -preguntó él.
Su abuela soltó un bufido, y yo volví a hacer caso omiso de ella.
– Aquel hombre tomó al muchacho como criado -proseguí-. Mientras el niño hacía sus tareas, el benefactor le enseñaba todo cuanto sabía. Cuando ya no pudo enseñarle nada más, contrató a un maestro. Pasados muchos años, el niño, que ya se había convertido en adulto, hizo el examen imperial y consiguió el título de mandarín. El nivel más bajo -añadí, creyendo que semejante logro estaba al alcance incluso del hijo de Flor de Nieve.
»El mandarín regresó a su pueblo natal. El perro de su casa paterna lo reconoció y ladró tres veces. Sus padres salieron a la calle, pero no reconocieron a su hijo. Salió también el hermano segundo, que tampoco lo reconoció. ¿Y la hermana? Ella se había casado y vivía en el hogar de su esposo. Cuando el hijo mayor se identificó, sus parientes hicieron una reverencia ante él, y poco después empezaron a pedirle favores. «Necesitamos un pozo nuevo. ¿Puedes contratar a alguien para que lo excave?», dijo su padre. «No tengo seda. ¿Puedes comprarme un poco?», dijo su madre. «Llevo años ocupándome de nuestros padres. ¿Puedes pagarme por el tiempo que he empleado?», dijo el hermano menor. El mandarín recordó lo mal que lo habían tratado todos. Volvió a subir a su palanquín y regresó a Guilin, donde se casó, tuvo muchos hijos y fue feliz el resto de su vida.
– Waaa! ¿Para qué le cuentas esas historias a este desgraciado? ¿Para desgraciarlo aún más? -La anciana escupió en el fuego y me fulminó con la mirada-. Le haces abrigar falsas esperanzas. ¿Por qué lo haces?
Yo conocía la respuesta, pero no pensaba dársela a aquella anciana rata. Ya sé que no estábamos en circunstancias normales, pero, como me hallaba lejos de mi familia, necesitaba ocuparme de alguien. Me gustaba pensar que mi esposo podía convertirse en el benefactor del muchacho. ¿Por qué no? Si Flor de Nieve me había ayudado cuando éramos niñas, ¿por qué no podía mi familia influir en el futuro de aquel muchacho?
Pronto empezaron a escasear los animales que vivían en los alrededores, ahuyentados por la presencia de tantos refugiados y tantos cadáveres, pues aquel crudo invierno hubo muchos muertos. Los hombres -todos eran campesinos- estaban cada vez más débiles. Sólo habían llevado consigo lo que habían podido transportar; cuando se agotaban las provisiones, ellos y sus familias morían de hambre. Muchos esposos pedían a sus esposas que bajaran de la montaña y fueran a buscar víveres. En nuestro condado, como sabéis, no se puede atacar a las mujeres en tiempo de guerra, y por eso solían enviarlas a buscar comida, agua u otros suministros durante las épocas de conflictos. Atacar a una mujer durante las hostilidades podía producir una escalada de violencia, pero ni los taiping ni los soldados del gran ejército de Hunan eran de la región, de modo que ignoraban las costumbres del pueblo yao. Además, ¿cómo íbamos a bajar de las montañas en pleno invierno y volver con provisiones, si estábamos débiles a causa del hambre y apenas podíamos caminar con nuestros pies vendados?
Así pues, los hombres formaron una cuadrilla y se pusieron en marcha. Bajaron con mucho cuidado por la montaña, con la esperanza de encontrar provisiones en los pueblos que habíamos abandonado. Sólo volvieron unos pocos; nos contaron que habían visto a sus amigos decapitados y las cabezas clavadas en picas. Muchas nuevas viudas, incapaces de soportar la noticia, se suicidaron; se arrojaban por el precipicio por el que tanto les había costado trepar, se tragaban brasas ardiendo de las hogueras que encendíamos por la noche, se cortaban el cuello o se dejaban morir lentamente de hambre. Las que no elegían ese camino se deshonraban aún más buscando una nueva vida con otros hombres alrededor de otras hogueras. Al parecer, en las montañas algunas mujeres olvidaban las normas que rigen la viudedad. Aunque seamos pobres, aunque seamos jóvenes, aunque tengamos hijos, es preferible morir y seguir siendo fieles a nuestros esposos que deshonrar su memoria, porque así preservamos nuestra virtud.
Como no tenía a mis hijos cerca, observaba atentamente a los de Flor de Nieve y descubría en ellos algunos rasgos de personalidad que habían heredado de su madre; añoraba muchísimo a los míos y no podía evitar compararlos con los de mi laotong. Mi hijo mayor ya había ocupado el lugar que le correspondía en la familia y le esperaba un futuro espléndido. El hijo mayor de Flor de Nieve tenía dentro de su familia una posición aún inferior a la de su madre. Nadie lo quería y parecía ir a la deriva. Sin embargo, a mis ojos era el que más se parecía a mi laotong. Era amable y delicado, y quizá por eso ella se apartaba de él con tanta crueldad.
Mi segundo hijo era un muchacho bondadoso e inteligente, pero sin tantas ansias de aprender como mi primogénito. Lo imaginaba viviendo con nosotros el resto de su vida, trayendo a su esposa a casa, engendrando hijos y trabajando para su hermano mayor. El segundo hijo de Flor de Nieve, por su parte, era el preferido de su familia. Tenía la misma constitución que su padre: era bajo y robusto, con brazos y piernas fuertes. Jamás tenía miedo, nunca tiritaba de frío ni protestaba si tenía hambre. Seguía a su padre como un fantasma, incluso cuando él salía a cazar. Y debía de servirle de alguna ayuda, porque de lo contrario el carnicero no habría permitido que el crío lo acompañara. Cuando volvían al campamento con un animal muerto, el niño se acuclillaba junto a su padre y aprendía a preparar la carne. Ese parecido del muchacho con su padre me permitía entender mejor a Flor de Nieve. Su esposo quizá era rudo y apestoso, y quizá estaba muy por debajo de mi alma gemela, pero el amor que ella demostraba por su hijo significaba que también quería mucho a su marido.
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