Seguimos a pie hasta alcanzar a los otros. Flor de Nieve y yo sujetábamos a la madre del carnicero por los brazos para ayudarla a remontar la cuesta. Ella descansaba todo su peso en nosotras, como era de esperar en una rata. Cuando Buda quiso que la rata divulgara sus enseñanzas, la astuta criatura intentó aprovecharse del caballo. El caballo, que es un animal sabio, se negó a llevarla, y por eso los dos signos son incompatibles desde entonces. Pero en aquel espantoso camino, aquella espeluznante noche, ¿qué podíamos hacer nosotras, los dos caballos?
Los hombres que veíamos alrededor tenían una expresión adusta. Habían abandonado sus hogares y su sustento y se preguntaban si acabarían convertidos en montones de ceniza. Las mujeres tenían la cara surcada de lágrimas de miedo y dolor, pues en una sola noche estaban caminando todo lo que no habían caminado desde que les habían vendado los pies. Los niños no se quejaban, porque estaban demasiado asustados. No habíamos hecho más que iniciar nuestra huida.
Al día siguiente, a última hora de la tarde -no habíamos parado ni una sola vez-, el camino se estrechó hasta quedar reducido a una vereda que serpenteaba por una ladera que se empinaba cada vez más. Veíamos imágenes dolorosas y oíamos sonidos lastimeros. A veces pasábamos junto a ancianos o ancianas que se habían sentado para descansar y que no volverían a levantarse. Jamás había imaginado que en nuestro propio condado vería a padres abandonados de esa forma. A menudo, mientras avanzábamos, oíamos quejidos y últimas palabras dirigidas con resignación a un hijo o una hija: «Márchate. Vuelve a buscarme mañana, cuando todo haya terminado.» «Sigue caminando. Salva a tus hijos. No olvides levantarme un altar cuando llegue la Fiesta de la Primavera.» Cada vez que pasábamos junto a alguien así, yo pensaba en mi madre. Ella no habría podido hacer ese viaje con la única ayuda de su bastón. ¿Habría pedido que la dejaran atrás? ¿La habría abandonado mi padre? ¿Y Hermano Mayor?
Los pies me dolían como durante el vendado, y el dolor ascendía por las piernas con cada paso que daba. De todas formas, podía considerarme afortunada. Vi a mujeres de mi edad, e incluso más jóvenes -en sus años de arroz y sal-, con los pies destrozados por el esfuerzo. Tenían las piernas ilesas del tobillo para arriba, pero bajo las vendas sus pies estaban completamente deshechos. Se quedaban tumbadas en el suelo, inmóviles, llorando, abandonadas a su suerte, conscientes de que no tardarían en morir de sed, de hambre o de frío. Nosotros seguíamos nuestro camino sin mirar atrás, enterrando la pena en nuestros vacíos corazones, haciendo oídos sordos a los sonidos de la agonía y el sufrimiento.
Cuando cayó la segunda noche y el mundo se tornó negro, el desaliento nos invadió a todos. Algunos abandonaban sus pertenencias. Más de uno se había separado de su familia. Los esposos buscaban a sus esposas. Las madres llamaban a sus hijos. Estábamos a finales de otoño, la estación en que suele iniciarse el vendado de los pies, de modo que muchas veces encontrábamos a niñas pequeñas cuyos huesos se habían roto hacía poco y que se habían quedado atrás, igual que la comida, la ropa innecesaria, el agua, los altares de viaje, los ajuares y los tesoros familiares.
También veíamos a niños pequeños -terceros, cuartos o quintos hijos- que pedían ayuda a quienes pasaban a su lado. Pero ¿cómo íbamos a socorrer a unos desconocidos, si teníamos que seguir andando sin soltar la mano de nuestro hijo favorito y aferradas a la de nuestro esposo? Cuando temes por tu vida no piensas en los demás. Sólo piensas en tus seres queridos, y quizá ni siquiera eso sea suficiente.
No oíamos campanas que nos anunciaran la hora, pero la oscuridad era impenetrable y estábamos extenuados. Llevábamos más de treinta y seis horas caminando sin descanso, sin comida, y bebiendo sólo un sorbo de agua de vez en cuando. Empezamos a oír unos gritos largos y estremecedores, pero ignorábamos de dónde provenían. Descendió la temperatura. La escarcha se acumulaba en las hojas y en las ramas de los árboles. Flor de Nieve llevaba un traje de algodón añil, y yo, uno de seda; esas prendas no iban a protegernos de las duras condiciones que se avecinaban. Bajo la suela de nuestros zapatos las rocas se volvieron resbaladizas. Yo estaba convencida de que me sangraban los pies, porque notaba en ellos un extraño calor. Pero seguimos caminando. La madre del carnicero se tambaleaba entre mi laotong y yo. Era una anciana débil, pero su personalidad de rata le impedía rendirse.
El sendero se estrechó aún más. A la derecha, la montaña -ya no puedo llamarla colina- se alzaba con tal pendiente que rozábamos la pared con los hombros mientras avanzábamos en fila india. A la izquierda, la ladera descendía abruptamente hasta perderse en la oscuridad. Yo no alcanzaba a ver qué había allí abajo, pero delante y detrás de mí, en el sendero, había muchas mujeres con los pies vendados. Eramos como flores en medio de una tormenta. Y no sólo nos dolían los pies, sino que además teníamos calambres y temblores en las piernas, porque sometíamos a nuestros músculos a un esfuerzo al que no estaban acostumbrados.
Durante una hora caminamos detrás de una familia -el padre, la madre y tres hijos-, hasta que la mujer resbaló en una roca y se precipitó en aquel pozo de oscuridad que se abría bajo nosotros. Oímos un grito agudo y prolongado, que se interrumpió abruptamente, y me di cuenta de que era eso lo que llevábamos oyendo toda la noche. A partir de ese momento yo pasaba una mano sobre la otra para agarrarme a la hierba, sin importarme los rasguños que me hacían las piedras que sobresalían de la pared montañosa que se alzaba a mi derecha. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para no convertirme en otro grito en la noche.
Llegamos a una hondonada que quedaba resguardada. Las montañas se perfilaban contra el cielo alrededor de nosotros. Había pequeñas hogueras encendidas. Nos hallábamos a gran altitud, y sin embargo la depresión del terreno impedía que los taiping vieran el resplandor del fuego, o al menos eso esperábamos. Seguimos caminando despacio hacia la hondonada.
Quizá porque yo no estaba con mi familia, sólo veía rostros infantiles en torno a las fogatas diseminadas por el campamento. Tenían los ojos llorosos y la mirada perdida. Quizá se les había muerto una abuela o un abuelo. Quizá habían perdido a su madre o a una hermana. Todos tenían miedo. Ver a un niño en ese estado es algo que no deseo a nadie.
Nos detuvimos cuando Flor de Nieve reconoció a tres familias de Jintian que habían encontrado un lugar relativamente protegido bajo un gran árbol. Al ver al carnicero cargado con un saco de arroz, se levantaron a toda prisa para hacernos sitio junto a la hoguera. Me senté y acerqué las manos y los pies a las llamas, y éstos empezaron aarderme, no por el calor del fuego, sino porque los huesos y la carne, helados, empezaban a descongelarse.
Flor de Nieve y yo frotamos las manos a sus hijos. Ellos lloraban en silencio, incluso el mayor. Sentamos a los tres niños juntos y los tapamos con una colcha. Nosotras nos acurrucamos bajo otra, mientras su suegra cogía otra colcha para ella sola. La última era para el carnicero, pero él la rechazó con un gesto. Se puso a hablar en voz baja con uno de los hombres de Jintian. Luego se arrodilló al lado de Flor de Nieve.
– Voy a buscar más leña -anunció.
Ella lo agarró del brazo y exclamó:
– ¡No te vayas! ¡No nos dejes aquí!
– Si no mantenemos encendida la hoguera, habremos muerto todos antes del amanecer -repuso él-. ¿No lo notas? Está a punto de nevar. -Separó con delicadeza de su brazo los dedos de su esposa-. Nuestros vecinos os vigilarán hasta que yo vuelva. No tengas miedo. Y, si es necesario -añadió bajando la voz-, aparta a esa gente del fuego y haz sitio para ti y para tu amiga. Tú puedes hacerlo.
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